Aprovechó la pausa de la convalecencia para reprenderlo por la pasividad con que esperaba la contestación de la carta. Le recordó que los débiles no entrarían jamás en el reino del amor, que es un reino inclemente y mezquino, y que las mujeres sólo se entregan a los hombres de ánimo resuelto, porque les infunden la seguridad que tanto ansían para enfrentarse a la vida. Florentino Ariza asimiló la lección tal vez más de lo debido. Tránsito Ariza no pudo disimular un sentimiento de orgullo, más concupiscente que maternal, cuando lo vio salir de la mercería con el vestido de paño negro, el sombrero duro y el lazo lírico en el cuello de celuloide, y le preguntó en broma si iba para un entierro. Él contestó con las orejas encendidas: “Es casi lo mismo”. Ella se dio cuenta de que apenas podía respirar de miedo, pero su determinación era invencible. Le hizo las advertencias finales, le echó la bendición, y le prometió muerta de risa otra botella deAgua de Colonia para celebrar juntos la conquista.
Desde que entregó la carta, un mes antes, él había contrariado muchas veces la promesa de no volver al parquecito, pero había tenido buen cuidado de no dejarse ver. Todo seguía igual. La lección de lectura bajo los árboles terminaba hacia las dos de la tarde, cuando la ciudad despertaba de la siesta, y Fermina Daza seguía bordando con la tía hasta que declinaba el calor. Florentino Ariza no esperó a que la tía entrara en la casa, y entonces atravesó la calle con unos trancos marciales que le permitieron sobreponerse al desaliento de las rodillas. Pero no se dirigió a Fermina Daza sino a la tía.
– Hágarne el favor de dejarme solo un momento con la señorita -le dijo-, tengo algo importante que decirle.
– ¡Atrevido! -le dijo la tía-. No hay nada de ella que yo no pueda oír.
– Entonces no se lo digo -dijo él-, pero le advierto que usted será la responsable de lo que suceda.
No era ese el modo que Escolástica Daza esperaba del novio ideal, pero se levantó asustada, porque tuvo por primera vez la impresión sobrecogedora de que Florentino Ariza estaba hablando por inspiración del Espíritu Santo. Así que entró en la casa para cambiar de agujas, y dejó solos a los dos jóvenes bajo los almendros del portal.
En realidad, era muy poco lo que sabía Fermina Daza de aquel pretendiente taciturno que había aparecido en su vida como una golondrina de invierno, y del cual no hubiera conocido ni siquiera el nombre de no haber sido por la firma de la carta. Había averiguado desde entonces que era el hijo sin padre de una soltera laboriosa y seria, pero marcada sin remedio por el estigma de fuego de un único extravío juvenil. Se había enterado de que no era mensajero del telégrafo, como ella suponía, sino un asistente bien calificado con un futuro promisorio, y pensó que había llevado el telegrama a su padre sólo como un pretexto para verla a ella. Esa suposición la conmovió. También sabía que era uno de los músicos del coro, y aunque nunca se había atrevido a levantar la vista para comprobarlo durante la misa, un domingo tuvo la revelación de que mientras los otros instrumentos tocaban para todos, el violín tocaba sólo para ella. No era el tipo de hombre que hubiera escogido. Sus espejuelos de expósito, su atuendo clerical, sus recursos misteriosos le habían suscitado una curiosidad difícil de resistir, pero nunca había imaginado que la curiosidad fuera otra de las tantas celadas del amor.
Ella misma no se explicaba por qué había aceptado la carta. No se lo reprochaba, pero el compromiso cada vez más apremiante de dar una respuesta se le había convertido en un estorbo para vivir. Cada palabra de su padre, cada mirada casual, sus gestos más triviales le parecían sembrados de trampas para descubrir su secreto. Era tal su estado de alarma, que evitaba hablar en la mesa por temor de que un descuido pudiera delatarla, y se volvió evasiva hasta con la tía Escolástica, a pesar de que ésta compartía su ansiedad reprimida como si fuera propia. Se encerraba en el baño a cualquier hora, sin necesidad, y volvía a leer la carta tratando de descubrir un código secreto, una fórmula mágica escondida en alguna de las trescientas catorce letras de sus cincuenta y ocho palabras, con la esperanza de que dijeran más de lo que decían. Pero no encontró nada más de lo que había entendido en la primera lectura, cuando corrió a encerrarse en el baño con el corazón enloquecido, y desgarró el sobre con la ilusión de que fuera una carta abundante y febril, y sólo se encontró con un billete perfumado cuya determinación la asustó.
Al principio no había pensado en serio que estuviera obligada a dar una respuesta, pero la carta era tan explícita que no había modo de sortearla. Mientras tanto, en la tormenta de las dudas, se sorprendió pensando en Florentino Ariza con más frecuencia y más interés de los que quería permitirse, y hasta se preguntaba atribulada por qué no estaba en el parquecito a la hora de siempre, sin recordar que era ella quien le había pedido no volver mientras pensaba la respuesta. Así terminó pensando en él como nunca se hubiera imaginado que se podía pensar en alguien, presintiéndolo donde no estaba, deseándolo donde no podía estar, despertando de pronto con la sensación física de que él la contemplaba en la oscuridad mientras ella dormía, de modo que la tarde en que sintió sus pasos resueltos sobre el reguero de hojas amarillas del parquecito, le costó trabajo creer que no fuera otra burla de su fantasía. Pero cuando él le reclamó la respuesta con una autoridad que no tenía nada que ver con su languidez, ella logró sobreponerse al espanto y trató de evadirse por la verdad: no sabía qué contestarle.
Sin embargo, Florentino Ariza no había salvado un abismo para amedrentarse con los siguientes.
– Si aceptó la carta -le dijo-, es de mala urbanidad no contestarla.
Ese fue el final del laberinto. Fermina Daza dueña de sí misma, se excusó por la demora, y le dio su palabra formal de que tendría una respuesta antes del término de las vacaciones. Cumplió. El último viernes de febrero, tres días antes de la reapertura de los colegios, la tía Escolástica fue a la oficina del telégrafo a preguntar cuánto costaba un telegrama para el pueblo de Piedras de Moler, que ni siquiera figuraba en la lista de servicios, y se dejó atender por Florentino Ariza como si nunca se hubieran visto, pero al salir fingió olvidar en el mostrador un breviario empastado en piel de lagartija dentro del cual había un sobre de papel de lino con viñetas doradas. Trastornado por la dicha, Florentino Ariza pasó el resto de la tarde comiendo rosas y leyendo la carta, repasándola letra por letra una y otra vez y comiendo más rosas cuanto más la leía, y a media noche la había leído tanto y había comido tantas rosas que su madre tuvo que barbearlo como a un ternero para que se tragara una pócima de aceite de ricino.
Fue el año del enamoramiento encarnizado. Ni el uno ni el otro tenían vida para nada distinto de pensar en el otro, para soñar con el otro, para esperar las cartas con tanta ansiedad como las contestaban. Nunca en aquella primavera de delirio, ni en el año siguiente, tuvieron ocasión de comunicarse de viva voz. Más aún: desde que se vieron por primera vez hasta que él le reiteró su determinación medio siglo más tarde, no habían tenido nunca una oportunidad de verse a solas ni de hablar de su amor. Pero en los primeros tres meses no pasó un solo día sin que se escribieran, y en cierta época hasta dos veces diarias, hasta que la tía Escolástica se asustó con la voracidad de la hoguera que ella misma había ayudado a encender.
Después de la primera carta, que llevó a la oficina del telégrafo con un rescoldo de venganza contra su propia suerte, había permitido el intercambio de mensajes casi diarios en encuentros callejeros que parecían casuales, pero no tuvo valor para patrocinar una conversación, por banal y momentánea que fuera. Sin embargo, al cabo de tres meses comprendió que la sobrina no estaba a merced de una ventolera juvenil, como le pareció al principio, y que su propia vida estaba amenazada por aquel incendio de amor. En verdad, Escolástica Daza no tenía otro modo de subsistencia que la caridad del hermano, y sabía que su carácter tiránico no le perdonaría jamás semejante burla a su confianza. Pero a la hora de la decisión final no tuvo corazón para causarle a la sobrina el mismo infortunio irreparable que ella había tenido que pastorear desde la juventud, y le permitió servirse de un recurso que le dejaba una ilusión de inocencia. Fue un método simple: Fermina Daza ponía su carta en algún escondite del recorrido diario entre la casa y el colegio, y en esa misma carta le indicaba a Florentino Ariza dónde esperaba encontrar la respuesta. Florentino Ariza hacía lo mismo. De ese modo, los conflictos de conciencia de la tía Escolástica les fueron transferidos por el resto del año a los bautisterios de las iglesias, los huecos de los árboles, las grietas de las fortalezas coloniales en ruinas. A veces encontraban las cartas empapadas de lluvia sucias de lodo, desgarradas por la adversidad, y algunas se perdieron por motivos diversos, pero siempre encontraron el modo de reanudar el contacto.