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Oyó pasos detrás de sí, unos pasos seguros y resueltos que la hicieron volverse involuntariamente. Vio al tigre domesticado de la cicatriz en la sien. Sus ojos se encontraron. El sonrió. Y ella también. El la saludó tocándose la visera de la gorra. -Buenos días -dijo. -Buenos días -respondió Kira.

El siguió adelante. Kira observó aquella alta figura que andaba de prisa, con los hombros rígidos bajo la chaqueta de cuero y los pies seguros por encima del hielo.

Al llegar frente al Instituto él se detuvo súbitamente y se volvió a aguardarla.

Ella se acercó. La acera bajaba bruscamente, rápida y peligrosa. El le ofreció el brazo para ayudarla. Los pies de Kira resbalaron y la mano fuerte del hombre la cogió del brazo y con presteza, enérgicamente, evitó la caída. -Gracias -dijo ella.

– He pensado que necesitaría auxilio, pero -la miró con el rabillo del ojo y sonriendo ligeramente- supongo que no tiene miedo. -Al contrario, esta vez he tenido mucho miedo -dijo ella, y en su sonrisa hubo una gran comprensión.

El se llevó la mano a la visera de la gorra y se alejó de prisa hacia el interior del Instituto.

Kira vio a un muchacho conocido y le preguntó señalando al hombre de la chaqueta de cuero: -¿Quién es?

El muchacho le miró, y su respuesta tuvo una extraña resonancia de aviso.

– Anda con cuidado -susurró, y murmuró tres letras terroríficas-: G. P. U. -¿De veras? -dijo Kira.

– De veras -replicó el otro, acompañando su respuesta de un largo silbido de desdén.

Capítulo sexto

Durante un mes Kira no se acercó al palacio de la verja en ruinas, ni pensó siquiera en el jardín, porque no quería verlo vacío ni aun ante sus ojos cerrados. Pero el 10 de noviembre fue allí, serena, segura, sin prisa y sin dudas.

La oscuridad procedía no del cielo gris y transparente, sino de los ángulos de las casas, donde las sombras se hacían súbitamente más densas, de una manera casi inexplicable. Lentas columnas de humo salían de las chimeneas, y los rayos de una puesta de sol Invisible y fría, allá a lo lejos, en algún punto detrás de las nubes, las hacían parecer rojizas. En los escaparates de las tiendas, las lámparas de petróleo formaban ruedos amarillentos en los cristales helados, alrededor de los puntitos anaranjados de la llama vacilante. Había nevado. Convertida en barro por los cascos de los caballos, la nieve parecía café aguado, con algunos terroncitos de azúcar que se fueran disolviendo. La ciudad quedaba completamente envuelta en un blando silencio. Incluso el ruido de los cascos de los caballos se oía claro y húmedo, como si alguien hiciese chasquear fuertemente la lengua según un rito bien marcado, y el sonido se propagaba y moría lejos, a lo largo de las oscuras calles.

Kira dobló una esquina y vio las negras lanzas de la verja inclinadas sobre la nieve y los árboles que parecían guardar jirones de algodón entre la negra red de sus ramas desnudas. Se detuvo un momento: no se atrevía a mirar…; luego dirigió la vista al jardín.

El estaba en la escalinata del palacio, con las manos en los bolsillos, el cuello del gabán levantado. Kira se paró a contemplarle. Pero él se dio cuenta de su mirada y se volvió rápidamente.

Salió a su encuentro. Le sonrió. Su boca dibujaba un arco irónico.

– ¡Hola.Kira!

_ Buenas noches, Leo.

Ella se quitó un pesado guante negro y él le tendió la mano desde lejos, estrechando la suya entre sus dedos fuertes y fríos. Luego preguntó:

– Estamos locos, ¿no?

– ¿Por qué?

_ No creía que vinieras. Sé que, por mi parte, no tenía intención de venir.

– ¡Pero estás aquí!

– Al despertarme esta mañana me he dado cuenta de que vendría…, admito que contra todo razonamiento.

– ¿Vives en Petrogrado, ahora?

– No; no había vuelto desde la noche en que te encontré. Varias veces nos hemos quedado sin comer porque yo no podía venir a la ciudad. Pero he vuelto para encontrar a una muchacha en la esquina de una calle. Te felicito, Kira.

– ¿Quién fue que se quedó sin comer porque tú no podías venir a Petrogrado?

