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Se detuvo. Estaba en medio de la vasta sala. Tendió los brazos, echó la cabeza hacia atrás y rió.

En su risa había un desafío, una alegría, un triunfo. Gritó: -¡Leo!

El la cogió. Ella le miró a la cara y le pareció que era una sacerdotisa, con el alma perdida en las comisuras de los labios de un dios arrogante: una sacerdotisa y al mismo tiempo una ofrenda para el sacrificio: ambas cosas a la vez y más todavía. En su risa no había vergüenza alguna; era casi oprimida, con algo que bullía en ella como si fuese demasiado difícil soportarlo; como si llevase su alma entre los labios.

Los ojos de él la miraron, negros e inmensamente abiertos; luego dijo, respondiendo a un pensamiento no expresado: -Kira, pienso en todo lo que tenemos en contra. Ella inclinó levemente su cabeza sobre el hombro del joven, con los ojos serenos, los labios dulces, tranquila y confiada como una chiquilla; miró por la ventana y a través de la nieve que caía divisó a los hombres en la cola, inmóviles, desesperados, destrozados. Sacudió la cabeza:

– Combatiremos, Leo. Juntos. Lucharemos contra todo el país, contra el siglo, contra millones de hombres. Podemos resistir y resistiremos. El dijo sin esperanza: -Lo probaremos.

Capítulo once

La Revolución se había desencadenado en un país que había vivido tres años de guerra. Tres años de guerra y la Revolución habían destrozado las líneas ferroviarias, devastado los campos, convertido las fábricas en informes montones de ladrillos, y reducido a los hombres a hacer cola, con viejos cestos bajo el brazo, en espera de las pocas migajas de vida que todavía caían de los centros de abastecimientos.

Los bosques permanecían inmóviles en el silencio de la nieve, pero en las ciudades la leña era un lujo, y el petróleo el único combustible. Los dones de la Revolución estaban todavía por llegar; pero el pueblo estaba por lo menos en posesión de uno de ellos, el principal, del signo de una vida nueva, de la primera guía del país renovado: éste era el "Primus"

Kira estaba arrodillada junto a la mesa, accionando el pistón del hornillo de latón en que se leían las palabras: "Auténtico Primus fabricado en Suecia". Como no tenía alcohol para quemar, observaba el débil chorro del petróleo que llenaba el depósito. Luego fue dándole al émbolo, contemplando atentamente el fuego que lamía los negros tubos con su fuliginosa lengua y respirando el olor del petróleo que invadía su nariz, hasta que algo empezó a silbar en los tubos y se encendió una corona de "llamas azuladas, tiesas y crepitando como antorchas de viento. Entonces puso sobre el fuego una cazuela de mijo.

Después, de rodillas ante la chimenea, recogió algunos húmedos pedazos de leña, que resbalaban entre sus dedos oliendo acremente a moho, abrió la portezuela de la bourgeoise o estufa económica, puso la leña dentro, amontonó encima algunos periódicos arrugados y encendió una cerilla, soplando luego con fuerza, de cara al suelo, con los cabellos sobre los ojos, mientras el humo rodeaba su cabeza, subiendo luego hasta la blanca techumbre del salón. La lámpara de cristal brillaba en medio del humo gris, y grises cenizas volaban hasta la nariz de la joven, posándose sobre sus cejas.

