– Parádeisos es un maravilloso capricho de la Naturaleza -nos explicó Ufa, que estaba empeñado en llevarnos a las cuadras donde trabajaba como domador de caballos-, el resultado de las terribles erupciones volcánicas que hubo en el pleistoceno. Las corrientes de agua caliente que circulaban por aquí disolvieron la piedra caliza dejando sólo la roca de lava. Este fue el lugar que encontraron nuestros hermanos en el siglo XIII. ¿Podéis creer que, después de siete siglos, aún no hemos terminado de explorar todo el complejo? Y eso que desde que tenemos luz eléctrica vamos mucho más deprisa. ¡Parádeisos es grandioso!
– Habladnos de cómo ilumináis Stauros -pidió Farag, que caminaba a mi lado cogiéndome de la mano. Las calles de la ciudad tenían las calzadas empedradas y por ellas circulaban jinetes a caballo y carros tirados por estos mismos animales, que parecían ser la única fuerza motriz disponible. A modo de aceras, hermosos mosaicos de brillantes teselas dibujaban paisajes de la Naturaleza o escenas variadas de músicos, artesanos y vida cotidiana, todo al más puro estilo bizantino. Varios staurofílakes barrían los suelos y recogían los desperdicios con unas curiosas palas mecánicas.
– Stauros tiene más de trescientas calles -dijo Mirsgana, saludando con la mano a una mujer que miraba desde la ventana de un primer piso; las casas estaban hechas de la misma roca volcánica que formaba la gruta, pero las cornisas y apliques añadidos, los dibujos y colores de las fachadas, les conferían un aire delicado, extravagante o distinguido, según el gusto de los propietarios-. Dentro de la ciudad hay siete lagos, todos navegables, bautizados por los primeros pobladores con los nombres de las siete virtudes, las cardinales y las teologales, que se oponen a los siete pecados capitales.
– Y esos lagos, especialmente el Templanza y el Paciencia, están llenos de peces ciegos y de crustáceos albinos -apuntó Khutenptah, la cual, curiosamente, me resultaba muy familiar y no hacía más que mirarla para averiguar por qué. Mi memoria era excelente, así que, con seguridad, la había visto antes, fuera de Parádeisos. Era muy guapa, con el pelo y los ojos negros, y unos rasgos clásicos (nariz fina incluida) que me martilleaban en el cerebro.
– Tenemos también -siguió Mirsgana- un precioso río, el Kolos [73], que brota de las profundidades, un poco antes de Lignum, y que atraviesa nuestras cuatro ciudades, formando en Stauros el lago Caridad. El Kolos es el que nos proporciona la energía para iluminar Parádeisos. Hace cuarenta años compramos unas antiguas turbinas, esas máquinas con ruedas hidráulicas que, cuando pasa el agua, se mueven y generan electricidad. No conozco muy bien este tema -se disculpó-, así que no puedo deciros mucho más. Sólo sé que tenemos corriente y que allá arriba -dijo señalando la inmensa bóveda-, aunque no se vean, hay cables de cobre que llegan a distintos puntos de Stauros.
– Pero el basileion de Catón estaba iluminado con velas -objeté.
– Nuestras máquinas no tienen la potencia necesaria para dar luz a todas las viviendas, aunque tampoco lo deseamos. Con alumbrar la ciudad y los espacios abiertos es suficiente. ¿Has echado en falta más luz en algún momento? Los artesanos de Parádeisos desarrollaron, durante los siglos de oscuridad, unas velas de gran intensidad luminosa. Además, nuestra visión, como habéis comprobado, es magnífica.
– ¿Por qué? -saltó Farag precipitadamente-. ¿Por qué es tan buena vuestra visión?
– Eso -le indicó Gete- lo comprenderás cuando visitemos las escuelas.
– ¿Tenéis escuelas para mejorar la vista? -preguntó la Roca, admirado.
– Dentro de nuestro sistema educativo, los sentidos, y todo cuanto se relaciona con ellos, son una parte fundamental. ¿Cómo, si no, podrían los niños estudiar la Naturaleza, experimentar, sacar conclusiones propias y comprobarlas? Seria como pedirle a un ciego que dibujara mapas. Los staurofílakes que llegaron aquí hace siete siglos tuvieron que enfrentarse a pruebas durísimas que les llevaron a desarrollar unas técnicas muy útiles para mejorar sus condiciones de vida y supervivencia.
– Los primeros pobladores descubrieron que los peces habían perdido sus ojos y los crustáceos su color porque no los necesitaban en las oscuras aguas de Parádeisos -señaló Khutenptah, con una leve sonrisa-. De igual modo se dieron cuenta de que algunas especies de aves que anidaban en los riscos no utilizaban los ojos para volar por los túneles y las galerías porque habían desarrollado, como los murciélagos, unos sistemas propios de visión. Entonces decidieron estudiar a fondo la fauna de este sitio y llegaron a interesantes conclusiones que, mediante una serie de ejercicios muy sencillos descubiertos con la práctica, adaptaron a los seres humanos. Eso es lo que hoy empiezan haciendo los niños en las escuelas y también los que, como vosotros, llegan nuevos a Parádeisos… Siempre que queráis, naturalmente.
– ¿Pero es posible? -insistí-. ¿Es posible aguzar la vista o el oído realizando una serie de ejercicios?
– Naturalmente. No es un aprendizaje rápido, desde luego, pero sí muy efectivo. ¿Cómo crees que pudo Leonardo da Vinci estudiar y describir hasta el menor detalle del vuelo de las aves para tratar de aplicar esos conocimientos al diseño de sus máquinas voladoras? Tenía una vista parecida a la nuestra y lo consiguió mediante un adiestramiento visual que él mismo ideó.
Mientras que fuera, en la superficie, habíamos fabricado máquinas que suplían nuestras carencias sensoriales (microscopios, telescopios, amplificadores de sonido, altavoces, ordenadores…), abajo, en Parádeisos habían trabajado durante siglos para perfeccionar sus facultades, afinándolas y desarrollándolas a imitación de la Naturaleza. Y ese logro, como las pruebas del Purgatorio, les había abierto las puertas a una nueva forma de entender la vida, el mundo, la belleza y todo cuanto les rodeaba. Arriba éramos ricos en tecnología, pero abajo eran ricos en espíritu. Así pues, quedaba aclarado el misterio de los inexplicables robos de los Ligna Crucis, unos robos llevados a cabo a la perfección, sin huellas, sin violencia y sin vestigios de ninguna clase: ¿qué tipo de vigilancia podría impedir que un staurofílax, con sus capacidades sensoriales hiperdesarrolladas, cogiera lo que quisiera del lugar más protegido del mundo?
Cruzando calles en las que el tráfico de calesas y de carretas discurría plácidamente, y atravesando plazas y jardines en los que la gente se divertía haciendo malabarismos con pelotas y mazas -actividad que también formaba parte de sus extraños adiestramientos, en este caso para favorecer el ambidextrismo-, llegamos hasta la ribera del Kolos, que no tendría menos de sesenta o setenta metros de anchura y cuyas orillas de rocas irregulares habían sido reforzadas con antepechos tallados con flores y palmas. Apoyé la mano en el barandal mientras contemplaba los barcos que navegaban por sus negras aguas y me pareció que mis dedos resbalaban como si hubieran tocado una mancha de aceite. Pero no era así. La palma de mi mano estaba limpia y sólo había sido el efecto causado por un bruñido espectacular. Entonces recordé aquel sillar de piedra que resbalaba por el estrecho túnel de las catacumbas de Santa Lucía como si estuviera engrasado.
Canoas y piraguas se deslizaban por las quietas aguas del Kolos con una, dos y hasta tres personas empuñando los remos, pero los barcos más llamativos eran los de transporte de mercancías, que parecían grandes y gruesas rosquillas de cuya barriga salían, como de los barcos griegos y romanos, hasta tres filas de remos de palas cortas y anchas. Aquellas naves, nos explicó Ufa, eran el principal medio de transporte de personas y bienes entre Stauros, Lignum, Edém y Crucis. Stauros era la capital y la ciudad más grande, con casi cincuenta mil habitantes, y Crucis la más pequeña, con veinte mil.