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Fue así como se publicó mi primera nota en la página editorial de El Heraldo de Barranquilla el 5 de enero de 1950. No quise firmarla con mi nombre para curarme en salud por si no lograba encontrarle el paso como había ocurrido en El Universal. El seudónimo no lo pensé dos veces: Septimus, tomado de Septimus Warren Smith, el personaje alucinado de Virginia Woolf en La señora Dalloway. El título de la columna -«La Jirafa»- era el sobrenombre confidencial con que sólo yo conocía a mi pareja única en los bailes de Sucre.

Me pareció que las brisas de enero soplaban más que nunca aquel año, y apenas se podía andar contra ellas en las calles castigadas hasta el amanecer. Los temas de conversación al levantarse eran los estragos de los vientos locos durante la noche, que arrastraban consigo sueños y gallineros y convertían en guillotinas voladoras las láminas de cinc de los techos.

Hoy pienso que aquellas brisas locas barrieron los rastrojos de un pasado estéril y me abrieron las puertas de una nueva vida. Mi relación con el grupo dejó de ser de complacencias y se convirtió en una complicidad profesional. Al principio comentábamos los temas en proyecto o intercambiábamos observaciones nada doctorales pero de no olvidar. La definitiva para mí fue la de una mañana en que entré en el café Japy cuando Germán Vargas estaba acabando de leer en silencio «La Jirafa» recortada del periódico del día. Los otros del grupo esperaban su veredicto en torno de la mesa con una especie de terror reverencial que hacía más denso el humo de la sala. Al terminar, sin mirarme siquiera, Germán la rompió en pedacitos sin decir una sola palabra y los revolvió entre la basura de colillas y fósforos quemados del cenicero. Nadie dijo nada, ni el humor de la mesa cambió, ni se comentó el episodio en ningún momento. Pero la lección me sirve todavía cuando me asalta por pereza o por prisa la tentación de escribir un párrafo por salir del paso.

En el hotel de lance donde viví casi un año, los propietarios terminaron por tratarme como a un miembro de la familia. Mi único patrimonio de entonces eran las sandalias históricas y dos mudas de ropa que lavaba en la ducha, y la carpeta de piel que me robé en el salón de té más respingado de Bogotá en los tumultos del 9 de abril. La llevaba conmigo a todas partes con los originales de lo que estuviera escribiendo, que era lo único que tenía para perder. No me habría arriesgado a dejarla ni bajo siete llaves en la caja blindada de un banco. La única persona a quien se la había confiado en mis primeras noches fue al sigiloso Lácides, el portero del hotel, que me la aceptó en garantía por el precio del cuarto. Les dio una pasada intensa a las tiras de papel escritas a máquina y enmarañadas de enmiendas, y la guardó en la gaveta del mostrador. La rescaté el día siguiente a la hora prometida y seguí cumpliendo con mis pagos con tanto rigor que me la recibía en prenda hasta por tres noches. Llegó a ser un acuerdo tan serio que algunas veces se la dejaba en el mostrador sin decirle más que las buenas noches, y yo mismo cogía la llave en el tablero y subía a mi cuarto.

Germán vivía pendiente a toda hora de mis carencias, hasta el punto de saber si no tenía dónde dormir y me daba a hurtadillas el peso y medio para la cama. Nunca supe cómo lo sabía. Gracias a mi buena conducta me hice a la confianza del personal del hotel, hasta el punto de que las putitas me prestaban para la ducha su jabón personal. En el puesto de mando, con sus tetas siderales y su cráneo de calabaza, presidía la vida su dueña y señora, Catalina la Grande. Su machucante de planta, el mulato Jonás San Vicente, había sido un trompetista de lujo hasta que le desbarataron la dentadura orificada en un asalto para robarle los casquetes. Maltrecho y sin fuelle para soplar tuvo que cambiar de oficio, y no podía conseguir otro mejor para su tranca de seis pulgadas que la cama de oro de Catalina la Grande. También ella tenía su tesoro íntimo que le sirvió para trepar en dos años desde las madrugadas miserables del muelle fluvial hasta su trono de mamasanta mayor. Tuve la suerte de conocer el ingenio y la mano suelta de ambos para hacer felices a sus amigos. Pero nunca entendieron por qué tantas veces no tenía el peso y medio para dormir, y sin embargo pasaban a recogerme gentes de mucho mundo en limusinas oficiales.