La bourgeoise era una caja de hierro cuadrada, con largos tubos que llegaban hasta el techo, doblándose luego en un ángulo recto para entrar en la chimenea por un agujero. Habían tenido que instalar la bourgeoise en el salón, porque no tenían leña suficiente para encender la chimenea. Dentro de la caja de hierro crepitaban los leños, y por las grietas de los ángulos se veían danzar llamitas rojas; de vez en cuando surgían sutiles chorros de humo, y las paredes de la bourgeoise puestas al rojo por el exceso de temperatura, olían a barniz quemado. Estas nuevas estufas se llamaban bourgeoise porque habían nacido en casa de los que no podían permitirse el lujo de gastar leña abundante para encender las grandes estufas de los pasados tiempos de esplendor. La morada del almirante Kovalensky tenía siete habitaciones, pero hacía ya mucho tiempo que cuatro de ellas habían tenido que ser alquiladas. El almirante había mandado levantar un tabique en medio del vestíbulo que separaba sus habitaciones de las de los otros inquilinos. A Leo le quedaban, pues, ahora, tres habitaciones, el baño y la puerta principal; y los inquilinos disponían de cuatro habitaciones, la puerta de servicio y la cocina. Kira cocinaba en el "Primus" y lavaba los platos en la bañera. A veces, al otro lado del tabique, oía voces y pasos, o el murmullo de un gato. Allí vivían tres familias y el gato; Kira no había visto aún a ninguno de ellos. Cuando Leo se levantaba por la mañana encontraba la mesa puesta ta en el comedor, con unos manteles blancos como la nieve, y una tetera llena de té humeante, y a Kira que andaba por el comedor, con las mejillas rosadas y los ojos sonrientes, ligera y desenvuelta como si todo aquello hubiera surgido solo.

Desde el primer día de su vida común, Kira había formulado su ultimátum: "Cuando esté cocinando no deberás verme, y cuando me veas no tienes que saber que he cocinado". Kira seguía teniendo la impresión de vivir, pero nunca había pensado excesivamente en la necesidad de conservar la vida. De pronto, descubrió que este mero hecho se había convertido en un complicado problema que requería horas de arduos esfuerzos; arduos esfuerzos únicamente para lograr aquello que ella había considerado siempre, con orgullo y desprecio, como algo natural. Descubrió que hubiera podido luchar manteniéndose más altivamente que nunca en su actitud despectiva; aquella actitud despectiva que, si hubiera cedido, habría rebajado la vida entera al mismo nivel que la llamita azulada del "Primus" en que se cocía el mijo para la comida. Descubrió que habría podido sacrificar a la lucha todas las horas necesarias, a condición de que no se interrumpiesen entre Leo y ella y que la vida entera, aquella vida que era de Leo, se hubiese podido mantener absolutamente intacta. Las horas invertidas en la lucha no contaban, y nunca habría hablado de ellas: se callaba, en efecto, y sólo en sus ojos centelleaba la excitación de la batalla. Porque realmente era una batalla; los primeros choques de una batalla imprecisa, indefinida, que Kira no hubiera podido nombrar, pero de la que se daba perfecta cuenta. La batalla de dos personas solas contra algo enorme y desconocido, algo que se levantaba como una marea alrededor de las paredes mismas de su casa, algo que estaba en aquellos pasos innumerables que se oían fuera, por la calle, y en las colas ante las puertas de las cooperativas; algo que invadía su casa con el "Primus" y la bourgeoise, algo que traía consigo el mijo y la leña húmeda y el hambre de millones de estómagos vacíos y crispados, contra dos vidas que luchaban por su derecho a un porvenir.

– ¿Vas al Instituto, hoy?

– Sí.

– ¿Necesitas dinero?

– Un poco.

– ¿Volverás a comer?

– Sí.

– Yo estaré aquí a las seis.

Ella se iba al Instituto, él a la Universidad. Kira corría patinando por el pavimento helado, riendo a los desconocidos, soplando sobre un dedo amoratado por el frío a través de un agujero de su guante, subiendo a un tranvía a toda marcha y desarmando con su sonrisa al conductor que balbucía:

– Deberían multarla, ciudadana. Cualquier día un coche le segará las piernas.

Oía las lecciones inquieta, mirando al reloj de pulsera de su vecino, si por casualidad lograba encontrar un vecino con reloj de pulsera. Estaba impaciente por volver a casa, como cuando, de niña, no sabía estarse quieta en la escuela el día de su cumpleaños, con el afán de ver los regalos que la aguardaban. Ahora no la aguardaban más que el "Primus" y el mijo, la cazuela de la sopa, y, cuando regresaba Leo, una voz que desde el otro lado de la puerta cerrada le decía: