KAZARIN. - ¿No te parece?

ARBENIN. - Yo, feliz... sí...

KAZARIN. - Yo estoy contento, aunque lamento que estés casado.

ARBENIN. - ¿Por qué?

KAZARIN. - Así no más... Recuerdo nuestro pasado... cuando contigo bebíamos a cuenta de no recuerdo quién y éramos dos muchachos sin cabeza.

¡Qué tiempos aquéllos! A la mañana descansando con los recuerdos agradables de la víspera, luego el almuerzo, el vino, Raúl, el honor en copas talladas, brillantes y con espuma desbordante, conversaciones animadas de agudezas, luego el teatro..., el alma estremecida pensando cómo atraer a las bailarinas o a las actrices... ¿No es verdad que antes todo era mejor y más barato? La obra ha terminado y corremos apresurados a la casa de un amigo... entramos... el juego está en su apogeo; junto a los naipes, columnas de monedas de oro; unos arden y otros palidecen. Nos sentamos y comienza de nuevo una batalla y parece nuestra alma atravesada de pasiones y sensaciones incontenibles, y con frecuencia una idea gigante como un resorte levanta y enciende nuestra mente... y si vences al enemigo con tu habilidad, te parecerá que el propio Napoleón es lastimoso y ridículo, pues creerás que tienes el destino humildemente a tus pies.

(Arbenin se aparta).

ARBENIN. - ¡Oh! ¡Quién me devolverá aquellas tempestuosas esperanzas, quién me devolviera aquellos días insoportables y ardientes! Por aquellos días yo daría mi dicha ignorada y la tranquilidad; pero no son para mí... ¿Acaso estoy hecho para ser marido o padre de familia? ¿Yo, a mí, que he probado todas las debilidades, los vicios y las perversidades y ante su rostro jamás he temblado? ¡Fuera de mí, ángel benefactor! Yo no te conozco. Yo he sido engañado y nuestra breve unión desde hoy queda rota, destrozada. Adiós, adiós... (Se deja caer sobre una silla y se cubre el rostro con las manos).

KAZARIN. - ¡Ahora me pertenece!

ESCENA III

LAS HABITACIONES DEL PRÍNCIPE. LA PUERTA QUE UNE LAS DOS HABITACIONES ESTÁ ABIERTA; ÉL SE HALLA ACOSTADO SOBRE UN SOFÁ

IVÁN Y LUEGO ARBENIN

(El lacayo Iván mira el reloj).

IVÁN. - Ya son más de las siete y me ha ordenado despertarlo cuando suenen las ocho. Como duerme a la rusa y no a la moda, tendré tiempo de ir hasta la cantina.

Cerraré la puerta con candado, es más seguro, pero... parece que sube alguien por la escalera; diré que no está en casa y rápidamente los haré marchar. (Entra Arbenin).

ARBENIN. - ¿Está el príncipe en casa?

LACAYO. - No está en casa, señor.

ARBENIN. - No es verdad.

LACAYO. - Hace cinco minutos que se acaba de ir.

ARBENIN. - (Escuchando) ¡Mientes! Está aquí.

(Señalando el escritorio del príncipe) Y está durmiendo, por lo visto, dulcemente; desde aquí se escucha su pausada respiración. (Aparte) Pero pronto dejarás de hacerlo.

LACAYO. - (Aparte) Qué oído tiene...

(Dirigiéndose a Arbenin) El príncipe me ha prohibido despertarlo.

ARBENIN. - Le gusta dormir... tanto mejor, ya dormirá para siempre en paz, en sueño eterno. (Al lacayo) Creo que ya le he dicho que deberé esperar hasta que se despierte. (El lacayo sale).

ARBENIN. - (Solo) Ha llegado el momento.

Ahora o nunca. Ahora pondré a prueba todo, sin trabajo y sin temor; demostraré a nuestra generación que por lo menos hay un espíritu que sabe responder con frutos cuando le cae la semilla de la ofensa y la humillación.

¡Oh! Yo no soy de ellos. Es tarde para mí. Gritando atraería al enemigo y ellos reirían..., pero ahora no podrán hacerlo, ¡oh, no! Yo no soy de ésos. No permitiré ni una hora más sobre mi cabeza esta vergüenza insoportable. (Acercándose a la puerta) Duerme. ¿Qué es lo que verá en sueños por última vez?

(Con sonrisa terrible) Yo creo que él morirá del golpe.

Ha dejado la cabeza colgando... Yo le ayudaré a la sangre... Y todo a cuenta de la naturaleza. (Entra en la habitación. Después de dos minutos sale con el rostro pálido) ¡No puedo! (Pausa) Sí, es más fuerte que mi voluntad. Yo me he traicionado, he temblado por primera vez en mi vida. ¿Hace mucho que soy un cobarde, acaso?... ¿Un cobarde?... ¿Quién lo ha dicho?...

Yo mismo, y eso es cierto... ¡Qué vergüenza! ¡Huye, avergüénzate, hombre despreciable! ¡A ti, como a los demás, nuestro siglo te ha aplastado! Por lo visto te vanagloriabas lastimosamente..., lastimosamente, por cierto, y te has cansado y te encuentras bajo el yugo de la civilización. No has sabido amar y has desviado la venganza. Has llegado y... y no puedes, y no has podido.

(Pausa. Se sienta) He querido abarcar mucho; debo elegir un camino seguro y el intento enciende profundamente mi corazón atormentado. ¡Así es, así es!

El vivirá, el asesinato ya no está de moda. A los asesinos los castigan en la plaza pública. Así es, he nacido en el seno de un pueblo instruido; el idioma y el oro son nuestro puñal y nuestro veneno!

(Tomando una hoja de papel y la pluma del tintero que está sobre la mesa, escribe; luego toma el sombrero y se dirige a la puerta, y en ese momento se enfrenta con una dama con un velo).

DAMA. - (Con velo) ¡Ay! ¡Todo ha fracasado!...

ARBENIN. - ¿Qué es esto?

DAMA. - (Arrancándose de sus brazos) ¡Déjeme pasar!

ARBENIN. - ¡No! ¡Este no es un grito fingido de una benefactora sobornada! (Dirigiéndose a ella)

¡Cállese! Ni una palabra, o si no en el instante... ¿Qué sospecha es ésta?... Levante ese velo mientras estamos solos.

DAMA. - Me he equivocado... He entrado aquí por un error.

ARBENIN. - Sí, se ha equivocado en la hora y el lugar.

DAMA. - ¡Por Dios, déjeme pasar! ¡Yo a usted no lo conozco!

ARBENIN. - Su turbación me extraña... Usted debe descubrirse. Levante el velo. Él está durmiendo y puede levantarse en cualquier momento. Yo lo sé todo...

Pero debo convencerme...

DAMA. - ¿Lo sabe todo?

(Levantando el velo de la dama, retrocede asombrado; luego vuelve en sí).

ARBENIN. - Agradezco al Creador, que me ha permitido hoy no equivocarme.

BARONESA. - ¡Oh! ¿Qué es lo que he hecho?