Otro paso feliz de aquellos días fue que terminé de copiloto único del Mono Guerra, un taxista tan rubio que parecía albino, y tan inteligente y simpático que lo habían elegido concejal honorario sin hacer campaña. Sus madrugadas en el barrio chino parecían de cine, porque él mismo se encargaba de enriquecerlas -y a veces enloquecerlas- con desplantes inspirados. Me avisaba cuando tenía alguna noche sin prisa, y la pasábamos juntos en el descalabrado barrio chino, donde nuestros padres y los padres de sus padres aprendieron a hacernos.

Nunca pude descubrir por qué, en medio de una vida tan sencilla, me hundí de pronto en un desgano imprevisto. Mi novela en curso -La casa-, a unos seis meses de haberla empezado, me pareció una farsa desangelada. Más era lo que hablaba de ella que lo que escribía, y en realidad lo poco coherente que tuve fueron los fragmentos que antes y después publiqué en «La Jirafa» y en Crónica cuando me quedaba sin tema. En la soledad de los fines de semana, cuando los otros se refugiaban en sus casas, me quedaba más solo que la mano izquierda en la ciudad desocupada. Era de una pobreza absoluta y de una timidez de codorniz, que trataba de contrarrestar con una altanería insoportable y una franqueza brutal. Sentía que sobraba en todas partes y aun algunos conocidos me lo hacían notar. Esto era más crítico en la sala de redacción de El Heraldo, donde escribía hasta diez horas continuas en un rincón apartado sin alternar con nadie, envuelto en la humareda de los cigarrillos bastos que fumaba sin pausas en una soledad sin alivio. Lo hacía a toda prisa, muchas veces hasta el amanecer, y en tiras de papel de imprenta que llevaba a todas partes en la carpeta de cuero.

En uno de los tantos descuidos de aquellos días la olvidé en un taxi, y lo entendí sin amarguras como una trastada más de mi mala suerte. No hice ningún esfuerzo por recuperarla, pero Alfonso Fuenmayor, alarmado por mi negligencia, redactó y publicó una nota al final de mi sección: «El último sábado se quedó olvidada una papelera en un automóvil de servicio público. En vista de que el dueño de esa papelera y el autor de esta sección son, coincidencialmente, una misma persona, ambos agradeceríamos a quien la tenga se sirva comunicarse con cualquiera de los dos. La papelera no contiene en absoluto objetos de valor: solamente «jirafas» inéditas». Dos días después alguien dejó mis borradores en la portería de El Heraldo, pero sin la carpeta, y con tres errores de ortografía corregidos con muy buena letra en tinta verde.

El sueldo diario me alcanzaba justo para pagar el cuarto, pero lo que menos me importaba en aquellos días era el abismo de la pobreza. Las muchas veces en que no pude pagarlo me iba a leer en el café Roma como lo que era en realidad: un solitario al garete en la noche del paseo Bolívar. A cualquier conocido le hacía un saludo de lejos, si es que me dignaba mirarlo, y seguía de largo hasta mi reservado habitual, donde muchas veces leí hasta que me espantaba el sol. Pues aun entonces seguía siendo un lector insaciable sin ninguna formación sistemática. Sobre todo de poesía, aun de la mala, pues en los peores ánimos estuve convencido de que la mala poesía conduce tarde o temprano a la buena.

En mis notas de «La Jirafa» me mostraba muy sensible a la cultura popular, al contrario de mis cuentos que más bien parecían acertijos kafkianos escritos por alguien que no sabía en qué país vivía. Sin embargo, la verdad de mi alma era que el drama de Colombia me llegaba como un eco remoto y sólo me conmovía cuando se desbordaba en ríos de sangre. Encendía un cigarrillo sin terminar el anterior, aspiraba el humo con las ansias de vida con que los asmáticos se beben el aire, y las tres cajetillas que consumía en un día se me notaban en las uñas y en una tos de perro viejo que perturbó mi juventud. En fin, era tímido y triste, como buen caribe, y tan celoso de mi intimidad que cualquier pregunta sobre ella la contestaba con un desplante retórico. Estaba convencido de que mi mala suerte era congénita y sin remedio, sobre todo con las mujeres y el dinero, pero no me importaba, pues creía que la buena suerte no me hacía falta para escribir bien. No me interesaban la gloria, ni la plata, ni la vejez, porque estaba seguro de que iba a morir muy joven y en la calle.