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– Estuvimos en una fiesta, Kira Alexandrovna -explicó con voz insinuante Antonina Pavlovna-, se nos hizo algo tarde y… -Eran las cinco cuando viniste a la cama -refunfuñó Morozov-. Lo sé porque oí ruido y vi que habías derramado la botella del agua.

– Leo me había acompañado a casa -prosiguió diciendo Antonina Pavlovna sin hacerle caso- y creo que estaba algo cansado.

– Un poco… -empezó a decir Morozov.

– … borracho – terminó Leo encogiéndose de hombros.

– ¡Borracho como una cuba, si quiere que se lo diga! -explotó con rabia Morozov, poniéndose tan colorado que las pecas de su rostro desaparecieron-. Estaba tan tan borracho que esta mañana al levantarme lo encontré tendido en el diván, completamente vestido, y durmiendo tan fuerte que ni un terremoto le hubiera despertado.

– ¿Y qué? -dijo Leo con indiferencia.

– Fue una fiesta magnífica -dijo Antonina Pavlovna- y ¡qué espléndido es Leo! Al ver cómo tira el dinero no se puede reprimir un estremecimiento de emoción. Pero esta vez, querido Leo, exageró usted.

– ¿Qué dice? No me acuerdo.

– Bien. Cuando perdió tanto dinero en el juego, no me importó;y me pareció muy chistoso el que pagase diez rublos por cada copa que había roto. Pero verdaderamente, dar propinas de cientos de rublos a los camareros… eso no hubiera debido hacerlo.

– ¿Por qué no? Deja que se den cuenta de la diferencia entre un caballero y esta gentuza roja de hoy.

– Sí, pero no tenía que dar cincuenta rublos a la orquesta para que dejara de tocar cada vez que la música no era de su gusto. Y luego eligió a la muchacha más hermosa que había, una muchacha a quien no había visto nunca, y le ofreció lo que quisiera para que se desnudase delante de todos, y le metió todos aquellos cientos de rublos por el escote.

– ¿Y qué? -dijo Leo-. Tenía un cuerpo bien formado, realmente.

– Vamonos, Leo -dijo Kira.

– Aguarde usted un momento, Lev Sergeievitch -dijo Morozov, dejando el plato-. ¿De dónde saca tanto dinero? -No lo sé -dijo Leo-. Tonia me lo dio. -Antonina, ¿de dónde…?

– ¡Oh! -la mujer frunció el ceño con aire ofendido-. Tomé el montón que tenías bajo la papelera.

– Tonia -exclamó Morozov con una violencia que hizo temblar la mesa-, ¿tocaste aquel dinero?

– Claro está que lo tomé -dijo ella echando adelante la barbilla con aire de desafío- y no estoy acostumbrada a que se me riña por razones de dinero. Lo tomé, y eso es todo. ¿Qué pasa? -¡Dios mío, Dios mío, Dios del cielo! -se lamentó Morozov cogiéndose la cabeza con ambas manos y agitándosela como si fuera un juguete con el resorte roto-. ¿Qué haremos ahora? Era el dinero que debíamos a Syerov. Teníamos que habérselo dado ayer. Y ahora no nos queda ni un rublo… y Syerov… me matará si no se lo que entrego hoy. ¿Qué voy a hacer…? Syerov no quiere aguardar, y…

– ¡Ah, no quiere aguardar! -dijo Leo-. Pues tendrá que tener paciencia. Deje de gimotear de este modo, Morozov; ¿de qué tiene miedo? No puede hacer nada contra nosotros y lo sabe bien. -Me deja usted asombrado, Lev Sergeievitch -refunfuñó Morozov, más encendido que nunca-. Se ha cobrado usted su parte, ¿eh? Y cree que es honrado tomar…

– ¿Honrado? -Leo se echó a reír con su más alegre y más impertinente carcajada.- ¿Habla usted conmigo? Pero, amigo mío, he conquistado el inmenso privilegio de no impresionarme en lo más mínimo por esta palabra. En lo más mínimo. Queríamos divertirnos y nos divertimos. Y por lo demás, si hay algo que le parezca especialmente deshonroso, tenga usted la seguridad de que lo haré. Y cuanto más vil mejor. ¡Buenos días! Vamonos, Kira. ¿Dónde está mi sombrero?

– ¿No se acuerda, Leo -dijo amablemente Antonina-, de que lo perdió al volver a casa?

– Es verdad. No importa: compraré otro. Compraré tres. Hasta luego.

Kira llamó un trineo y volvieron a casa en silencio. Una vez en su cuarto, Leo dijo bruscamente:

– No quiero críticas ni de ti ni de nadie. Tú, especialmente, no tienes por qué quejarte. No me he acostado con ninguna otra mujer, si es que esto te preocupa. Y esto es todo cuanto tienes derecho a saber.

