Se animó tanto al hablar así (y ello no era sino muy natural) que el general Epanchin, satisfechísimo, dio el asunto por arreglado. Pero Totzky, recordando su anterior conflicto, no juzgó igual y temió que bajo las mieles se ocultase alguna hiel. Mas de todos modos se había parlamentado y los dos amigos veían que el punto en que hacían descansar el conjunto de su plan —la posible inclinación de Nastasia Filipovna por Gania— convertíase cada vez más claro y definido. El propio Totzky, a veces, creía en la posibilidad del éxito. Entre tanto Nastasia Filipovna se explicó con Gania, si bien sin hablar a fondo, porque el asunto resultaba penoso para su delicadeza femenina. Ella aceptaba el amor del joven, mas exigía no ser apremiada en sentido alguno y se reservaba hasta el momento del matrimonio, si éste se producía, el derecho a decir no, dejando en la misma libertad a Gania. A poco, una afortunada casualidad hizo saber al joven que Nastasia Filipovna estaba perfectamente al tanto de la oposición que aquel proyecto de casamiento suscitaba en casa de los Ivolguin, así como que no ignoraba las escenas de hostilidad contra la futura esposa a que tal oposición daba lugar. Ella, sin embargo, no le había hablado del asunto, aunque Gania lo esperaba de un momento a otro.
Podría decirse mucho más sobre las habladurías y enredos levantados en torno al proyectado enlace y a las negociaciones pertinentes; pero, aparte que ya hemos anticipado algo sobre ellas, muchas no pasaban de vagos rumores. Decíase, por ejemplo, que Totzky había descubierto una indefinida y secreta inteligencia entre Nastasia Filipovna y las hijas del general, historia que probablemente tenía todos los caracteres de una disparatada inverosimilitud. Pero existía otro rumor que inquietaba mucho más a Atanasio Ivanovich, persiguiéndole corno una pesadilla, y era que, según se le aseguraba, Nastasia Filipovna estaba muy al corriente de que Gania sólo se casaba con ella por el dinero; de que el joven tenía un alma venal, ávida, perversa y codiciosa; de que su grotesca vanidad rebasaba todos los límites; y, en fin, de que, si bien él había deseado apasionadamente conquistar a Nastasia Filipovna, desde que aquellos dos hombres maduros resolvieron explotar su pasión en su propio beneficio, entregándole a la mujer anhelada como esposa legal, Gania había principiado a odiarla como a una siniestra sombra de delirio. El odio y la pasión mezclábanse, violentos, en su alma y aunque después de una dolorosa incertidumbre consintió en desposar a semejante «despreciable mujerzuela», habíase prometido en su interior «hacérselo pagar caro», como, según se rumoreaba, dijera Gania literalmente.
Afirmábase también que Nastasia Filipovna conocía al dedillo todo esto y que maquinaba algún plan a su vez. Totzky entonces sintió tal terror que ni siquiera osó confiarse al general Epanchin. Pero a ratos, como si fuese un hombre débil de carácter, renacían sus esperanzas y lo veía todo a través de un prisma optimista. Así, por ejemplo, sintióse muy aliviado cuando Nastasia Filipovna prometió a los dos amigos adoptar la resolución definitiva la noche de su cumpleaños.
Por otra parte, el más extraño e inverosímil de los rumores, el que concernía a persona tan honorable como el propio Ivan Fedorovich aparentaba ser, adquiría —¡ay!— cada vez más fundamento a medida que el tiempo transcurría.
