El ojo adquiere en esta ciudad una autonomía similar a la de la lágrima. La única diferencia es que no se separa del cuerpo, sino que lo subordina totalmente. Pasado un tiempo -al tercero o cuarto día aquí-, el cuerpo empieza a considerarse a sí mismo tan sólo como el portador del ojo, como una especie de submarino a su periscopio ora dilatado, ora estrábico. De más está decir que, pese a todos sus objetivos, se perjudica invariablemente a sí mismo con sus explosiones: es nuestro corazón, nuestra mente, lo que se hunde. Ello, por supuesto, se debe a la topografía local, a las calles -estrechas, sinuosas como anguilas- que finalmente llevan al encuentro de un campo con una catedral en medio, recubierta de santos y haciendo gala de sus cúpulas como medusas. No importa el motivo por el que uno crea salir de casa aquí, tiene que perderse en esos largos, espiralados callejones y pasajes que seducen la mirada y la llevan a perderse en ellos, a seguirlos hasta su elusivo final, que generalmente da al agua, de modo que nunca se los puede llamar cul-de-sac. En el mapa, esta ciudad tiene el aspecto de dos grandes pescados asados compartiendo una fuente, o quizás el de dos pinzas de langosta casi solapadas (Pasternak lo comparó con el de un croissant hinchado); pero no tiene norte, sur, este ni oeste; la única dirección que se puede seguir en ella es hacia los lados. Uno se siente rodeado de algas heladas, y cuanto más ansioso se pone tratando de orientarse, más se pierde. Las flechas amarillas de las intersecciones no sirven tampoco de gran cosa, porque también se tuercen. En realidad, contribuyen a la proliferación de las algas. Y en la elocuente y ondeante mano del nativo al que se detiene para preguntar por una dirección, el ojo, olvidando su balbuceante A destra, a sinistra, dritto, dritto, distingue fácilmente un pez.

Una red atrapada por algas heladas puede ser una metáfora superior. Dada la escasez de espacio, la gente vive aquí en una proximidad celular, y la existencia evoluciona de acuerdo con la inmanente lógica de la murmuración. El propio imperativo territorial está circunscrito en esta ciudad por el agua; los postigos no impiden tanto el paso de la luz o el ruido (que es mínimo) como de lo que podría emanar del interior. Cuando están abiertos, los postigos parecen alas de ángeles entrometidos en los sórdidos asuntos de alguien y, como las distancias entre las estatuas de las cornisas, la interacción humana adquiere visos de orfebrería o, aún más exactamente, de filigrana. En sitios así, uno llega a ser más sigiloso y estar mejor informado que la policía en las dictaduras. Tan pronto como se traspone el umbral del propio apartamento, especialmente en invierno, se cae en las garras de todos los rumores, conjeturas y fantasías concebibles. Si uno sale en compañía, al día siguiente, en el colmado o el puesto de periódicos, puede tropezar con una mirada de indagación bíblica incomprensible, cabe pensar, en un país católico. Si uno demanda a alguien aquí, o viceversa, debe contratar un abogado de fuera. Un viajero, por supuesto, disfruta de esta clase de cosas; un nativo, no. El que un pintor haga bocetos o un aficionado fotografía, no divierte al ciudadano. No obstante, la insinuación como principio de la planificación urbana (noción que sólo emerge aquí con el beneficio de la posterioridad) es mejor que cualquier red moderna y sintoniza con los canales locales, siguiendo el ejemplo del agua, que, como las habladurías, no tiene fin. En este sentido, el ladrillo es, sin duda, más poderoso que el mármol, aunque ambos sean inexpugnables para el forastero. A pesar de todo, una o dos veces, en estos diecisiete años, logré insinuarme en un sacro interior veneciano, en aquel laberinto del otro lado del azogue que Régnier describía en Fiestas provinciales. Ocurrió por un camino tan indirecto que ya ni siquiera recuerdo los detalles, porque no alcanzo a visualizar todas aquellas vueltas y revueltas que me llevaron a entrar al laberinto entonces. Alguien le dijo algo a alguien, mientras otro personaje, del que no se suponía que estuviese allí, telefoneaba a un cuarto, de resultas de lo cual fui invitado una noche a una fiesta dada por el enésimo en su palazzo.

El palazzo no había llegado a ser propiedad del enésimo hasta hacía poco, al cabo de casi tres siglos de batallas legales libradas por varias ramas de una familia que había dado al mundo un par de almirantes venecianos. Como correspondía a tal dato, dos enormes fanales de popa, espléndidamente tallados, se divisaban en la bodega, de dos plantas de altura, del patio del palazzo, que estaba lleno de toda clase de avíos navales, de épocas que iban del Renacimiento a nuestros días. El enésimo en persona, el último de la estirpe, tras décadas y décadas de espera, lo había conseguido finalmente, para gran consternación de los demás -al parecer numerosos- miembros de la familia. No era un hombre de mar; tenía algo de dramaturgo y algo de pintor. Inicialmente, sin embargo, lo más evidente en ese cuarentón -una criatura delgada y baja, con un traje gris de botonadura cruzada de muy buen corte- era que estaba bastante enfermo. Su piel se veía amarilla y reseca, como la de quien ha pasado una hepatitis -si bien quizá tuviese una úlcera-. No tomó más que consomé y hortalizas hervidas mientras sus huéspedes se hartaban en lo que cabría considerar un capítulo separado, si no un libro.

De modo que la fiesta se daba para celebrar el acceso del enésimo a la propiedad, así como también el lanzamiento de la empresa editorial en la que se proponía introducir libros sobre arte veneciano. Ya estaba en lo mejor cuando nosotros tres -un colega, su hijo y yo- llegamos. Había muchísima gente: luminarias locales y vagamente internacionales, políticos, nobles, figuras del teatro, barbas y plastrones, señoras de diversos niveles de extravagancia, una estrella del ciclismo, profesores americanos. También, una pandilla de rientes y ágiles jóvenes homosexuales, inevitables en las ocasiones en que tiene lugar algo levemente espectacular. Los presidía una reina inquieta y malévola, de mediana edad, muy rubia, de ojos muy azules, muy borracha: el mayordomo de la finca, cuyos días en ella habían terminado y que, por lo tanto, detestaba a todo el mundo. Con razón, debería añadir, dadas sus perspectivas.

Mientras ellos hacían un jaleo considerable, el enésimo, con gran gentileza, se ofreció para mostrarnos a los tres el resto de la casa. Aceptamos de buena gana y subimos en un pequeño ascensor. Cuando salimos de la cabina, dejamos atrás, o, más exactamente, encima, el siglo XX, el XIX y buena parte del XVIII: como sedimento en el fondo de un pozo estrecho.

Nos encontramos en una larga galería, pobremente iluminada, con un cielo raso convexo plagado deputti. De todos modos, ninguna luz hubiese ayudado, puesto que las paredes estaban cubiertas por grandes cuadros al óleo, pardos, que iban de techo a suelo, definidamente concebidos para ese espacio y separados por bustos y pilastras de mármol escasamente discernibles. Las pinturas representaban, por lo que se alcanzaba a ver, batallas navales y terrestres, ceremonias, escenas de la mitología; el color más ligero era el burdeos. Era una mina de pesado pórfido en estado de abandono, en estado de perpetuo atardecer, con los óleos oscureciendo sus minerales; el silencio era verdaderamente geológico. No se podía preguntar ¿qué es esto?, ¿de quién es esta obra?, debido a la incongruencia de una voz, perteneciente a un organismo posterior y obviamente irrelevante, en aquel sitio. La experiencia semejaba la de un viaje submarino: éramos como un cardumen que pasara a través de un galeón hundido, cargado de tesoros, pero no abríamos la boca para que el agua no se precipitara en ella.

En el extremo más alejado de la galería, nuestro anfitrión giró de pronto a la derecha y entramos tras él en una habitación que parecía ser un cruce entre la biblioteca y el estudio de un caballero del siglo XVIII. A juzgar por los libros que se veían detrás de la rejilla del armario de madera rojo, del tamaño de un guardarropa, el siglo del caballero bien podía haber sido el XVI. Había alrededor de sesenta gruesos, blancos volúmenes con cubiertas de pergamino, desde Esopo hasta Zenón: lo estrictamente necesario para un caballero; más, lo hubiesen convertido en un pensador, con desastrosas consecuencias, tanto para sus maneras como para su estado. Por lo demás, la habitación estaba casi desnuda. La luz no era mucho mejor que en la galería; permitía ver un escritorio y un gran globo terráqueo descolorido. Entonces nuestro anfitrión giró un tirador y vi su silueta recortada en el marco de una puerta que se abría a una larga serie de puertas iguales. Miré y me recorrió un escalofrío: parecía un vicioso, viscoso infinito. Tomé aire y me interné en él.