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Las notas del piano (la, re, mi bemol, do, si, si bemol, mi, sol), las del violín (la, mi, si bemol, mi), las del corno (la, si bemol, la, si bemol, mi, sol), representan el equivalente musical de los nombres de ArnolD SCHoenberg, Anton WEBErn, y AIBAn BErG (según el sistema alemán por el cual H representa el si, B el si bemol y S (ES) el mi bemol). No hay ninguna novedad en esta especie de anagrama musical. Se recordará que Bach utilizó su propio nombre de manera similar y que el misa o procedimiento era propiedad común de los maestros polifonistas del siglo XVI (…) Otra analogía significativa con el futuro Concierto para violín consiste en la estricta simetría del conjunto. En el Concierto para violín el número clave es dos: dos movimientos separados, dividido cada uno de ellos en dos partes, además de la división violín-orquesta en el conjunto instrumental. En el «Kammerkonzert» se destaca, en cambio, el número tres: la dedicatoria representa al Maestro y a sus dos discípulos; los instrumentos están agrupados en tres categorías: piano, violín y una combinación de instrumentos de viento; su arquitectura es una construcción en tres movimientos encadenados, cada uno de los cuales revela en mayor o menor medida una composición tripartita.

Del comentario anónimo sobre el Concierto de Cámara para violín, piano y, 13 instrumentos de viento, de Alban Berg (grabación Pathé Vox PL 8660).

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A la espera de algo más excitante, ejercicios de profanación y extrañamiento en la farmacia, entre medianoche y dos de la mañana, una vez que la Cuca se ha ido a dormir-un-sueño-reparador (o antes, para que se vaya: La Cuca persevera, pero el trabajo de resistir con una sonrisa cobradora y como de vuelta las ofensivas verbales de los monstruos, la fatiga atrozmente. Cada vez se va más temprano a dormir, y los monstruos sonríen amablemente al desearle las buenas noche. Más neutral, Talita pega etiquetas o consulta el Index Pharmacorum Gottinga).

Ejercicios tipo: Traducir con inversión maniquea un famoso soneto:

El desflorado, muerto y espantoso pasado,

¿habrá de restaurarnos con su sobrio aletazo?

Lectura de una hoja de la libreta de Traveler: «Esperando turno en la peluquería, caer sobre una publicación de la UNESCO y enterarse de los nombres siguientes: Opintotoveri/Työläisopiskelija/Työväenopisto. Parece que son títulos de otras tantas revistas pedagógicas finlandesas. Total irrealidad para el lector. ¿Eso existe? Para millones de rubios, Opintotoveri significa el Monitor de la Educación Común. Para mí… (Cólera). Pero ellos no saben lo que quiere decir ‘cafisho’ (satisfacción porteña). Multiplicación de la irrealidad. Pensar que los tecnólogos prevén que por el hecho de llegar en unas horas a Helsinki gracias al Boeing 707… Consecuencias a extraer personalmente. Me hace una media americana, Pedro.»

Formas lingüísticas del extrañamiento. Talita pensativa frente a Genshiryoku Kokunai Jijo, que en modo alguno le parece el desarrollo de las actividades nucleares en el Japón. Se va convenciendo por superposición y diferenciación cuando su marido, maligno proveedor de materiales recogidos en peluquerías, le muestra la variante Genshiryoku Kaigai Jijo, al parecer desarrollo de las actividades nucleares en el extranjero. Entusiasmo de Talita, convencida analíticamente de que Kokunai = Japón y Kaigai = extranjero. Desconcierto de Matsui, tintorero de la calle Lascano, ante una exhibición poliglótica de Talita que se vuelve, pobre, con la cola entre las piernas.

Profanaciones: partir de supuestos tales como el famoso verso: «La perceptible homosexualidad de Cristo», y alzar un sistema coherente y satisfactorio. Postular que Beethoven era coprófago, etc. Defender la innegable santidad de Sir Roger Casement, tal como se desprende de The Black Diaries. Asombro de la Cuca, confirmada y comulgante.

De lo que se trata en el fondo es de alienarse por pura abnegación profesional. Todavía se ríen demasiado (no puede ser que Atila juntara estampillas) pero ese Arbeit macht Frei dará sus resultados, créame Cuca. Por ejemplo, la violación del obispo de Fano viene a ser un caso de…

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No llevaba muchas páginas darse cuenta de, que Morelli apuntaba a otra cosa. Sus alusiones a las capas profundas del Zeitgeist, los pasajes donde la ló(gi)ca acababa ahorcándose con los cordones de las zapatillas, incapaz hasta de rechazar la incongruencia erigida en ley, evidenciaban la intención espeleologica de la obra. Morelli avanzaba y retrocedía en una tan abierta violación del equilibrio y los principios que cabría llamar morales del espacio, que bien podía suceder (aunque de hecho no sucedía, pero nada podía asegurarse) que los acaecimientos que relatara sucedieran en cinco minutos capaces de enlazar la batalla de Actium con el Anschluss de Austria (las tres A tendrían posiblemente algo que ver en la elección o más probablemente la aceptación de esos momentos históricos), o que la persona que, apretaba el timbre de una casa de la calle Cochabamba al mil doscientos franqueara el umbral para salir a un patio de la casa de Menandro en Pompeya. Todo eso era más bien trivial y Buñuel, y a los del Club no se les escapaba su valor de mera incitación o de parábola abierta a otro sentido más hondo y escabroso. Gracias a esos ejercicios de volatinería, semejantísimos a los que vuelven tan vistosos los Evangelios, los Upanishads y otras materias cargadas de trinitrotolueno shamánico, Morelli se daba el guto de seguir fingiendo una literatura que en el fuero interno minaba, contraminaba y escarnecía. De golpe las palabras, toda una lengua, la superestructura de un estilo, una semántica, una psicología y una facticidad se precipitaban a espeluznantes harakiris. ¡Banzai! Hasta nueva orden, o sin garantía alguna: al final había siempre, un hilo tendido más allá, saliéndose del volumen, apuntando a un tal vez, a un a lo mejor, a un quién sabe, que dejaba en suspenso toda visión petrificante de la obra. Y esto que desesperaba a Perico Romero, hombre necesitado de certezas, hacía temblar de delicia a Oliveira, exaltaba la imaiginación de Etienne, de Wong y de Ronald, y obligaba a la Maga a bailar descalza con un alcaucil en cada mano.

A lo largo de discusiones manchadas de calvados y tabaco, Etienne y Oliveira se habían preguntado por qué odiaba Morelli la literatura, y por qué la odiaba desde la literatura misma en vez de repetir el Exeunt de Rimbaud o ejercitar en su temporal izquierdo la notoria eficacia de un Colt 32. Oliveira se inclinaba a creer que Morelli había sospechado la naturaleza demoníaca de toda escritura recreativa (¿y qué literatura no lo era, aunque sólo fuese como excipiente para hacer tragar una gnosis, una praxis o un ethos de los muchos que andaban por ahí o podían inventarse?). Después de sopesar los pasajes más incitantes, había terminado por volverse sensible a un tono especial que teñía la escritura de Morelli. La primera calificación posible de ese tono era el desencanto, pero por debajo se sentía que el desencanto no estaba referido a las circunstancias y acaecimientos que se narraban en el libro, sino a la manera de narrarlos que -Morelli lo había disimulado todo lo posible- revertía en definitiva sobre lo contado. La eliminación del seudo conflicto del fondo y la forma volvía a plantearse en la medida en que el viejo denunciaba, utilizándolo a su modo, el material formal; al dudar de sus herramientas, descalificaba en el mismo acto los trabajos realizados con ellas. Lo que el libro contaba no servía de nada, no era nada, porque estaba mal contado, porque simplemente estaba contado, era literatura. Una vez más se volvía a la irritación del autor contra su escritura y la escritura en general. La paradoja aparente estaba en que Morelli acumulaba episodios imaginados y enfocados en las formas más diversas, procurando asaltarlos y resolverlos con todos los recursos de un escritor dueño de su oficio. No parecía proponerse una teoría, no era nada fuerte para la reflexión intelectual, pero de todo lo que llevaba escrito se desprendía con una eficacia infinitamente más grande que la de cualquier enunciado o cualquier análisis, la corrosión profunda de un mundo denunciado como falso, el ataque por acumulación y no por destrucción, la ironía casi diabólica que podía sospecharse en el éxito de los grandes trozos de bravura, los episodios rigurosamente construidos, la aparente sensación de felicidad literaria que desde hacía años venía haciendo su fama entre los lectores de cuentos y novelas. Un mundo suntuosamente orquestado se resolvía, para los olfatos finos, en la nada; pero el misterio empezaba allí porque al mismo tiempo que se presentía el nihilismo total de la obra, una intuición más demorada podía sospechar que no era ésa la intención de Morelli, que la autodestrucción virtual en cada fragmento del libro era como la búsqueda del metal noble en plena ganga. Aquí había que detenerse, por miedo de equivocar las puertas y pasarse de listo. Las discusiones más feroces de Oliveira y Etienne se armaban a esta altura de su esperanza, porque tenían el pavor de estarse equivocando, de ser un par de perfectos cretinos empecinados en creer que no se puede levantar la torre de Babel para que al final no sirva de nada. La moral de occidente se les aparecía a esa hora como una proxeneta, insinuándoles una a una todas las ilusiones de treinta siglos inevitablemente heredados, asimilados y masticados. Era duro renunciar a creer que una flor puede ser hermosa para la nada; era amargo aceptar que se puede bailar en la oscuridad. Las alusiones de Morelli a la inversión de los signos, a un mundo visto con otras y desde otras dimensiones, como preparación inevitable a una visión más pura (y todo esto en un pasaje resplandecientemente escrito, y a la vez sospechoso de burla, de helada ironía frente al espejo) los exasperaba al tenderles la percha de una casi esperanza, de una justificación, pero negándoles a la vez la seguridad total, manteniéndolos en una ambigüedad insoportable. Si algún consuelo les quedaba era pensar que también Morelli se movía en esa misma ambigüedad, orquestando una obra cuya legítima primera audición debía ser quizá el más absoluto de los silencios. Así avanzaban por las páginas, maldiciendo y fascinados, y la Maga terminaba siempre por enroscarse como un gato en un sillón, cansada de incertidumbres, mirando cómo amanecía sobre los techos de pizarra, a través de todo ese humo que podía caber entre unos ojos y. una ventana cerrada y una noche ardorosamente inútil.