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Pese a todas las facetas despreciables que pueda tener esta forma de existencia, un apartamento comunitario tiene también su aspecto redentor, porque orienta la vida hacia su esencia básica, la despoja de toda ilusión acerca de la naturaleza humana. Por el volumen del pedo, se sabe quién es el ocupante del retrete y se sabe también qué tomó él o ella para cenar o para desayunar. Se conocen los ruidos que hacen en la cama y cuándo tienen las mujeres el período. A menudo es en ti en quien confía el vecino para confesar sus penas y también es él quien avisa a la ambulancia cuando te da una angina de pecho o algo peor. Y será él quien te encuentre muerto un día, sentado en una silla, si vives solo, o viceversa.

¡Cuántos chistes, cuántos consejos médicos o culinarios, cuántas indicaciones sobre productos que pueden encontrarse de pronto en tal o cual tienda se intercambian en la cocina comunitaria, por las noches, mientras las mujeres preparan la cena! Allí es donde se aprenden las cosas esenciales de la vida, cazadas al vuelo, a través del rabillo del ojo… ¡Qué dramas mudos se despliegan cuando una, súbitamente, deja de hablarse con otra! ¡Qué escuela de mímica! ¡Qué honduras de emoción pueden transmitir el envaramiento de una vértebra ofendida o un perfil glacial! ¡Cuántos perfumes, aromas y olores flotan en el aire alrededor de una lágrima amarilla de cien vatios que cuelga de un cordón eléctrico enmarañado como una trenza! Esa cueva pobremente iluminada tiene algo de tribal, algo primordial, evolutivo, si se quiere, mientras los pucheros y peroles cuelgan sobre los fogones de gas como potenciales tam-tams.

6

Si recuerdo este lugar no es por la nostalgia sino porque es en él donde mi madre pasó una cuarta parte de su vida. Las familias raras veces comen fuera de casa; en Rusia, casi nunca. Yo no recuerdo a mi madre ni a mi padre sentados a la mesa de un restaurante o, lo que es lo mismo, en una cafetería. Mi madre era la mejor cocinera que he conocido, a excepción, quizá, de Chester Kallman, pero él disponía de más ingredientes. La recuerdo sobre todo en la cocina, con su delantal, la cara enrojecida y las gafas algo empañadas, apartándome de los fogones mientras yo trataba de pescar algún bocado. El labio superior le brilla por el sudor y sus cabellos cortos, teñidos de color caoba, que de otro modo serían grises, se rizan desordenadamente.

– ¡Vete! -me grita-. ¡Vaya impaciencia!

Ya no la volveré a oír nunca más.

Ni tampoco veré que se abre la puerta (¿cómo se las arreglaba para abrirla llevando una cacerola con las dos manos o dos enormes pucheros?, ¿quizá apoyándolos en el pomo y aplicando su peso al mismo tiempo para hacerlo girar?) y que ella entra con la comida/cena/té/postre. Mi padre seguiría leyendo el periódico y yo no dejaría el libro a menos que me pidieran que lo hiciera. Ella sabía que toda ayuda que pudiera venir de nosotros llegaría con retraso y, en cualquier caso, sería torpe. Pero los hombres de su casa sabían más de cortesía que lo que demostraban. Incluso cuando tenían hambre.

– ¿Ya vuelves a leer a Dos Passos? -observaba ella mientras ponía la mesa-. ¡A ver cuando lees a Turgueniev!

– ¿Qué quieres? -decía mi padre como un eco, doblando el periódico-. Cuando uno es un haragán…

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¿Cómo es posible que yo me vea a mí en ese escenario? Y sin embargo es así: me veo tan claramente como los veo a ellos. Vuelvo a decir que no es nostalgia de mi juventud, de mi país, no, sino que es probable que, puesto que ahora han muerto, vea su vida tal como era entonces y entonces en su vida estaba yo. Esto es lo que también ellos recordarían de mí, a menos que posean ahora el don de la omnisciencia y me estén observando en este momento, sentado en la cocina del apartamento que he alquilado a mi escuela, escribiendo todo esto en una lengua que ellos no entendían, aunque ahora quizá sean panglot. Ésta es su única posibilidad de verme a mí y de ver América. Y para mí es la única forma de verlos a ellos y de ver nuestra habitación.

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El techo de nuestra habitación tenía más de cuatro metros de altura y estaba ornamentado con la misma decoración de yeso estilo morisco que, combinada con las grietas y manchas de las tuberías que de vez en cuando estallaban en el piso de arriba, lo habían transformado en el mapa detallado de alguna superpotencia o archipiélago inexistentes. Había tres grandes ventanas arqueadas a través de las cuales lo único que veíamos era el instituto del otro lado de la calle, de no ser por la ventana central, que hacía también las veces de puerta para acceder al balcón. Desde aquel balcón se divisaba la calle en toda su longitud y su perspectiva impecable, típicamente petersburguesa, quedaba rematada por la silueta de la cúpula de la iglesia de san Panteleimón o -si uno miraba a la derecha- por la gran plaza en cuyo centro se erguía la catedral del Salvador del Batallón de la Transfiguración de Su Majestad Imperial.

En la época en que nos.trasladamos a vivir a aquella maravilla morisca, la calle ya llevaba el nombre de Pestel, el líder de los decembristas que murió ejecutado. En sus orígenes, sin embargo, había llevado el nombre de la iglesia que se levantaba en su extremo más alejado y se había llamado Panteleimo-novskaya. Allí, en su extremo más lejano, la calle rodeaba la iglesia y se dirigía hacia el río Fontanka, atravesaba el puente de la Policía y conducía al Jardín de Verano. Pushkin vivió en una época en esa parte de la calle y en alguna parte de una carta dirigida a su esposa le dice que «todas las mañanas, en camisón y zapatillas, atravieso el puente y voy a dar una vuelta por el Jardín de Verano. Todo el Jardín de Verano es mi huerta…». Creo que su casa estaba en el número 11, la nuestra en el número 27, al extremo de la calle, donde desembocaba en la plaza de la catedral. Sin embargo, como el edificio se encontraba en la intersección de la calle con la legendaria Perspectiva Liteini, nuestra dirección postal era: Perspectiva Liteini n.° 24, apto. 28. Allí era donde recibíamos nuestra correspondencia y ésta era la dirección que yo escribía en los sobres que enviaba a mis padres. Si la menciono aquí no es porque tenga ninguna importancia especial sino porque es de presumir que mi pluma ya no volverá a escribirla nunca más.

9

Por extraño que parezca, el mobiliario que poseíamos era acorde tanto con el exterior como con el interior del edificio. Desplegaba tal actividad en las curvas y era tan monumental como las molduras de estuco de la fachada o los paneles y pilastras que formaban el relieve de las paredes interiores, con sus madejas de guirnaldas de yeso en las que abundaban geométricos frutos. Tanto la decoración exterior como la interior eran de una tonalidad marrón claro como de cacao con leche. Sin embargo, nuestros dos armarios, enormes como catedrales, eran de roble negro barnizado; con todo, pertenecían a la misma época, que era la del cambio de siglo, al igual que el propio edificio. Posiblemente esto fue lo que predispuso favorablemente a los vecinos desde el principio en relación con nosotros, aunque el hecho demostrara imprudencia por su parte. Y éste fue, quizá, el motivo también de que, apenas después de un año de vivir en el edificio, nos diera la impresión de que siempre habíamos vivido en él. La sensación de que los armarios habían encontrado su ambiente natural -o viceversa-, nos hizo creer que también nosotros estábamos dónde nos correspondía estar y que ya no íbamos a movernos nunca más de allí.

Aquellos grandes armarios de casi tres metros de altura, compuestos de dos pisos (habría sido preciso desmontar la cornisa de la parte superior del mueble separándola de la inferior, con sus patas de elefante, para cambiarlos de sitio), cobijaban casi todo lo que nuestra familia había ido acumulando en el curso de su existencia. La función que en otras casas cubre el desván o el sótano, corría a cargo de los armarios en la nuestra: las diferentes cámaras fotográficas de mi padre, toda la parafernalia necesaria para revelar y copiar, las mismas fotografías, platos, porcelana, ropa blanca, manteles, cajas de zapatos con los zapatos dentro -demasiado pequeños entonces para mi padre y todavía grandes para mí-, herramientas, baterías, sus viejas blusas de los tiempos de la Marina, prismáticos, álbumes familiares, suplementos ilustrados amarillentos por el paso del tiempo, sombreros y pañuelos de mi madre, unas cuantas navajas de afeitar de plata de Solingen, linternas ya fuera de uso, las condecoraciones militares de mi padre, kimonos abigarrados de mi madre, la correspondencia mutua de los dos, gemelos de teatro, abanicos y otras reliquias…, todo estaba almacenado en las cavernosas profundidades de aquellos armarios que, cuando alguien abría una de sus puertas, despedían un aroma de bolas de naftalina, para proteger el interior contra la polilla, de cuero viejo y de polvo. Sobre el estante de más abajo, como si descansaran en una repisa de chimenea, había dos botellas de cristal que contenían licores, además de una pieza de porcelana vidriada que representaba a dos pescadores chinos borrachos que llevaban a rastras su botín de pescado. Mi madre les sacaba el polvo de encima dos veces por semana.