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Todavía estoy puliendo el primer endecasílabo, pero confío en que os guste. En cuanto a mis otros asuntos, versos y justicia terrena aparte, van bien. En la Corte sigue en ascenso la estrella de vuestro amigo Quevedo,, de lo que no me quejo, y soy otra vez bienquísto en casa del conde-duque y en Palacio, quizá porque en los últimos guardo lengua y espada en recaudo, pese al natural impulso de desembarazar una yotra. Pero hay que vivir; y puesto.que de destierros, pleítos, prisiones y quebrantos mucho conozco, no creo desdoro darme tregua y sosegar un poco mi esquiva fortuna. Por eso intento recordar cada día que a reyes y poderosos hay que darles gracias, aunque no se tenga de qué, y nunca quejas, aunque se tenga de qué.

Pero digo que tengo a recaudo la toledana, y no digo toda la verdad; porque lo cierto es que desnudéla hace unos días para golpear de plano, como a criado y gente baja, a cierto poetastro servil y miserable, un tal Garciposadas, que en unos versos infames desacreditó al pobre Cervantes, que en gloria esté, alegando que El Quijote lo había escrito con la mano manca y que era libro hebén y de poca substancia, mala prosa y escasa literatura, y que lo que mucha gente lee es propio del vulgo, y poco aprovecha, y nadie recordará el día de mañana. Semejante cagatintas es uña y carne de ese bujarrón de Góngora, con lo que está dicho todo. Así que una noche en que yo iba más inclinado a filosofar en vino que a filosofar en vano, topéme al bellaco a la puerta de la taberna de Longinos, famosa aguja de navegar cultos, baluarte de fulgores, triclinios, purpurancias y piélagos undosos de la onda umbría, acompañado por dos rascapuertas culteranos que le llevan la botija: el bachiller Echevarría y el licenciado Ernesto Ayala; unos tiñalpas que mean bilis, y que sostienen que la auténtica poesía es la jerigonza, o jerigóngora, que nadie aprecia salvo los elegidos, o sea, ellos y sus compadres; y pasan la vida afeando los conceptos que escribimos otros, siendo por su parte incapaces de hilar catorce versos para un soneto. El caso es que iba yo con el duque de Medinaceli y otros jóvenes caballeros embozados, todos de la cofradía de San Martín de Valdeiglesias, y pasamos un buen rato desorejando un poco a los muy villanos (que encima no tienen ni media estocada) hasta que llegaron los corchetes a poner paz, y fuímonos, y no hubo nada.

Por cierto, y a cuento de bellacos, las nuevas sobre vuestro muy aficionado Luis de Alquézar son que el señor secretario real sigue en punto de privanza en Palacio, que se ocupa de asuntos de estado cada vez más notorios, y que viene haciéndose, cual todo el mundo, una fortuna por vía extremadamente rápida. Y además como sabéis tiene una sobrina que ya es niña lindísima y menina de la reina. En cuanto al tío, por ventura os halláis lejos; pero a la vuelta de Flandes deberéis guardaros de él. Nunca sabe uno hasta dónde alcanza el veneno que escupen los reptiles.

Y ya que parlo de reptiles, debo contar a v.m. que hace unas semanas creí cruzarme con ese italiano al que os ligan, según creo, cuentas pendientes. Ocurrió ante el mesón de Lucio, en la Cava Baja; y si de veras fue él, parecióme gozar de buena salud; eso me hace discurrir que estará mejorado de vuestras últimas conversaciones. Miróme un instante, cual si me conociera, y luego anduvo camino sin más. Siniestro individuo, dicho sea al paso; enlutado de pies a cabeza, con la cara marcada de viruelas y esa tizona enorme que carga al cinto. AlgUien, con quien conversé discretamente del asunto, me dijo que rige una parva cuadrilla de jaques y rufianes que Alquézar mantiene ahora con sueldo fijo, y que le ofician de evangelistas para golpes de mano zurda. Negocio este, barrunto, que de un modo u otro deberá encarar un día v.m.; que quien deja vivo al ofendido, deja viva su venganza.

Sigo asiduo de la taberna del Turco, desde la que vuestros amigos me encargan os desee sigáis bueno, con grandes recomendaciones de Caridad la Lebrijana; que, según dice, y no tengo pruebas para un mentís, os guarda ausencia y también vuestro antiguo cuarto en la corrala de la calle del Arcabuz. Sigue lozana, que no es poco. Por cierto, Martín Saldaña convalece de cierta refriega nocturna con unos escarramanes que pretendían acogerse en San Ginés. Diéronle una estocada, de la que sanará. Según cuentan, mató a tres.

No quiero robaros más tiempo. Sólo os pido transmitáis mi afecto al joven Íñigo, que ya será cuerdo mozo y gallardo émulo de Marte, teniendo como tiene a v.m. para oficiarle al tiempo de Virgilio y de Aquiles. Refrescadle pese a todo, si os place, mi soneto sobre la juventud y la prudencia; añadiéndole, si gustáis, estos otros versos con los que ando a vueltas:

Heridas son lesión al desdichado, no mérito a su fama verdadera; servir no es menester, sino quimera que entretiene la vida del soldado.

… Aunque, de cualquier modo, qué voy a decir sobre eso, querido capitán, que v.m. no conozca muy cumplidamente y de sobra.

Que Dios os guarde siempre, amigo mío.

Vuestro

Francisco de Quevedo Villegas.

PS: Se os echa de menos en las gradas de San Felipe y en los estrenos de Lope. También olvidaba contaros que recibí carta de cierto mozo que tal vez recordéis, último de una infortunada familia. Por lo visto, tras aparejar a su modo negocios pendientes en Madrid, pudo pasar bajo otro nombre sin quebranto a las Indias. Imaginé que os holgaría saberlo.

III. EL MOTÍN.

Después, a toro pasado, hubo dimes y diretes sobre si aquello se veía venir; pero la verdad fija es que nadie hizo nada para remediarlo. La causa no fue el invierno, que ese año transcurrió sin mucho rigor en Flandes, pues no hubo heladas ni nieves, aunque las lluvias nos causaron penalidades agravadas por la falta de comida, el despoblamiento de las aldeas y los trabajos en torno a Breda. Pero todo eso iba de oficio, y las tropas españolas tenían hábito de ser pacientes en las fatigas de la guerra. Lo de las pagas resultó distinto: muchos veteranos habían conocido la miseria tras los licenciamientos y reformaciones de la tregua de doce años con los holandeses, y conocían en sus carnes que el servicio del rey nuestro señor era de harta exigencia a la hora de morir, pero de mal pago en la de seguir vivos. Y ya dije a este particular que no pocos soldados viejos, mutilados o con largas campañas en sus canutos de hojalata, tenían que mendigar por calles y plazas de nuestra mezquina España, donde el beneficio siempre era de los mismos; y quienes en realidad habían sostenido con su salud, sangre y vida la verdadera religión, los Estados y la hacienda de nuestro monarca, resultaban con infalible rapidez muy lindamente enterrados u olvidados. Había hambre en Europa, en España, en la milicia, y los tercios luchaban contra todo el mundo desde hacía un siglo largo, empezando a no saber exactamente para qué; si para defender las indulgencias o para que la Corte de Madrid siguiera sintiéndose, entre bailes y saraos, rectora del mundo. Y ni siquiera quedaba a los soldados la consideración de ser profesionales de la guerra, pues no cobraban; y no hay como el hambre para relajar la disciplina y la conciencia. Así que el asunto de los atrasos en Flandes complicó la situación; pues si aquel invierno algunos tercios, incluidas naciones aliadas, recibieron un par de medias pagas, el de Cartagena quedóse sin ver un escudo. No se me alcanzan las razones; aunque en su momento dijeron de mal gobierno en las finanzas de nuestro maestre de campo, don Pedro de la Daga, y de algún asunto oscuro de dineros perdidos, o emboscados, o vayan vuestras mercedes a saber qué. El caso es que varios de los quince tercios de españoles, italianos, borgoñones, valones y tudescos que estrechaban el cerco a Breda bajo el directo cuidado de don Ambrosio Spínola hubieron alguna razón con que socorrerse; pero el nuestro, disperso en pequeños puestos de avanzada lejos de la ciudad, contóse entre los que quedaron ayunos de dineros del rey. Y eso fue creando mal ambiente; pues como escribió Lope en El asalto de Mastrique: