Recibió el telegrama como si fuera la continuación de un sueño aciago. Florentino Ariza observó los ojos lívidos con una especie de compasión oficial, observó los dedos inciertos tratando de romper la estampilla, el miedo del corazón que había visto tantas veces en tantos destinatarios que todavía no lograban pensar en los telegramas sin relacionarlos con la muerte. Cuando lo leyó recobró el dominio. Suspiró: “Buenas noticias”. Y le entregó a Florentino Ariza los cinco reales de rigor, dándole a entender con una sonrisa de alivio que no se los habría dado si las noticias hubieran sido malas. Luego lo despidió con un apretón de manos, que no era de uso con un mensajero del telégrafo, y la criada lo acompañó hasta el portón de la calle, no tanto para conducirlo como para vigilarlo. Hicieron el mismo recorrido en sentido contrario por el corredor de arcadas, pero esta vez supo Florentino Ariza que había alguien más en la casa, porque la claridad del patio estaba ocupada por una voz de mujer que repetía una lección de lectura. Al pasar frente al cuarto de coser vio por la ventana a una mujer mayor y a una niña, sentadas en dos sillas muy juntas, y ambas siguiendo la lectura en el mismo libro que la mujer mantenía abierto en el regazo. Le pareció una visión rara: la hija enseñando a leer a la madre. La apreciación era incorrecta sólo en parte, porque la mujer era la tía y no la madre de la niña, aunque la había criado como si lo fuera. La lección no se interrumpió, pero la niña levantó la vista para ver quién pasaba por la ventana, y esa mirada casual fue el origen de un cataclismo de amor que medio siglo después aún no había terminado.
Lo único que Florentino Ariza pudo averiguar de Lorenzo Daza fue que había venido de San Juan de la Ciénaga con la hija única y la hermana soltera poco después de la peste del cólera, y quienes lo vieron desembarcar no dudaron de que venía para quedarse, pues traía todo lo necesario para una casa bien guarnecida. La esposa había muerto cuando la hija era muy niña. La hermana se llamaba Escolástica, tenía cuarenta años y estaba cumpliendo una manda con el hábito de San Francisco cuando salía a la calle, y sólo el cordón en la cintura cuando estaba en casa. La niña tenía trece años y se llamaba igual que la madre muerta: Fermina.
Se suponía que Lorenzo Daza era hombre de recursos porque vivía bien sin oficio conocido, y había comprado con dinero en rama la casa de Los Evangelios, cuya restauración debió costarle por lo menos el doble de los doscientos pesos oro que pagó por ella. La hija estaba estudiando en el colegio de la Presentación de la Santísima Virgen, donde las señoritas de sociedad aprendían desde hacía dos siglos el arte y el oficio de ser esposas diligentes y sumisas. Durante la Colonia y los primeros años de la República sólo recibían a las herederas de apellidos grandes. Pero las viejas familias arruinadas por la independencia tuvieron que someterse a las realidades de los nuevos tiempos, y el colegio abrió sus puertas a todas las aspirantes que pudieran pagarlo, sin preocuparse de sus pergaminos, pero con la condición esencial de que fueran hijas legítimas de matrimonios católicos. De todos modos era un colegio caro, y el hecho de que Fermina Daza estudiara allí era por sí solo un indicio de la situación económica de la familia, aunque no lo fuera de su condición social. Estas noticias alentaron a Florentino Ariza, pues le indicaban que la bella adolescente de ojos almendrados estaba al alcance de sus sueños. Sin embargo, el régimen estricto de su padre se reveló muy pronto como un inconveniente insalvable. Al contrario de las otras alumnas, que iban al colegio en grupos o acompañadas por una criada mayor, Fermina Daza iba siempre con la tía soltera, y su conducta indicaba que no le estaba permitida ninguna distracción.
Fue de ese modo inocente como Florentino Ariza inició su vida sigilosa de cazador solitario. Desde las siete de la mañana se sentaba solo en el escaño menos visible del parquecito, fingiendo leer un libro de versos a la sombra de los almendros, hasta que veía pasar a la doncella imposible con el uniforme de rayas azules, las medias con ligas hasta las rodillas, los botines masculinos de cordones cruzados, y,una sola trenza gruesa con un lazo en el extremo que le colgaba en la espalda hasta la cintura. Caminaba con una altivez natural, la cabeza erguida, la vista inmóvil, el paso rápido, la nariz afilada, con la cartera de los libros apretada con los brazos en cruz contra el pecho, y con un modo de andar de venada que la hacía parecer inmune a la gravedad. A su lado, marcando el paso a duras penas, la tía con el hábito pardo y el cordón
de San Francisco no dejaba el menor resquicio para acercarse. Florentino Ariza las veía pasar de ida y regreso cuatro veces al día, y una vez los domingos a la salida de la misa mayor, y con ver a la niña le bastaba. Poco a poco fue idealizándola, atribuyéndole virtudes improbables, sentimientos imaginarios, y al cabo de dos semanas ya no pensaba más que en ella. Así que decidió mandarle una esquela simple escrita por ambos lados con su preciosa letra de escribano. Pero la tuvo varios días en el bolsillo, pensando cómo entregarla, y mientras lo pensaba escribía varios pliegos más antes de acostarse, de modo que la carta original fue convirtiéndose en un diccionario de requiebros, inspirados en los libros que había aprendido de memoria de tanto leerlos en las esperas del parque.
Buscando el modo de entregar la carta trató de conocer a algunas estudiantes de la Presentación, pero estaban demasiado lejos de su mundo. Además, al cabo de muchas vueltas no le pareció prudente que alguien se enterara de sus pretensiones. Sin embargo, logró saber que Fermina Daza había sido invitada a un baile de sábado unos días después de su llegada, y que el padre no le había permitido asistir con una frase terminante: “Cada cosa se hará a su debido tiempo”. La carta tenía más de sesenta pliegos escritos por ambos lados cuando Florentino Ariza no pudo resistir más la opresión de su secreto, y se abrió sin reservas a su madre, la única persona con quien se permitía algunas confidencias. Tránsito Ariza se conmovió hasta las lágrimas por el candor del hijo en asuntos de amores, y trató de orientarlo con sus luces. Empezó por convencerlo de que no entregara el mamotreto lírico, con el que sólo lograría asustar a la niña de sus sueños, a quien suponía tan verde como él en los negocios del corazón. El primer paso, le dijo, era lograr que ella se diera cuenta de su interés, para que su declaración no la fuera a tomar por sorpresa y tuviera tiempo de pensar.
– Pero sobre todo -le dijo-, a la primera que tienes que conquistar no es a ella sino a la tía.
Ambos consejos eran sabios, sin duda, pero tardíos. En realidad, el día en que Fermina Daza descuidó un instante la lección de lectura que estaba dándole a la tía, y levantó la vista para ver quién pasaba por el corredor, Florentino Ariza la había impresionado por su aura de desamparo. Por la noche, durante la comida, su padre había hablado del telegrama, y fue así como ella supo qué había ido a hacer Florentino Ariza a la casa, y cuál era su oficio. Estas noticias aumentaron su interés, pues para ella, como para tanta gente de la época, el invento del telégrafo tenía algo que ver con la magia. Así que reconoció a Florentino Ariza desde la primera vez que lo vio leyendo bajo los árboles del parquecito, aunque no le dejó ninguna inquietud mientras la tía no la hizo caer en la cuenta de que había estado allí desde hacía varias semanas. Después, cuando lo vieron también los domingos a la salida de misa, la tía acabó de convencerse de que tantos encuentros no podían ser casuales. Dijo: “No será por mí que se toma semejante molestia”. Pues a pesar de su conducta austera y su hábito de penitente, la tía Escolástica Daza tenía un instinto de la vida y una vocación de complicidad que eran sus mejores virtudes, y la sola idea de que un hombre se interesara por la sobrina le causaba una emoción irresistible. Sin embargo, Fermina Daza estaba todavía a salvo hasta de la simple curiosidad del amor, y lo único que le inspiraba Florentino Ariza era un poco de lástima, porque le pareció que estaba enfermo. Pero la tía le dijo que era necesario haber vivido mucho para conocer la índole verdadera de un hombre, y estaba convencida de que aquel que se sentaba en el parque para verlas pasar, sólo podía estar enfermo de amor.