El habló como si mordiese cada palabra, como si todo su odio y toda su desesperación procedieran de estos sonidos y no de lo que significaban:
– Soy un fugitivo, Kira. Un anturevolucionario. Tengo que dejar a Rusia antes de que me encuentren. He recibido dinero… de mi tía… que está en Berlín. Lo esperaba. Me lo han traído de contrabando.
– ¿El barco sale esta noche? -preguntó Kira. -Es un barco de contrabandistas. Hacen el contrabando de carne humana fuera de esta trampa de lobos. Y se llevan almas desesperadas como la mía. Si no nos cogen, llegaremos a Alemania. Si nos cogen, bien… no creo que todos seamos condenados a muerte, pero no sé de nadie que haya escapado de ella.
– Leo, tú no vas a querer dejarme -dijo ella.
El la miró, y en sus ojos hubo una expresión de odio, más elocuente que la de ternura. Dijo:
– Alguna vez me he sorprendido yo mismo dándome cuenta de que deseaba que detuvieran el barco y me volvieran a Rusia.
– Yo voy contigo, Leo -dijo Kira.
El, sin mostrar estupefacción, le preguntó: -¿Ya ves el riesgo que corres?
– Sí.
– ¿Ya sabes que si no llegamos a Alemania está en juego tu vida, y si llegamos, quizá también?
– Sí.
– El barco zarpa dentro de una hora. Está lejos. Hay que ir en seguida; no queda tiempo para llevarse equipaje.
– Estoy dispuesta.
– No puedes decir nada a nadie, no puedes ni telefonear " adiós ".
– No es necesario.
– Está bien. Vamos.
Tomó su gorra y se puso en marcha, ligero, silencioso, sin mirarla, como si no tuviera en cuenta su presencia. Llamó un trineo. Las únicas palabras que pronunció fueron las señas que murmuró al cochero.
Los rápidos patines cortaron la nieve y el viento sutil hirió el rostro de los fugitivos.
Junto a una casa en ruinas dieron la vuelta a una esquina: ladrillos cubiertos de nieve habían rodado lejos, hasta la carretera; la luz de una lámpara, en el interior de la casa, hacía resaltar las habitaciones vacías; en un punto, los rayos de la luna dibujaban el esqueleto de una casa de hierro. Un vendedor de periódicos gritaba sin convicción: -¡Pravda! ¡Krasnaia Gazeta!
– Más allá… -susurró Leo- hay autos… y calles… y luces… Un viejo estaba en el umbral de una puerta y la nieve se posaba sobre el ala de su deslucido sombrero: el hombre, con la cabeza inclinada sobre una caja de dulces hechos en casa, dormía. Kira susurró:
– … carmín para los labios, medias de seda… Un perro, bajo el oscuro escaparate de una cooperativa, olisqueaba un cubo lleno de basura.
– … champaña, radio, jazz… -susurró Leo. Y Kira le hizo eco:
– Como La canción de la copa rota…
Un hombre, soplándose las manos ateridas, gemía: -¡ Sacarina, ciudadanos!
Un soldado masticaba pepitas de girasol y cantaba " la Manza nea".
Los pasquines les iban siguiendo como si surgiesen lentamente de casa en casa: rojo, anaranjado, blanco, brazos, martillos, ruedas, palancas, piojos, aeroplanos.
El rumor de la ciudad moría detrás de ellos. Una fábrica proyectaba sobre el cíelo sus negras chimeneas. En la calle, colgando de una cuerda tendida de tejado a tejado, una inmensa bandera luchaba ruidosamente contra el viento, se retorcía en furiosas contorsiones gritando al viento y a los caminos:
"Proletarios… Nuestra colectiv… unión de cías… lucha lib… porvenir…"
Luego sus ojos se encontraron y su mirada fue como un juramento.
Leo sonrió y dijo: -No podía pedírtelo. Pero sabía que vendrías. Se pararon ante una empalizada en una calle no adoquinada. Leo pagó al cochero. Y empezaron a andar, poco a poco. Leo, cautelosamente, estuvo mirando hasta que el trineo desapareció detrás de la esquina. Entonces dijo:
– Tenemos que andar dos millas antes de llegar al mar. ¿Tienes frío? -No.