La sonrisa de Leo le dijo que había comprendido la pregunta y más aún; pero su única respuesta fue: -Sentémonos.

Se sentaron en la escalinata, y ella golpeó uno contra otro sus pies, para desembarazarlos de la nieve. El le preguntó: -¿De modo que deseas saber con quién vivo? ¿Ves? Mi abrigo está arreglado.

– Ya lo veo.

– Lo ha cosido una mujer, una mujer muy querida y que me quiere.

– Remienda muy bien.

– Sí; pero su vista ya no es muy buena. Sus cabellos son grises. Es mi vieja nodriza, que vive en el campo. ¿Tienes otras preguntas que hacerme?

– No.

– Muy bien. No me gustan las preguntas de las mujeres. Pero ya no sé si me gustaría una mujer que no me dejara la satisfacción de negarme a contestarle.

– No tengo nada que preguntarte.

– Sabes muy poco acerca de mí.

– No tengo por qué saberlo.

– Quiero advertirte otra cosa: no me gustan las mujeres que me dan a entender demasiado cuánto me quieren.

– ¿Por qué crees que deseo gustarte?

– ¿Por qué estás aquí?

– Únicamente porque me gustas. No me importa lo que pienses de las mujeres que te quieren, ni a cuántas has poseído.

– Bien: esto es una pregunta. Y te quedarás sin la respuesta. Pero te digo que me gustas, arrogante criatura, tanto si quieres oírlo como si no. Y ahora soy yo quien te hace una pregunta: ¿qué hace una chiquilla como tú en el Instituto de Tecnología? El no sabía nada de su presente, pero ella le habló de su porvenir, de las armaduras de acero que construiría, de los rascacielos de cristal y del puente de aluminio. El la oía en silencio, y las comisuras de sus labios permanecían bajadas, despectivas, divertidas y tristes a un mismo tiempo. Le preguntó:

– ¿Vale la pena, Kira?

– ¿De qué?

– Del esfuerzo de la creación. ¡Tu rascacielos de cristal! Tal vez valía la pena hace cien años. Es posible que dentro de cien años pueda valer otra vez, aunque lo dudo. Pero, si pudiera escoger entre los siglos pasados, yo no elegiría, tenlo por cierto, la maldición de haber nacido en éste en que vivimos. Y tal vez, si no fuese la curiosidad, no quisiera ni haber nacido. -Si no fuera la curiosidad… o si no tuvieras deseos…

– No tengo deseos.

– ¿No tienes deseos?

– Sí, uno; aprender a desear algo.

– ¿No hay esperanza?

– No lo sé. ¿Qué hay que valga la pena?

¿Qué esperas del mundo a cambio de tu rascacielos de cristal?

– No sé. Tal vez… admiración.

– Bien. Yo soy demasiado presuntuoso para desear la admiración. Pero si tú la deseas. ¿Quién podrá dártela? ¿Quién es capaz? ¿Quién tiene todavía deseos de ser capaz? Es una maldición, ¿sabes?, esta de poder mirar más alto de lo que se puede alcanzar. Es más seguro mirar hacia abajo. Y en los tiempos que corremos, cuanto más hacia abajo se mira, tanto más seguro se está.

_ También se puede combatir.

_ ¿Combatir contra quién? Evidentemente, puedes poner a contribución todo tu heroísmo para luchar contra los leones; pero engañar a tu alma, dejarla arder en un fuego sagrado para combatir contra piojos, esto, camarada ingeniero, no es saber construir. No hay equilibrio.

– Leo, tú no lo crees.

– No sé. No quiero creer nada. No quiero ver demasiado. ¿Quién sufre en este mundo? ¿Aquellos a quienes falta algo? No, sino los que tienen algo que puedan perder. Un ciego no puede ver. Pero es más difícil dejar de ver para aquel que tiene buena vista. Más difícil y más doloroso. Si por lo menos pudiera perder la vista y bajar hasta el nivel de los que no la desean, de los que no la echan de menos…

– Nunca harás esto, Leo.

– No sé. Es raro, Kira. Te encontré y pensé que tú podrías hacer eso por mí. Ahora temo que seas la que pueda salvarme de ello. Pero no sé si te lo agradeceré.

Estaban sentados uno junto a otro, y hablaban. A medida que iba aumentando la oscuridad iban bajando la voz, porque había un miliciano de guardia que se paseaba arriba y abajo de la calle, por delante de las lanzas inclinadas.