– Círculos, siempre círculos -murmuró.

Dobló el mapa sin ningún cuidado y se lo tendió a Castreau.

– Saque los perros -añadió.

Seis mastines sujetos por correas bajaron del furgón haciendo mucho ruido. Danglard, que no amaba demasiado a estos animales, se mantuvo un poco al margen, con los brazos cruzados, sujetándose los faldones de su amplia chaqueta gris como única protección.

– ¿Hace falta todo esto para la vieja Clémence? -preguntó-. ¿Cómo lo harán los perros? Ni siquiera nos dejó un trozo de ropa para que lo olfateen.

– Tengo lo que necesito -dijo Adamsberg sacando un paquetito del furgón que puso ante el morro de los perros.

– Es carne podrida -dijo Delille arrugando la nariz.

– Huele a muerto -dijo Castreau.

– Es verdad -dijo Adamsberg.

Hizo un breve gesto con la cabeza y ellos tomaron el primer sendero que salía a su derecha. A la cabeza, los perros tiraban de las correas, ladrando. Uno de ellos se había comido el trozo de carne.

– Ese perro es un cabrón -dijo Castreau.

– Esto no me gusta -dijo Danglard-. Nada en absoluto.

– Lo comprendo -dijo Adamsberg.

El bosque hace ruido cuando se camina por él. Ruido de ramas que se rompen, ruido de bichos que huyen, ruido de pájaros, ruido de hombres que resbalan en las hojas, ruido de perros que consiguen que todo eche a volar.

Adamsberg llevaba sus viejos pantalones negros. Caminaba con las manos metidas en el cinturón, la corbata echada al hombro, mudo, atento al menor movimiento de los perros. Pasaron tres cuartos de hora hasta que dos de los perros dejaron al mismo tiempo el sendero, volviéndose bruscamente hacia la izquierda. Allí ya no había una senda practicable. Había que pasar bajo las ramas, rodear los troncos. Los hombres avanzaban lentamente y los perros tiraban de ellos. Una rama volvió como un bumerán a la cara de Danglard. Le hizo daño. El perro que iba en cabeza, el mejor de los perros, el que se llamaba Alarm-Clock y al que llamaban dock a secas, se detuvo al cabo de sesenta metros. Giró sobre sí mismo, ladró levantando la cabeza, luego gimió y se tumbó en el suelo, con la cabeza erguida, satisfecho. Adamsberg se quedó inmóvil, con los dedos ahora apretados en el cinturón. Su mirada recorrió el minúsculo espacio en el que Clock se había tumbado, varios metros cuadrados entre robles y abedules. Con la mano tocó una rama baja que alguien había roto hacía meses. El musgo había crecido en el doblez.

Apretó los labios, como siempre que se emocionaba. Danglard lo había advertido.

– Llame a los demás -dijo Adamsberg.

Luego miró a Declerc, que llevaba la bolsa del material, y le hizo una seña de que podía empezar a trabajar ahí. Danglard observó con aprensión cómo Declerc abría la bolsa, sacaba los picos y las palas, y los distribuía.

Desde hacía una hora se había negado a pensar que buscaban eso. Sin embargo ahora ya no podía negar la evidencia: buscaban eso.

«Un hallazgo, espero», había dicho ayer Adamsberg. La corbata negra. Estaba claro que el comisario no retrocedía ante ningún símbolo, por terrible que fuera.

Inmediatamente, las palas empezaron a hacer mucho ruido, ese ruido espantoso del hierro golpeando las piedras que Danglard había oído muchas veces. El montón de tierra que poco a poco se iba haciendo más grande al lado de la excavación también lo había visto muchas veces. Los hombres sabían cavar con las palas. Lo hacían deprisa, doblando las rodillas.

Adamsberg, que no apartaba los ojos de la fosa, agarró a Declerc por el brazo.

– Ahora háganlo despacio. Caven suavemente. Cambien de herramientas.

Hubo que alejar a los perros. Hacían demasiado ruido.

– Los perros están muy nerviosos -observó Castreau.

Adamsberg movió la cabeza y siguió mirando la fosa fijamente.

Declerc dirigía las operaciones. Ahora quitaba la tierra con una paleta pequeña. Entonces retrocedió de repente, como si le hubieran atacado. Se limpió la nariz con la manga.

– Aquí hay algo -dijo-, una mano. Creo. Creo que es una mano.

