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Y, sin embargo, amor era pese a todo, perpetuado por el lenguaje, olvidando -puesto que el idioma era el inglés- el género, e intensificado por una honda agonía, porque también la agonía puede, al final, tener que ser articulada. El lenguaje, después de todo, es consciente por definición, y desea conocer el quid de cada nueva situación. Al contemplar la fotografía tomada por Rollie McKenna, me complació que la cara que había en ella no revelara ni neurosis ni cualquier otra clase de tensión; que fuese pálida y ordinaria, sin expresar, pero en cambio absorbiendo, todo lo que estaba sucediendo frente a sus ojos. Qué maravilloso sería, pensé, tener aquellas facciones, y traté de remedar la mueca ante el espejo. Fracasé, desde luego, pero ya sabía que fracasaría, porque semejante cara estaba destinada a ser única en su especie. No había necesidad de imitarla, pues ya existía en el mundo, y de algún modo el mundo me parecía más digerible porque en alguna parte de él se encontraba esa cara.

Extraña cosa son las caras de los poetas. En teoría, el aspecto de los autores no debiera tener importancia para sus lectores; leer no es una actividad narcisista, ni tampoco lo es escribir, y, no obstante, apenas a uno le agradan suficientemente los versos de un poeta, empieza a preguntarse cuál debe ser la apariencia del escritor. Probablemente, esto tenga algo que ver con la sospecha que abrigamos de que admirar una obra de arte es reconocer la verdad, o el grado de la misma que el arte expresa.

Inseguros por naturaleza, queremos ver al artista, al que identificamos con su obra, a fin de que la próxima vez podamos saber cuál es, en realidad, el aspecto de la verdad. Sólo los autores de la antigüedad escapan a este escrutinio, y por esto, en parte, se les considera como clásicos, y sus generalizadas facciones de mármol, que llenan hornacinas en las bibliotecas, guardan una relación directa con el significado arquetípico absoluto de su obra. Pero cuando uno lee

…To visit

The grave of a friend, to make an ugly scene,

To count the loves one has grown out of,

Is not nice, but to chirp like a tearless bird,

As though no one dies in particular

And gossip were never true, unthinkable…

«… Visitar / la tumba de un amigo, hacer una fea escena, / contar los amores que uno ha dejado atrás, / no es agradable, pero gorjear como pájaro sin lágrimas, / como si nadie muriera en particular / y los chismes nunca fueran ciertos, es impensable…»

empieza a sentir que detrás de estos versos no hay un autor de carne y hueso, rubio, moreno, pálido, bronceado, arrugado o de lisas mejillas, sino la propia vida, y eso uno querría encontrarlo, con eso uno querría hallarse en una proximidad humana. Tras este deseo no hay vanidad, sino una cierta física humana que atrae una pequeña partícula hacia un gran imán, aunque uno pueda acabar haciendo eco al propio Auden: «He conocido a tres grandes poetas, cada uno de ellos un verdadero hijo de mala madre». Yo: «¿Quiénes?». El: «Yeats, Frost y Bert Brecht». (Pero con respecto a Brecht se equivocaba: Brecht no era un gran poeta.)

4

El 6 de junio de 1972, unas cuarenta y ocho horas después de abandonar Rusia tras recibir una orden perentoria al efecto, me encontraba con mi amigo Cari Proffer, profesor de literatura rusa en la Universidad de Michigan (había volado hasta Viena para recibirme), ante la casa veraniega de Auden en el pueblecillo de Kirchstetten, explicando a su propietario las razones de nuestra presencia. Este encuentro estuvo en un tris de no tener lugar.

Hay tres Kirchstetten en el norte de Austria, y habíamos pasado ya por los tres y nos disponíamos a dar media vuelta cuando el coche enfiló un tranquilo y estrecho camino rural y vimos una flecha de madera con el rótulo «Audenstrasse». Lo llamaban anteriormente (si la memoria no me engaña) «Hinterholz», porque por detrás de los bosques el camino conducía al cementerio local. Probablemente, el hecho de rebautizarlo tenía tanto que ver con el deseo de los habitantes de librarse de ese memento mori, como con su respeto por el gran poeta que vivía entre ellos. El poeta contemplaba la situación con una mezcla de orgullo y de embarazo. Sin embargo, mostraba un sentimiento más claro respecto al párroco local, cuyo nombre era Schicklgruber, pues Auden no podía resistir el placer de dirigirse a él como «Padre Schicklgruber».

De todo esto me enteraría más tarde. Entretanto, Cari Proffer trataba de explicar los motivos de nuestra presencia allí a un hombre corpulento y sudoroso, con una camisa roja y unos tirantes anchos, la chaqueta al brazo y un montón de libros bajo ella. El hombre acababa de llegar en tren desde Viena y, tras haber ascendido por la colina, respiraba trabajosamente y no se mostraba proclive a la conversación. Estábamos a punto de darnos por vencidos cuando de pronto captó lo que Cari Proffer estaba diciendo, gritó: «¡Imposible!», y nos invitó a entrar en la casa. Era Wystan Auden, y esto ocurría menos de dos años antes de que muriese.

Permítaseme tratar de aclarar cómo llegó a producirse todo esto. En 1969, George L. Kline, profesor de filosofía en Bryn Mawr, me había visitado en Leningrado. El profesor Kline estaba traduciendo mis poemas al inglés para la edición de Penguin y, mientras repasábamos el contenido del futuro libro, me preguntó quién preferiría yo, idealmente, que escribiera la introducción. Sugerí a Auden…, porque Inglaterra y Auden eran entonces sinónimos para mí. Pero en aquel entonces la perspectiva de que mi libro llegara a publicarse en Inglaterra era de lo más irreal. Lo único que impartía una semejanza de realidad a esta aventura era su flagrante ilegalidad bajo la ley soviética.

De todas maneras, la cosa se puso en marcha, Auden recibió el manuscrito para que lo leyera y le gustó lo bastante como para escribir una introducción. Por tanto, cuando llegué a Viena yo llevaba conmigo las señas de Auden en Kirchstetten Rememorando las conversaciones que sostuvimos durante las tres semanas subsiguientes en Austria y más tarde en Londres y en Oxford, oigo su voz más que la mía, aunque debo reconocer que le acosé implacablemente a preguntas sobre el tema de la poesía contemporánea, en especial acerca de los propios poetas. No obstante, esto era bastante comprensible, porque la única frase en inglés en la que tenía la seguridad de no cometer ningún error, era la de: «Mr. Auden, ¿qué opina usted acerca de…?», y a continuación el nombre.

Y tal vez fuera esto lo conveniente, pues ¿qué podía decirle yo que él no supiera ya por un conducto o por otro? Hubiera podido explicarle, por supuesto, que había traducido al ruso varios poemas suyos y los había entregado a una revista de Moscú, pero aquel año resultó ser 1968, los soviéticos invadieron Checoslovaquia, y una noche la BBC emitió su «El Ogro hace lo que los ogros pueden hacer…» y esto fue el final de esa aventura. (Tal vez esta historia me hubiera dejado en buen lugar ante él, pero por otra parte yo no tenía una opinión muy halagüeña acerca de esas traducciones.) ¿Que nunca había leído una buena traducción de su obra en cualquier idioma del que yo tuviera alguna idea? Esto ya lo sabía él, acaso demasiado. ¿Que me entusiasmó enterarme un día de su devoción por la tríada Kierkegaardiana, que también para muchos de nosotros era la clave de la especie humana? Pero me preocupaba pensar que no sería capaz de articularla.

Era mejor escuchar. Por ser yo ruso, él se extendería sobre escritores rusos. «No me agradaría vivir con Dostoievski bajo un mismo techo», declararía. O bien: «El mejor escritor ruso es Chejov». «¿Por qué?» «Es el único de su gente que tenía sentido común.» O me preguntaría acerca de la cuestión que más parecía intrigarle referente a mi patria: «Me dijeron que los rusos siempre roban los limpiaparabrisas de los coches aparcados. ¿Por qué?». Pero mi respuesta-porque no había piezas de recambio- no le satisfizo; era evidente que él pensaba en una razón más inescrutable y, por haberle leído, casi empecé a ver una por mi cuenta. Después se ofreció para traducir algunos de mis poemas, cosa que me impresionó considerablemente. ¿Quién era yo para ser traducido por Auden? Sabía que, gracias a sus traducciones, algunos de mis compatriotas habían obtenido más provecho del que sus versos merecían, y sin embargo, por alguna razón, no podía permitirme el pensamiento de él trabajando para mí. Por lo tanto, dije: «Mr. Auden, ¿qué opina usted acerca de… Robert Lowell?». «No me gustan los hombres -fue la respuesta- que dejan tras de sí una senda humeante de mujeres llorosas.»