Sin embargo, a primera vista tal rumor parecía perfectamente absurdo. Resultaba duro de creer que Iván Fedorovich, en sus ya maduros y graves años, con su excelente comprensión y su conocimiento práctico del mundo, y con todas las demás cosas similares que en estos casos pueden decirse, hubiese acabado cayendo bajo el influjo de Nastasia Filipovna y sintiendo por ella un capricho rayano en pasión. Difícil sería preciar qué esperanzas albergaba en semejante sentido: acaso esperase la ayuda complaciente del propio Gania. Totzky sospechaba algo de esta clase y, en tal sentido, suponía una especie de tácito convenio entre el general y Gania, un acuerdo propio de gentes que se comprenden bien. Es notorio que un hombre cegado por la pasión, sobre todo si está entrado en años, se torna ciego y encuentra firmes cimientos para sus esperanzas donde no hay ninguno; y, lo que es peor, pierde el juicio y obra como un niño sin sentido, por poderosa que sea su inteligencia.
Sabíase, así, que con ocasión del cumpleaños de Nastasia Filipovna el general había acordado regalarle unas magníficas perlas, por valor de una inmensa suma, y que confiaba mucho en la eficacia de su presente, aunque le constase que Nastasia Filipovna no era una mujer venal. Todo el día anterior al del cumpleaños, Epanchin lo pasó en un estado febril, si bien supo ocultar a los demás su emoción.
La generala había oído hablar de aquellas perlas. Lisaveta Prokofievna estaba acostumbrada hacía años a las infidelidades de su esposo; pero esta vez estimó imposible pasar por alto el incidente. El rumor relativo a las perlas la impresionaba mucho. El general lo notó a través de algunas palabras escuchadas el día antes, y preveía y temía el momento de la explicación.
De aquí que pensase con vivo desagrado en el almuerzo en el seno de la familia la mañana en que comienza esta historia. Ya antes de aparecer Michkin, el general había decidido esquivarse pretextando asuntos urgentes. A menudo, «esquivarse» significaba, en el caso de Epanchin, huir. Lo esencial era lograr pasar aquel día, y sobre todo aquella noche, sin turbaciones ni conflictos. Y el príncipe había llegado con oportunidad. «El cielo me lo envía», meditaba el general mientras iba al encuentro de su mujer.
V
Lisaveta Prokofievna estaba muy orgullosa de su noble cuna. ¿Cómo reaccionaría cuando supiese a quemarropa, sin la menor preparación, que el último representante de su raza, aquel príncipe Michkin de quien oyera hablar alguna vez, no era más que un pobre idiota, un pordiosero necesitado de la caridad ajena? El general, temiendo un interrogatorio sobre las perlas, había premeditado este efecto teatral que dirigiría la atención de su mujer en otro sentido.
Cuando sucedía algo extraordinario, Lisaveta Prokofievna abría mucho los ojos, recostábase en su asiento y miraba vagamente en torno suyo. Era una mujer alta y ancha de formas, pero delgada, de la misma edad que su marido, con una cabellera negra que empezaba a encanecer, aunque fuese abundante todavía. Tenía la nariz algo aquilina, mejillas hundidas y macilentas y delgados labios plegados hacia dentro. Su frente era alta, si bien estrecha, y sus grandes ojos pardos mostraban a veces las más inesperadas expresiones. Antaño había tenido la creencia de que sus ojos eran subyugadores y desde entonces nada había podido disipar su convicción.
—¿Recibirle? ¿Recibirle ahora?
Y abriendo mucho los ojos miraba a su marido, que paseaba de un lado a otro de la habitación.
—No tienes por qué enojarte en lo más mínimo, querida —se apresuró a declarar Ivan Fedorovich—. No lo recibas a no ser que verdaderamente te complazca verle. Es realmente un niño, y un niño que da lástima. Padece accesos de cierta enfermedad y en este momento llega de Suiza. Ha venido a casa en seguida de apearse del tren. Va vestido un poco extravagantemente, algo a la usanza alemana. Y lo principal es que no tiene un kopec. ¡No creas que exagero! Poco le falta para que se le salten las lágrimas. Le he dado veinticinco rublos y quiero buscarle un empleo de escribiente en nuestro ministerio. Os ruego, mesdames 6, que le invitéis a almorzar, porque sospecho que debe de estar hambriento...