– No estaba preocupada, Leo. No tengo que quejarme de nada, ni he de criticar nada. Pero quisiera hablarte. ¿Quieres oírme? -Claro está que sí -contestó él con indiferencia. Kira se arrodilló delante de él, y le abrazó, y, echándose atrás los cabellos y mirándole con los ojos muy abiertos le dijo, en un esfuerzo supremo:

– No puedo censurarte, Leo, no puedo reñirte. Sé lo que haces y por qué lo haces. Pero óyeme; todavía es tiempo, todavía no te han cogido, todavía puedes hacerme caso. Hagamos un esfuerzo, el último; ahorremos cuanto podamos y procurémonos un pasaporte. Y huyamos al punto del globo más lejano de esta tierra maldita.

Leo la miró a los ojos, que echaban llamas, como espejos que reflejan un incendio. -¿Por qué preocuparte? -preguntó.

– Leo, sé lo que quieres decir. No deseas vivir. Ya no te interesa. Pero, óyeme, hazlo aunque no lo desees. Aunque te parezca que nunca más querrás volver a vivir. Por lo menos, cuando estés fuera. Cuando estés en libertad, en un país humano, verás cómo deseas vivir.

– ¡Tontuela! Pero ¿tú te figuras que conceden pasaportes a hombres con mi historia?

– ¡Probemos, Leo! ¡No renunciemos así! ¡No podemos vivir sin una esperanza ante nosotros! ¡No tienen que cogerte, Leo! ¡No dejaré que te cojan!

– ¿Quién? ¿ La G. P. U.? ¿Cómo puedes evitarlo? -No. No se trata de la G. P. U. Es algo peor, mucho peor. Se ha llevado a Víctor, se ha llevado a Andrei… se ha llevado a mamá… no debe llevarte a ti, ahora.

– ¿Qué quieres decir con "se ha llevado a Víctor"? ¿Me crees capaz de ponerme a lamer botas como aquel bellaco? -Leo, el lamer botas y todo lo demás no es nada. Lo que se ha apoderado de Víctor es algo peor, algo más profundo, más decisivo; el lamer botas no es más que una consecuencia. Lo que yo quiero decir es algo que puede ser mortal. ¿No has visto nunca crecer a una planta sin sol y sin aire? No deben hacer eso contigo. Deja que se lo hagan a ciento cincuenta millones de almas, pero no a la tuya, Leo, no a ti, que eres el más alto objeto de mi veneración. -¡Vaya expresión exagerada! ¿De dónde la sacaste? -¿De dónde…? -repitió ella, mirándole fijamente. -Verdaderamente, Kira, a veces me admira el ver que no has logrado todavía vencer tu inclinación a tomar ciertas cosas demasiado en serio. No hay nada que se apodere de mí; no hay nada que me alcance. Hago lo que me parece, y esto es bastante más de lo que puedes decir a cualquier otro, en estos tiempos.

– Óyeme, Leo. Quiero hacer algo, intentar algo. Entre nosotros hay muchas cosas por resolver, y no de las más fáciles. Concluyamos de una vez con ellas. -¿Cómo?

– Casémonos, Leo.

– ¿Eh? -Leo la miró con aire incrédulo.

– Casémonos -repitió ella.

Leo echó la cabeza hacia atrás, riendo. Su risa era sonora, clara, fría, como cuando se había reído a la cara de Andrei Taganov o de Morozov.

– ¿Qué sucede, Kira? ¿Te ha dado la estúpida manía de hacerte la mujer honrada?

– No se trata de esto.

_ Es un poco tarde, para nosotros, ¿no te parece?

– ¿Por qué no, Leo?

_ ¿Y por qué sí? ¿Acaso nos hace falta?

– No.

– ¿Por qué entonces?

– No lo sé, pero te lo pido.

– Esta no es una razón suficiente para cometer una tontería. No tengo vocación de marido respetable. Si temes perderme, ningún papelucho garrapateado por ningún funcionario rojo podrá detenerme.

– No tengo miedo de perderte. Tengo miedo de que te pierdas.

– ¿Y unos cuantos rublos al Zag y la bendición del Upravdom me salvarían el alma, acaso?

– No tengo que darte explicaciones, Leo. Sé que tienes razón, pero te lo pido.

– ¿Es un ultimátum?

– No -contestó ella con una serena sonrisa de abandono y de resignación. -Entonces, dejémoslo.

– Sí, Leo.

La cogió por los sobacos y levantándola entre sus brazos le dijo: -¡Pobre chiquilla histérica! ¡Qué temores más absurdos te asaltan! ¡No pienses más en ello! De ahora en adelante, si así lo deseas, ahorraremos rublo por rublo. Podrás guardarlos para un viajecito a Montecarlo, San Francisco o a la luna. Y no hablemos más del asunto. ¿De acuerdo?