– Y se limpió el sudor con el trapo. Dijo:- La mala vida te está embruteciendo.
Pero ahora la mujer había cambiado de expresión. «Entonces no», dijo. Y volvió a mirarlo a los ojos, con un extraño esplendor en la mirada, a un tiempo acongojada y desafiante:
– Entonces, no estás celoso.
– En cierto modo, sí -dijo José-. Pero no es como tú dices.
Se aflojó el cuello y siguió limpiándose, secándose la garganta con el trapo.
– ¿Entonces? -dijo la mujer.
– Lo que pasa es que te quiero tanto que no me gusta que hagas eso -dijo José.
– ¿Qué? -dijo la mujer.
– Eso de irte con un hombre distinto todos los días -dijo José.
– ¿Es verdad que lo matarías para que no se fuera conmigo? -dijo la mujer.
– Para que no se fuera, no -dijo José-. Lo mataría porque se fue contigo.
– Es lo mismo -dijo la mujer.
La conversación había llegado a densidad excitante. La mujer hablaba en voz baja, suave, fascinada. Tenía la cara casi pegada al rostro saludable y pacífico del hombre, que permanecía inmóvil, como hechizado por el vapor de las palabras.
– Todo eso es verdad -dijo José.
– Entonces -dijo la mujer, y extendió la mano para acariciar el áspero brazo del hombre. Con la otra arrojó la colilla-, ¿tú eres capaz de matar a un hombre?
– Por lo que te dije, sí -dijo José. Y su voz tomó una acentuación casi dramática.
La mujer se echó a reír convulsivamente, con una abierta intención de burla.
– Qué horror, José. Qué horror -dijo, todavía riendo-, José matando a un hombre. ¡Quién hubiera dicho que detrás del señor gordo y santurrón que nunca me cobra, que todos los días me prepara un bistec y que se distrae hablando conmigo hasta cuando encuentro un hombre, hay un asesino! ¡Qué horror, José! ¡Me das miedo!
José estaba confundido. Tal vez sintió un poco de indignación. Tal vez, cuando la mujer se echó a reír, se sintió defraudado.
– Estás borracha, tonta -dijo-. Vete a dormir. Ni siquiera tendrás ganas de comer.
Pero la mujer ahora había dejado de reír y estaba otra vez seria, pensativa, apoyada en el mostrador. Vio alejarse al hombre. Lo vio abrir la nevera y cerrarla otra vez, sin extraer nada de ella. Lo vio moverse después hacia el extremo opuesto del mostrador. Lo vio frotar el vidrio reluciente, como al principio. Entonces la mujer habló de nuevo, con el tono enternecedor y suave de cuando dijo: ¿Es verdad que me quieres, Pepillo?
– José -dijo.
El hombre no la miró.
– ¡José!
– Vete a dormir -dijo José-. Y métete un baño antes de acostarte para que se te serene la borrachera.
– En serio, José -dijo la mujer-. No estoy borracha.
– Entonces te has vuelto bruta -dijo José.
– Ven acá, tengo que hablar contigo -dijo la mujer.
El hombre se acercó tambaleando entre la complacencia y la desconfianza.
– ¡Acércate!
El hombre volvió a pararse frente a la mujer. Ella se inclinó hacia adelante, lo asió fuertemente por el cabello, pero con un gesto de evidente ternura.
– Repíteme lo que me dijiste al principio -dijo.
– ¿Qué? -dijo José. Trataba de mirarla con la cabeza agachada, asido por el cabello.
– Que matarías a un hombre que se acostara conmigo -dijo la mujer.
– Mataría a un hombre que se hubiera acostado contigo, reina. Es verdad -dijo José.
La mujer lo soltó.
– ¿Entonces me defenderías si yo lo matara? -dijo, afirmativamente, empujando con un movimiento de brutal coquetería la enorme cabeza de cerdo de José. El hombre no respondió nada; sonrió.
– Contéstame, José -dijo la mujer-. ¿Me defenderías si yo lo matara?
– Eso depende -dijo José-. Tú sabes que eso no es tan fácil como decirlo.
– A nadie le cree más la policía que a ti -dijo la mujer.
José sonrió, digno, satisfecho. La mujer se inclinó de nuevo hacia él, por encima del mostrador.
– Es verdad, José. Me atrevería a apostar que nunca has dicho una mentira -dijo.
