Por un repentino milagro, toda su existencia organizábase alrededor de esa nueva cita; a pesar de que tenía comprometidas todas sus horas, de una sola ojeada veía, como un hábil jugador de ajedrez, todas las posibles combinaciones y las piezas que era necesario mover para encontrarse justo a la hora, inmóvil, sin nada que hacer, en el salón ahogado por los cortinajes, el rostro vuelto a esa mujer tendida. Y cuando había transcurrido la hora en la cual debía reunirse con ella, no habiéndose ella excusado, se regocijaba pensando: "Podría esto haber pasado…, y en cambio tengo ahora por delante toda esta felicidad…" Sabía cómo llenar los días que lo separaban de ese encuentro: el laboratorio, sobre todo, era un refugio para él; perdía la conciencia de su amor; esa búsqueda abolía el tiempo, consumía las horas hasta que llegaba súbitamente el instante de cruzar la puerta de esa propiedad donde vivía María Cross, tras la iglesia de Talence.
Devorado, pues, por esta pasión, durante aquel verano se preocupó cada vez menos de su hijo. Depositario de tantos secretos vergonzosos, el doctor repetía a menudo: "siempre creemos que los "otros sucesos" no nos conciernen: que el asesinato, el suicidio, el escándalo son cosas de los demás… y sin embargo…" Y sin embargo, jamás supo que, durante ese agosto mortal, su hijo había estado muy cerca de realizar un gesto irreparable.
Raymond deseaba huir, pero, al mismo tiempo, esconderse, no ser visto. No se atrevía a entrar en un café, en una tienda. Solía pasar diez veces frente a una puerta antes de decidirse a abrirla. Esa fobia hacía imposible toda evasión, pero se ahogaba en esa casa.
En las noches, la muerte se le aparecía como la más simple de todas las cosas; abría el cajón del escritorio, en el cual su padre escondía un revólver de modelo antiguo: sólo Dios sabía por qué no hallaba las balas. Una tarde atravesó las viñas, amodorradas bajo la siesta, descendió hacia el vivero, al pie de un árido prado: aguardaba a que las plantas, los heléchos enlazaran sus piernas, de manera que ya no fuera capaz de desembarazarse de esa agua cenagosa; por fin su boca y sus ojos llenaríanse de limo; nadie lo volvería a ver y no vería cómo los otros lo observaban. Los mosquitos bailaban sobre esa agua; cual piedrecillas, los sapos turbaban esa tiniebla movediza. Atrapado entre las plantas, un animal despachurrado emblanquecía. Lo que salvó a Raymond ese día no fue el miedo sino el asco.
Por fortuna, no solía estar solo. El tenis de los Courréges atraía a la juventud de las propiedades colindantes. La señora Courréges echaba en cara a los Basque por haberle exigido que gastara dinero en hacer una cancha de tenis y que se hubieran ido cuando podían haberla aprovechado. Sólo los extraños disfrutaban de ella: con una raqueta en la mano, muchachos vestidos de blanco, a los cuales no se oía llegar debido a sus silenciosas zapatillas, aparecían en el salón a la hora de la siesta, saludaban a las señoras, apenas preguntaban por Raymond, y luego retirábanse a la zona de luz, donde pronto resonaban sus play, sus out y sus risas. "No se dan el trabajo de cerrar la puerta", gemía la abuela Courréges, cuya idea fija era no dejar entrar el calor.
Tal vez Raymond habría consentido en jugar, pero la presencia de las muchachas lo inhibía. ¡Ah! especialmente las señoritas Cousserouge: Marie-Thérése, Marie-Louise y Marguerite-Marie, tres robustas rubias, las cuales, debido a la abundancia de sus cabellos sufrían siempre de jaqueca, condenadas como estaban a llevar sobre sus cabezas una enorme arquitectura de trenzas amarillas, mal sujetas por los peines y siempre en peligro de derrumbarse. Raymond las odiaba. ¿Qué les daba por reírse? Se "desternillaban". Para ellas los otros eran "para morirse de risa". En verdad, no se reían más de Raymond que de cualquier otro, pero su mal consistía en creerse el centro de toda la risa del mundo. Por lo demás, él tenía una razón muy precisa para odiarlas: la víspera de la partida de los Basque, no se atrevió Raymond a negar a su cuñado la promesa de montar un inmenso caballo que el teniente dejaba en las caballerizas.
