Charles extendió los dedos hasta la cara de Mathilde y los paseó como un pianista por el teclado. Estaba muy concentrado.

En realidad, sabía perfectamente cómo era la cara de Mathilde. Probablemente había cambiado poco desde los seminarios en los que la había visto. Pero quería tocarla.

Al día siguiente, Adamsberg cogió el volante en dirección a Montargis. Danglard estaba sentado a su lado y Castreau y Delille detrás. El furgón les seguía. De vez en cuando miraba de reojo a Danglard o, en algunos momentos, cuando soltaba el cambio de marchas, posaba la mano un instante en el brazo del inspector. Como para asegurarse de que Danglard seguía ahí, vivo, presente, y fuera fundamental que estuviera.

Mathilde se había despertado temprano y no había tenido valor para seguir a nadie esa mañana. Sin embargo, la víspera se había divertido durante mucho rato con una pareja ilegítima en la Brasserie Barnkrug. Sin duda no se conocían desde hacía mucho tiempo. Pero cuando el hombre se había disculpado en medio de la comida y se había levantado para ir a llamar por teléfono, la chica le había mirado mientras desaparecía, con el ceño fruncido, y luego había echado una parte de las patatas fritas de su compañero en su propio plato. Satisfecha de su botín, lo había devorado sacando la lengua antes de cada bocado. El hombre había vuelto, y Mathilde se había dicho que ella sabía algo fundamental de la chica de lo que su compañero no se enteraría jamás. Sí, se había divertido mucho. Un buen trozo.

Sin embargo, esa mañana, aquel episodio no le decía absolutamente nada. Al final del trozo 1, no había que sorprenderse demasiado. Pensaba que hoy Jean-Baptiste Adamsberg iba a prender a la musaraña, que ella se debatiría silbando, que sería una jornada maldita para la vieja Clémence que tan bien había clasificado sus diapositivas con sus guantes, del mismo modo que tan bien había clasificado sus crímenes. Mathilde se preguntó durante un breve instante si se sentía responsable. Si no hubiera gritado en el Dodin Bouffant, para impresionar a todo el mundo, que sabía cómo encontrar al hombre de los círculos, Clémence no habría ido a vivir a su casa como un parásito y no habría encontrado la ocasión de matar. A continuación se dijo que era tan fantasmagórico degollar a un viejo doctor con el pretexto de que un día había sido tu novio y que el rencor hubiera hecho el resto.

Fantasmagórico. Eso debió decir a Adamsberg. Mathilde se repetía sus propias frases, completamente sola, a media voz, acodada sobre su mesa-acuario. «Adamsberg, ese crimen es fantasmagórico.» Un crimen pasional no se prepara fríamente cincuenta años más tarde, sobre todo con una máquina de guerra tan compleja como la que Clémence había utilizado. ¿Cómo había podido equivocarse Adamsberg hasta ese punto sobre el móvil de la vieja? Había que ser idiota para creer en semejante y tan fantasmagórico móvil. Lo que irritaba a Mathilde era que precisamente tenía a Adamsberg por uno de los tipos más hábiles con los que se había cruzado en su camino. Sin embargo, realmente había algo que no encajaba con el móvil de la vieja Clémence. Esa mujer no tenía rostro. Mathilde se había convencido de que era encantadora para intentar quererla un poco, ayudarla, pero todo lo relacionado con la musaraña la había molestado siempre. Todo, o sea nada: no había cuerpo dentro de su armazón, no había mirada en su cara, no había tonalidad en su voz. Nada en ninguna parte.

Ayer por la noche, Charles había palpado palmo a palmo su cara. Había sido muy agradable, tenía que reconocerlo, esas manos largas rozando tan delicadamente todos los contornos de su cara como si hubiera estado impresa en braille. Tenía la impresión de que le habría gustado tocarla mucho antes, pero ella no había hecho el menor gesto en ese sentido. Al contrario, había hecho café. Un café muy bueno por otra parte. Eso no sustituye a una caricia, por supuesto, pero en cierto sentido, tampoco una caricia sustituye a un excelente café. Mathilde pensó que aquella comparación no tenía sentido, que las caricias y los buenos cafés no eran intercambiables.