Danglard hizo un esfuerzo prodigioso por despegarse del tronco del árbol contra el que se había apoyado y por acercarse a la fosa. Sí, era una mano, una mano terrible.

Un hombre empezó a extraer el brazo, otro la cabeza, otro jirones de tela azul. Danglard sintió vértigo. Retrocedió, buscando con la mano detrás de la espalda el lugar en el que había podido dejar su amable tronco de árbol, su amable roble. Palpó la corteza y se agarró a ella con fuerza, teniendo ante los ojos la imagen vislumbrada de un horrible cadáver, con la piel negra y destrozada.

«Jamás debí venir», pensó cerrando los ojos. En ese instante ni siquiera intentó averiguar de quién podía ser ese cuerpo inmundo, por qué habían ido a buscarlo, dónde estaban y por qué no entendía nada. Todo lo que sabía era que no tenía nada que ver con el hallazgo que pretendía el comisario. El cadáver estaba ahí desde hacía meses. Entonces no era Clémence.

Los hombres trabajaron una hora más en medio de un olor que se iba haciendo cada vez más insoportable. Danglard no se había movido un centímetro del tronco de su acogedor roble. Mantenía la cabeza alta. No se veía más que un trozo de cielo no muy grande, allá arriba entre las copas de los árboles, y aquel rincón del bosque era muy sombrío. Oyó la suave voz de Adamsberg que decía:

– Basta. Hagamos una pausa. Vamos a beber algo.

Echaron las herramientas a un lado y Declerc sacó un litro de coñac de la bolsa.

– No es un coñac muy sofisticado -explicó-, pero nos entonará un poco. Sólo un cubilete para cada uno.

– Está prohibido pero es indispensable -dijo Adamsberg.

El comisario dio unos pasos para llevar un cubilete a Danglard. No dijo «¿Qué tal?» o «¿Un poco mejor?». En realidad no dijo absolutamente nada. Sabía que dentro de media hora se le pasaría un poco y Danglard podría andar. Todo el mundo lo sabía y nadie se metía con él por ello. Cada cual estaba ya bastante ocupado con sus luchas internas en torno a aquella apestosa fosa.

Los nueve hombres se sentaron un poco apartados de la excavación, cerca de Danglard, que permanecía de pie. El médico siguió dando vueltas alrededor de la fosa y fue a reunirse con ellos.

– Entonces, doctor de hombres muertos -preguntó Castreau-, ¿qué significa esto?

– Significa que se trata de una mujer mayor, de sesenta, setenta años… Significa que la mataron hiriéndola en la garganta, hace más de cinco meses. Va a ser muy árido identificarla, muchachos -el médico forense solía decir «muchachos» como si estuviera dándoles clase-. La ropa es corriente, modesta, no os ayudará mucho. Y tengo la impresión de que no encontraremos ningún otro objeto personal en la tumba. No esperen sacar algo de su dentista. Tiene una dentadura sana como ustedes y yo, sin huellas de la menor intervención, por lo que he podido ver. Esto es lo que hay, muchachos. Así que descubrir quién es les va a llevar mucho tiempo.

– Es Clémence Valmont -dijo tranquilamente Adamsberg-, domiciliada en Neuilly-sur-Seine, de sesenta y cuatro años de edad. Quiero otro dedo de coñac, Declerc. Es verdad que es corriente, pero a pesar de todo agradable.

– ¡No! -intervino Danglard, más vivamente de lo que se hubiera podido creer, pero sin moverse del árbol-. No. El médico lo ha dicho, ¡esta mujer está muerta desde hace meses! Y Clémence se fue de la Rué des Patriarches, vivita y coleando, hace un mes. ¿Entonces?

– Pero yo he dicho Clémence Valmont -respondió Adamsberg-, domiciliada en Neuilly-sur-Seine, y no domiciliada en la Rué des Patriarches.

– Entonces, ¿qué? -dijo Castreau-. ¿Hay dos? ¿Dos homónimas? ¿Dos gemelas?

Adamsberg movió la cabeza dando vueltas al coñac en el fondo del cubilete.

– Nunca hubo nada más que una -dijo-. Una Clémence Valmont en Neuilly, asesinada hace cinco o seis meses. Ella -dijo señalando la fosa con un gesto de la barbilla-. Y luego hubo alguien que vivía desde hacía dos meses en casa de Mathilde Forestier, en la Rué des Patriarches, con el nombre prestado de Clémence Valmont. Alguien que había matado a Clémence Valmont.