Le entregué los ocho francos y le recomendé que los administrara bien, porque en adelante no podría volver a ayudarla. Y luego la besé diciéndole que no lo tomase en mal sentido y que si la besaba no era porque estuviese enamorado de ella, sino porque me inspiraba profunda piedad, y porque nunca, desde el principio, la había considerado culpable, sino desgraciada.

Yo sentía verdadero deseo de consolarla, de persuadirla que hacía mal en considerarse tan por debajo de las otras mujeres, pero no tardé en observar que no comprendía mis palabras. Lo noté en su actitud. Permanecía en pie ante mí, silenciosa, con los ojos bajos, como abrumada por la vergüenza.

Cuando hube terminado me besó la mano. Yo tomé la suya y quise besarla también, pero la retiró en seguida. De pronto los niños nos descubrieron. Toda la banda se hallaba ante nosotros. Supe después que llevaban largo rato espiándonos.

Comenzaron a reír, a silbar, a dar palmadas y María se puso en fuga rápidamente. Traté de hablarles, pero comenzaron a lanzarme piedras. Aquel mismo día la aldea conocía toda la historia. La maledicencia pública se encarnizó más que nunca con María. Incluso oí decir que se hablaba de que las autoridades le infligiesen un castigo, pero, gracias a Dios, la iniciativa no se llevó adelante. En cambio los niños no dejaban un instante de reposo a su víctima. La perseguían sin cesar y le arrojaban todo género de porquerías.

La pobre enferma, cuando les veía llegar, corría con todas las fuerzas de sus débiles piernas, tosiendo y jadeando. Ellos la seguían vociferando injurias.

Una vez tuve literalmente que entablar una lucha con ellos. Más adelante traté de hacerles entrar en razón, o al menos intenté realizarlo. A veces me escuchaban, pero no por eso dejaban de hostigar a María.

Al fin acerté a explicarles lo desgraciada que era y entonces no tardaron en dejar de injuriarla y empezaron a pasar de largo ante ella sin decirle cosa alguna. Poco a poco los niños y yo fuimos teniendo charlas más prolongadas. Yo les contaba todo, no les ocultaba nada. Ellos me escuchaban con curiosidad y principiaron a sentir lástima de la pobre joven. Algunos cuando la encontraban, le dirigían ya un afable «buenos días».

María, según imagino, debió de sorprenderse mucho de semejante cambio. Una vez, dos chiquillas que tenían algunas vituallas para merendar fueron a llevárselas a la joven y vinieron a decírmelo. Añadieron que María se había puesto a llorar y que ahora ellas la querían mucho.

En breve todos los niños llegaron a amarla y a experimentar a la vez un repentino afecto por mí. Acudían a menudo en mi busca y siempre me pedían que les contase algo. Creo que yo debía relatar bien, porque se mostraban ávidos de mis narraciones.

Entreguéme al estudio y a la lectura para poder comunicarles lo que aprendía en los libros, y esto continuó así durante los tres años siguientes.

Cuando Schneider o los demás me reprochaban el no ocultar nada a los chiquillos y el hablarles como si fuesen personas mayores, yo contestaba que era vergonzoso mentirles. «Además —añadía—, a pesar de todas las precauciones, ellos llegarán siempre a saber lo que uno se empeñe en ocultarles, con la diferencia de que lo sabrán de un modo que excite su imaginación, mientras que conmigo ese peligro no existe. Si lo dudan, evoquen las memorias de su propia infancia.» Pero este razonamiento no convencía a nadie.

Fue quince días antes de la muerte de su madre cuando yo besé a María. Al pronunciar el Pastor su sermón, todos los niños estaban ya de mi parte. Les manifesté la ocurrencia que el eclesiástico se había permitido y la califiqué como creí justo. Los niños se indignaron y algunos de ellos, en su ira, rompieron a pedradas los vidrios del Pastor. Yo les hice comprender que habían obrado mal; pero no por eso dejó de esparcirse en la aldea el rumor de que yo soliviantaba a los colegiales. Luego, todo el mundo observó que los niños querían a María, lo que provocó una inquietud extrema. Pero la joven vivía feliz. Los padres podían prohibir a sus hijos que la tratasen, mas no por eso dejaban los niños de ir a buscarla, a escondidas, al lugar en que apacentaba las vacas, y que estaba como a media versta de la aldea.

Le llevaban regalos y algunos se acercaban hasta ella sólo para estrecharla contra su corazón, besarla y decirle: «Te quiero mucho, María». Y tras esto, volvían a sus casas con toda la velocidad de sus piernas.

Poco faltó para que una dicha tan inesperada no hiciese perder la cabeza a María. Jamás había imaginado cosa semejante, ni aun en sueños, y experimentaba, por tanto, una mezcla de confusión y de júbilo. Los niños, y sobre todo las niñas, la iban a ver con frecuencia únicamente para decirle que yo la quería y que les hablaba mucho de ella. «Nos ha contado toda tu historia —le explicaban— y ahora te queremos, sentimos lo que te pasa, y siempre lo sentiremos y te querremos igual.»

Luego tornaban a mi lado y con el rostro alegre y aire de traer una noticia importante, me informaban de que habían estado hablando a María y de que ella me enviaba sus saludos.

Por la tarde yo iba a la cascada. Había allí un retirado rincón, sombreado de álamos y no visible desde el pueblo. Era en aquel lugar donde yo recibía por las tardes la visita de los niños, algunos de los cuales acudían a escondidas de sus padres.

Creo que les producía un placer extremo mi supuesto amor por María. Y éste fue el único punto sobre el que les engañé durante mi permanencia en aquella aldea. Les dejaba creer que estaba enamorado de María, aunque sólo experimentaba piedad por ella, porque, viendo que me atribuían otro sentimiento y que éste les era agradable, me libraba bien de desengañarles y fingía que habían sabido adivinar mis sentimientos. ¡Qué delicada bondad albergaban aquellos corazones! Citaré un solo ejemplo: parecíales inadmisible que, amando tanto María a su querido León, ella fuese tan mal vestida y careciese de calzado. ¡Y figúrense que le proporcionaron zapatos, medias, ropa blanca y hasta algunos vestidos! Cómo y por qué prodigios de ingenio lograron procurarse todo aquello, es cosa que no comprendo. El caso fue que toda la escuela puso manos a la obra. Cuando les interrogaba sobre el particular, una risa alegre era su única respuesta. Y las niñas batían palmas y me besaban.

Yo, a veces, iba a ver a María, procurando que nadie lo supiese. Por entonces enfermó gravemente. Ya sólo podía andar a duras penas. Finalmente dejó de trabajar en la finca donde servía, pero, con todo, cada mañana llevaba el ganado a pacer. Sentábase apoyada en una roca perpendicular al suelo y permanecía casi inmóvil hasta el momento de llevar otra vez las vacas al establo.

Agotada por la tuberculosis, respirando difícilmente, pasaba el día en un estado de casi somnolencia, con los ojos cerrados y la cabeza recostada contra la roca. Tenía el rostro descarnado como un esqueleto y el sudor bañaba su frente y sus sienes.

Así la encontraba yo siempre. Sólo me detenía con ella un momento, porque no quería que nos viesen juntos. En cuanto yo aparecía, María temblaba, abría los ojos y se apresuraba a besarme las manos. Yo se lo permitía sabiendo que aquello constituía una dicha para la joven. Mientras estábamos juntos, ella no dejaba de temblar y de verter lágrimas. A veces, es cierto, intentaba hablar, pero era difícil comprender sus palabras. Tan emocionada y exaltada se volvía, que dijérase loca.