Pero a esa edad le bastaba con montar para que fuera presa de un vértigo que lo convertía en el más ridículo de los jinetes. Las señoritas Cousserouge lo sorprendieron una mañana en una avenida boscosa: cabalgaba agarrado al pomo de la silla; luego fue depositado bruscamente sobre la arena. No podía verlas sin dejar de recordar los grandes aspavientos que hicieron en aquella ocasión; en cada uno de sus encuentros, ellas le recordaban las circunstancias de su caída.
¡Qué tempestad es capaz de desencadenar la broma más inocente en un corazón joven, en ese equinoccio de la primavera! Raymond no distinguía la una de la otra, y en su odio sólo consideraba de las Cousserouge: como algo parecido a un monstruo gordo de tres moños, siempre sudoroso, cloqueando bajo los árboles inmóviles de esas tardes, de agosto de 19…
Algunas veces cogía el tranvía, atravesaba el horno ardiente de Burdeos, y alcanzaba hasta los muelles donde, en el agua muerta, manchas de petróleo y aceite formaban arco iris y retozaban cuerpos consumidos por la miseria y por la escrófula. Reían, se perseguían; sus pies desnudos chasqueaban sobre las baldosas dejando diminutas huellas mojadas.
Octubre regresó: la jornada se había cumplido, Raymond había atravesado el momento más peligroso de su vida, se salvaría, estaba ya salvado al entrar al colegio. Los nuevos libros de estudio cuyo olor tanto amaba, le ofrecían, en ese año en el cual estudiaría filosofía, en un cuadro sinóptico, todos los sueños y sistemas humanos. Se salvaría, pero no por sus propias fuerzas. Se acercaba el tiempo en que llegaría una mujer, aquella misma que lo miraba esa tarde a través del humo y las parejas de ese pequeño bar, con esa frente amplia y tranquila, no alterada por el tiempo.
Durante los meses de invierno que vivió antes de ese encuentro, cayó en un profundo embotamiento: una especie de torpor lo dejaba inerme; sin defensa, ya no era el eterno castigado. Después de esas vacaciones en que fue torturado por la doble obsesión de la huida y de la muerte, realizaba, de buenas ganas, los gestos ordenados, y la disciplina ayudábalo a vivir. Pero sólo lo hacía para gozar más de la dulzura del retorno cotidiano, ese trajín de todas las tardes de un arrabal a otro. Una vez franqueada la puerta del colegio, entraba en el misterio de ese pequeño camino húmedo que a veces olía a bruma y otras rezumaba un aliento a frío seco. Le eran familiares todos esos cielos tenebrosos, ora despejados y roídos por las estrellas, ora cubiertos de nubes iluminadas interiormente por la luna que no veía. Luego estaba la garita, el tranvía siempre asaltado por gente agobiada, sucia y tranquila; el gran rectángulo amarillo hundíase en el campo, más iluminado que el Titanic, y caminaba entre jardincillos trágicos, sumergidos en el fondo del invierno y de la noche.
En la casa él ya no se sentía objeto de una eterna indagación; la atención general habíase concentrado sobre el doctor.
– Me inquieta – decía la señora Courréges a su suegra -: feliz usted, pues no se hace mala sangre: envidio una naturaleza como la suya.
– Paul está con surmenage; trabaja demasiado, es cierto; pero posee una reserva de salud que me tranquiliza.
La nuera se encogió de hombros, y no trataba de comprender lo que la vieja mascullaba para sí misma: "No está enfermo; la verdad es que sufre."
La señora Courréges repetía: “Los médicos se especializan en no cuidarse.” En la mesa lo espiaba; él levantaba hacia ella un rostro crispado.
– Hoy es viernes: ¿por qué, entonces, chuleta?
– Necesitas sobrealimentación.
– ¿Qué sabes tú de eso?
– ¿Por qué no consultas a Dulac? Un médico no sabe cuidarse solo.
– Después de todo, pobre Lucie, ¿por qué piensas que estoy enfermo?
– No te ves a ti mismo; da miedo mirarte; todo el mundo se da cuenta de ello. Ayer, no más, no recuerdo quién, me preguntó: "Pero, ¿qué tiene su marido?" Deberías tomar un remedio para el hígado. Estoy segura de que se trata de eso.