El jabón quedó en forma de blandos cuadrados empapados de agua, de un color pardo sucio. Alexander Dimitrievitch, con un botón viejo de metal de su chaqueta de yachting, imprimió un ancla sobre cada pedazo de jabón.
– Es una gran idea: "Marca de fábrica" -dijo el contable-. Le llamaremos "Jabón Argounov". Un hermoso nombre revolucionario.
Una libra de jabón le salía a Alexander Dimitrievitch más cara de lo que costaba en el mercado.
– No importa -dijo el socio-, todavía es mejor así. Si tienen que pagarlo más caro, lo apreciarán más. Es jabón fino. No es lo que vende el viejo Jukov.
El contable tenía un cajón con unas correas para colgarlo de los hombros. Colocó cuidadosamente los cuadrados pardos de jabón en su establecimiento ambulante y se marchó silbando al mercado Alexandrovsky.
En el vestíbulo del Instituto, Kira vio a la camarada Sonia. Estaba echando un discurso a un grupo de cinco estudiantes jóvenes. La camarada Sonia estaba siempre rodeada de muchachos jóvenes y hablaba constantemente agitando los brazos como si fueran alas protectoras.
– … y el camarada Syerov es el mejor combatiente de las filas de estudiantes proletarios. Lo que hizo el camarada Syerov no puede igualarse. El camarada Syerov, el héroe de Melitopol…
Un muchacho pecoso, que llevaba sobre la nuca una gorra de soldado, se detuvo un momento al atravesar rápidamente el vestíbulo y gritó:
– ¿Con que el héroe de Melitopol? ¿Habéis oído hablar alguna vez de Andrei Taganov?
Con certero tiro, escupió sobre uno de los botones de la chaqueta de cuero de Sonia la cáscara de una pepita de girasol, y se alejó indiferente.
La camarada Sonia no contestó. Kira se dio cuenta de que la expresión de su rostro no era precisamente de agrado.
En uno de los pocos momentos en que la camarada Sonia estaba sola, Kira le preguntó:
– ¿Qué clase de hombre es Andrei Taganov?
La camarada Sonia se rascó la cabeza sin sonreír.
– Un perfecto revolucionario, supongo. Por lo menos hay quien le llama así. Con todo, no corresponde a la idea que yo tengo del buen proletario que no cede nunca, ni intenta nunca ser sociable con sus compañeros, ni aun de tarde en tarde… y si tienes algún proyecto en relación con su dormitorio, camarada Argounova…
¡psch!, no hay ni sombra de esperanza. Es de este tipo de santos que duermen con la bandera roja. Fíate de una que le conoce.
Rió a grandes carcajadas al ver la cara que ponía su interlocutora, y se alejó diciendo por encima del hombro:
– ¡Bah!, ¡es una pequeña vulgaridad proletaria! ¡No te hará daño!
Andrei Taganov volvió a la clase de primer año, en la sala llena de público. Se abrió paso a codazos hasta llegar a Kira, que había divisado entre la gente, y murmuró:
– Tengo entradas para mañana por la noche. Teatro Mikhailovsky. Rigoletto. -¡Oh.Andrei!
– ¿Puedo ir a buscarla?
– Número 14, cuatro piso. -Estaré a las siete y media.
– ¿Puedo darle las gracias?
– No.
– Siéntese, le haré sitio.
– No puedo; tengo que marcharme. Tengo una conferencia. Con cuidado, se abrió nuevamente paso hasta la puerta, sin hacer ruido, y antes de marcharse se volvió a contemplar la cara sonriente de la muchacha.
Kira formuló su ultimátum a Galina Petrovna. -Mamá, necesito un traje. Voy a la Opera mañana. Galina Petrovna dejó caer la cebolla que estaba mondando, y Lidia soltó por un momento su bordado.
– ¿Con quién? -balbució Lidia. -Un muchacho del Instituto.
– ¿Guapo?
– A su manera.
– ¿Cómo se llama? -preguntó Galina Petrovna.
– Andrei Taganov.
– ¿Taganov? No le he oído nunca nombrar… ¿De buena familia?
Kira sonrió y se encogió de hombros.
En un fondo de baúl se encontró un vestido. Un viejo traje de Galina Petrovna, de mórbida seda gris oscura. Después de varias y largas discusiones entre Galina Petrovna y Lidia, después de dieciocho horas en que dos pares de hombros permanecieron inclinados bajo la lamparilla de aceite y dos pares de manos trabajaron febrilmente con dos agujas, quedó listo el traje para Kira: un vestido sencillo, de manga corta, con un cuello de camisa, porque no había con qué adornarlo.
Antes de comer, Kira dijo: -Fijaos en él cuando venga. Es un comunista.
– ¿Un com…?