Le tomó la mano. Fueron siguiendo la empalizada por una acera de madera. Un perro ladró. Un árbol desnudo silbó en el viento. Dejaron la acera. La nieve les llegaba a los tobillos. Una vez en campo abierto anduvieron por una oscuridad sin fin. Ella iba decidida y serena: decidida y serena como cuando se come, se duerme, se respira o se actúa frente a lo inevitable. El la llevaba de la mano. Detrás de ellos resplandecía en el cielo la luz roja de la ciudad. Frente a ellos el cielo se inclinaba hacia la tierra y la tierra se elevaba hacia el cielo. Y la divisoria entre cielo y tierra eran sus cuerpos.
La nieve subía hasta sus pantorrillas. El viento soplaba contra ellos. Andaban encorvados hacia adelante y sus abrigos parecían velas que luchasen contra un huracán; el frío endurecía sus mejillas. Más allá de la nieve estaba el mundo, más allá de la nieve estaba aquella cosa fantástica y completa ante la cual se inclinaba con reverencia la ciudad que dejaban detrás; el extranjero. Más allá de la nieve empezaba la vida.
Cuando se detuvieron la nieve terminó bruscamente. Vieron un vacío negro, sin cielo ni horizonte. De un punto dado, por debajo de ellos, les llegó un rumor de latigazos y de chasquidos; parecía que alguien vaciase cubos de agua a intervalos regulares. Leo murmuró:
– El mar está tranquilo.
La llevaba lejos, siguiendo un sendero resbaladizo y las huellas de alguien. Kira distinguió una sombra vaga que se levantaba en el abismo, un árbol, un puntito de luz como el de una cerilla que se apaga. En el barco no había luces. No se dio cuenta de la gruesa figura que seguía el sendero hasta que el rayo de luz de una linterna dio en la cara de Leo, pasó por su hombro, luego por el de ella y desapareció. Detrás de la luz quedaron una barba negra y una mano que sostenía un fusil. Pero éste estaba inclinado hacia el suelo.
La mano de Leo rebuscó en su bolsillo, luego entregó algo a aquel hombre.
– Otro billete -murmuró Leo-, esta joven va conmigo.
– No nos quedan camarotes.
– No importa. Basta con el mío.
Pasaron sobre unas vigas que se balanceaban suavemente; surgió, quién sabe de dónde, otra figura, y les acompañó hasta una puerta; Leo condujo a Kira por una escalera que llevaba a su camarote. En el puente inferior había una luz y se veían sombras furtivas; un hombre de cuidada barba, con la cruz de San Jorge sobre el pecho, les contemplaba en silencio; en el quicio de una puerta una mujer envuelta en una capa de brocado descolorido les observaba con temor, estrechando entre sus manos temblorosas una cajita de madera.
El guía abrió la puerta y con un movimiento de cabeza señaló el interior del camarote.
Este se componía únicamente de una cama encajada en el nicho, y un espacio algo mayor que la cama entre el cobertor gris oscuro de la cama y la pared húmeda y descasillada. Una columna atravesaba uno de los rincones, formando una especie de mesa. Sobre ésta estaba una linterna humeante y una mancha de luz amarillenta y trémula. El pavimento subía y bajaba suavemente, como si respirase. La ventanilla estaba cerrada. Leo cerró también la puerta y dijo:
– Quítate el abrigo.
Ella obedeció. Leo colgó el abrigo de un clavo en la pared y dejó el suyo al lado; echó su gorra encima de la mesa. Atada a los brazos y a los hombros, llevaba una pesada maleta negra. Era la primera vez que se veían sin abrigo. Ella se sintió desnuda y se alejó un poco.
El camarote era tan pequeño que incluso el aire que la envolvía parecía formar parte de Leo. Retrocedió lentamente hasta la mesa, en el rincón.
El contempló las pesadas botas de fieltro, demasiado pesadas para aquel cuerpo grácil, envuelto en un traje negro. Ella siguió su mirada. Se quitó las botas y las arrojó lejos. Leo se sentó sobre la cama. Ella, junto a la mesa, escondía sus piernas cubiertas de groseras medias negras de algodón bajo el banco, las manos detrás de la espalda, los brazos muy juntos a las caderas, los hombros encorvados, el cuerpo ligeramente recogido como si se estremeciese de frío, el blanco triángulo de su escote abierto, luminoso, en la penumbra.