«Bueno», suspiró Mathilde en voz alta. Con el dedo siguió un Lepadogaster con dos manchas que nadaba bajo la plancha de cristal. Tenía que alimentar a los peces. ¿Qué iba a hacer con Charles y sus caricias? ¿Acaso habría llegado el momento de regresar al mar? Porque esa mañana no tenía ganas de seguir a nadie. ¿Qué había cosechado en la superficie terrestre en tres meses? Un poli que debería haber sido puta, un ciego más malo que la quina y que sabía acariciar, un bizantinista que dibujaba círculos, una vieja asesina. Una buena cosecha, en el fondo. No tenía por qué quejarse. Debería haber escrito todo eso. Sería más gracioso que escribir sobre los pectorales de los peces.

– Sí, pero ¿qué? -dijo casi gritando y levantándose de un salto-. ¿Escribir qué? ¿Escribir para qué?

Para contar la vida, se respondió.

¡Estupideces! Al menos sobre los pectorales hay algo que contar que nadie sabe. Pero ¿lo demás? Escribir ¿para qué? ¿Para seducir? ¿Es eso? ¿Para seducir a los desconocidos, como si los conocidos no bastaran? ¿Para imaginar que reúnes la quintaesencia del mundo en unas cuantas páginas? ¿Qué quintaesencia realmente? ¿Qué emoción del mundo? ¿Qué decir? Ni siquiera la historia de la vieja musaraña es interesante para ser contada. Escribir es fracasar.

Mathilde volvió a sentarse de un humor sombrío. Pensó que pensaba de una forma deshilvanada. Los pectorales, eso sí que estaba bien.

Sin embargo, a veces resulta deprimente no hablar más que de pectorales, porque a la gente le importan todavía menos que la vieja Clémence.

Mathilde se levantó y echó su pelo negro hacia atrás con las dos manos. Muy bien, concluyó, he tenido un pequeño ataque metafísico, pero se me pasará. Estupideces, volvió a murmurar. Estaría menos triste si Camille no volviera a marcharse esta noche. Se marcha otra vez. Si no hubiera conocido a ese policía itinerante, no se vería obligada a vivir en los más lejanos confines de la tierra. ¿Y escribir eso valdría la pena?

No.

Seguramente había llegado el momento de ir a sumergirse de nuevo en una fosa marina. Y sobre todo, estaba prohibido preguntarse para qué.

¿Para qué?, se preguntó Mathilde inmediatamente.

Para sentirse bien. Para mojarse. Eso. Para mojarse.

Adamsberg conducía deprisa. Danglard veía que no se dirigían a Montargis pero no sabía nada más. Cuanto más avanzaba la carretera, más se contraía la cara del comisario. Y los contrastes de su rostro se intensificaban hasta el punto de volverse casi surrealistas. La jeta de Adamsberg era como esas linternas cuya intensidad se puede variar. Realmente extraño. Lo que Danglard no entendía era que Adamsberg se había puesto, haciéndose el nudo a su manera, una corbata negra sobre su vieja camisa blanca. Una corbata de luto que no le pegaba nada. Danglard expresó su extrañeza en voz alta.

– Sí -respondió Adamsberg-, me he puesto esta corbata. Considero que es una buena costumbre, ¿no cree?

Eso fue todo. Excepto la mano que, a veces, se posaba un instante en su brazo. Más de dos horas después de haber salido de París, Adamsberg detuvo el coche en un camino forestal. Allí ya no se encontraba el calor del verano. Danglard leyó en un cartel: «Bosque comunal des Bertranges», y Adamsberg dijo: «Hemos llegado», accionando el freno de mano.

Bajó del coche, respiró y miró a su alrededor moviendo la cabeza. Extendió un mapa sobre el capó y llamó con un gesto a Castreau, Delille y los seis hombres del furgón.

– Iremos por aquí -indicó-. Seguiremos este sendero, luego éste y aquél. Después seguiremos los senderos de la parte sur. Se trata de rastrear toda la zona alrededor de esta cabaña forestal.

Al mismo tiempo hizo un pequeño redondel con el dedo en el mapa.