Galina Petrovna dejó caer el salero en la cazuela de mijo. -¡Kira! ¡Tú no… tú no vas a tener amistad con un comunista -dijo Lidia con la respiración entrecortada- después de haber gritado tanto que les tienes odio!
– Este me gusta.
– ¡Kira, es una vergüenza! ¡No tienes ninguna consideración a tu posición social! ¡Traer un comunista a casa! ¡Lo que es yo, puedes estar segura de que no le dirigiré la palabra!
Galina Petrovna no discutió, sino que se limitó a suspirar amargamente.
– ¡Kira, pareces hecha adrede para empeorar todavía estos tiempos ya tan malos!
La comida consistía en mijo, un mijo mohoso. Todos lo notaron, pero nadie dijo nada para no quitar el apetito de los demás. Había que comerlo: no había otro. De modo que se comió en silencio. Cuando sonó la campanilla, Lidia, curiosa a pesar de sus convicciones, corrió a abrir la puerta.
– ¿Puedo ver a Kira, por favor? -preguntó Andrei quitándose la gorra.
– Desde luego -contestó fríamente Lidia.
Kira le presentó.
Alexander dijo: -¡Buenas noches!
Y no volvió a decir una palabra, mientras observaba al visitante con mirada irritada y tenaz; Lidia inclinó la cabeza y se marchó, pero Galina Petrovna sonrió cortésmente.
– ¡Estoy contenta, camarada Taganov, de que mi hija vaya a oír una verdadera ópera proletaria en uno de nuestros grandes teatros rojos!
Los ojos de Kira se encontraron con los de Andrei bajo la lamparilla de aceite, y Kira le agradeció la inclinación de cabeza serena y amable con que acogió las palabras de su madre.
Dos días por semana, las funciones de los Teatros Académicos del Estado eran "reservadas". Las localidades no se vendían al público, sino que se repartían a mitad de precio entre las Asociaciones Profesionales. En la galería del Teatro Mikhailovsky, entre elegantes trajes nuevos y uniformes militares, resonaban pesadamente alguna bota de fieltro y alguna mano callosa se quitaba tímidamente la gorra de cuero con guarda-oídos forrados de piel. Algunos tenían el aire desconfiado y tímido; otros miraban con aire desenvuelto, desafiando aquel impresionante esplendor; las esposas de los funcionarios de las Asociaciones pasaban altivas entre el gentío, muy erguidas y resplandecientes en sus vestidos a la última moda, con los cabellos rizados por el peluquero, las manos vistosamente manicuradas, y los zapatos relucientes. Brillantes automóviles se paraban ruidosamente ante la puerta, y de ellos salían gruesos abrigos de pieles que andaban con presteza con un ligero balanceo y tendían enguantadas manos que echaban algunas monedas a los harapientos vendedores de programas. Estos, sombras lívidas y heladas, patinaban obsequiosos por entre el público de las funciones "reservadas", más rico, más altivo y mejor alimentado que el público de pago de los demás días de la semana.
El teatro olía a terciopelo viejo, a mármol, a naftalina. Cuatro pisos de palcos subían hasta donde una inmensa araña sostenida por cadenas de cristal esparcía sobre el techo lejano pequeños arco iris.
Cinco años de revolución no habían afectado la solemne grandiosidad del teatro; sólo habían dejado una señal: el águila imperial había desaparecido de encima del palco que había pertenecido al zar.
Mientras andaban por las mullidas alfombras anaranjadas del pasillo, Kira evocaba las largas colas de seda, la blancura de los hombros desnudos, el deslumbrante esplendor de los brillantes que emulaba al de los cristales de la gran araña. Ahora había pocos brillantes, y los trajes eran oscuros, severos, con cuellos altos y mangas largas. Esbelta, muy erguida en su vestido de rica seda gris, Kira andaba como lo había visto hacer muchos años antes a las señoras, apoyando su brazo sobre el de su compañero en chaqueta de cuero. Y cuando se levantó el telón y la música invadió la oscura y silenciosa sala del teatro, ondeante, cada vez más fuerte, retumbando contra unas paredes que no podían retenerla, algo se detuvo en el pecho de Kira, que tuvo que abrir la boca para poder respirar. Detrás de aquellas paredes había lamparillas de aceite, hombres que hacían cola para subir al tranvía, banderas rojas y la dictadura del proletariado. En el escenario, bajo las columnas de mármol de un palacio italiano, las mujeres movían leve y graciosamente sus manos como cañas que ondeaban al ritmo de la música, se oía el crujido de largas colas de terciopelo bajo una luz cegadora, y joven, aturdido, ebrio de luz y de música, el Duque de Mantua cantaba el desafío de la juventud y de sus carcajadas a las caras grises, rugosas y cansadas que, en la penumbra, sólo por un momento lograban olvidar la hora, el día y el siglo en que vivían.