– No se saca nada con eso -dijo José.
– Por lo mismo -dijo la mujer-. La policía lo sabe y te cree cualquier cosa sin preguntártelo dos veces.
José se puso a dar golpecitos en el mostrador, frente a ella, sin saber qué decir. La mujer miró nuevamente hacia la calle. Miró luego el reloj y modificó el tono de la voz, como si tuviera interés en concluir el diálogo antes de que llegaran los primeros parroquianos.
– ¿Por mí dirías una mentira, José? -dijo-. En serio.
Y entonces José se volvió a mirarla, bruscamente, a fondo, como si una idea tremenda se le hubiera agolpado dentro de la cabeza. Una idea que entró por un oído, giró por un momento, vaga, confusa, y salió luego por el otro, dejando apenas un cálido vestigio de pavor.
– ¿En qué lío te has metido, reina? -dijo José. Se inclinó hacia adelante, los brazos otra vez cruzados sobre el mostrador. La mujer sintió el vaho fuerte y un poco amoniacal de su respiración, que se hacía difícil por la presión que ejercía el mostrador contra el estómago del hombre.
– Esto sí es en serio, reina. ¿En qué lío te has metido? -dijo.
La mujer hizo girar la cabeza hacia el otro lado.
– En nada -dijo-. Sólo estaba hablando por entretenerme.
Luego volvió a mirarlo.
– ¿Sabes que quizás no tengas que matar a nadie?
– Nunca he pensado matar a nadie -dijo José desconcertado.
– No, hombre -dijo la mujer-. Digo que a nadie que se acueste conmigo.
– ¡Ah! -dijo José-. Ahora sí que estás hablando claro. Siempre he creído que no tienes necesidad de andar en esa vida. Te apuesto a que si te dejas de eso te doy el bistec más grande todos los días, sin cobrarte nada.
– Gracias, José. Pero no es por eso. Es que ya no podré acostarme con nadie.
– Ya vuelves a enredar las cosas -dijo José. Empezaba a parecer impaciente.
– No enredo nada -dijo la mujer. Se estiró en el asiento y José vio sus senos aplanados y tristes debajo del corpiño.
– Mañana me voy y te prometo que no volveré a molestarte nunca. Te prometo que no volveré a acostarme con nadie.
– ¿Y de dónde te salió esa fiebre? -dijo José.
– Lo resolví hace un rato -dijo la mujer-. Sólo hace un momento que me di cuenta de que eso es una porquería.
José agarró otra vez el trapo y se puso a frotar el vidrio, cerca de ella. Habló sin mirarla. Dijo:
– Claro que como tú lo haces es una porquería. Hace tiempo que debiste darte cuenta.
– Hace tiempo me estaba dando cuenta -dijo la mujer-. Pero sólo hace un rato acabé de convencerme. Les tengo asco a los hombres.
José sonrió. Levantó la cabeza para mirar, todavía sonriendo, pero la vio concentrada, perpleja, hablando, y con los hombros levantados; balanceándose en la silla giratoria, con una expresión taciturna, el rostro dorado por una prematura harina otoñal.
– ¿No te parece que deben dejar tranquila a una mujer que mate a un hombre porque después de haber estado con él siente asco de ése y de todos los que han estado con ella?
– No hay para qué ir tan lejos -dijo José, conmovido, con un hilo de lástima en la voz.
– ¿Y si la mujer le dice al hombre que le tiene asco cuando lo ve vistiéndose, porque se acuerda de que ha estado revolcándose con él toda la tarde y siente que ni el jabón ni el estropajo podrán quitarle su olor?
– Eso pasa, reina -dijo José, ahora un poco indiferente, frotando el mostrador-. No hay necesidad de matarlo. Simplemente dejarlo que se vaya.
Pero la mujer seguía hablando y su voz era una corriente uniforme, suelta, apasionada.
– ¿Y si cuando la mujer le dice que le tiene asco, el hombre deja de vestirse y corre otra vez para donde ella, a besarla otra vez, a…?
– Eso no lo hace ningún hombre decente -dijo José.
– ¿Pero, y si lo hace? -dijo la mujer, con exasperante ansiedad-. ¿Si el hombre no es decente y lo hace y entonces la mujer siente que le tiene tanto asco que se puede morir, y sabe que la única manera de acabar con todo eso es dándole una cuchillada por debajo?