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– Ahorcadlos -dijo don Pedro de la Daga.

En el silencio mortal de la explanada, la voz del maestre de campo sonó breve y dura. Formados por compañías en un gran rectángulo de tres lados, con cada bandera en el centro, alrededor los coseletes con sus picas y en los ángulos mangas de arcabuceros, los mil doscientos soldados del tercio estaban tan mudos y quietos que hubiera podido oírse volar un moscardón entre las filas. En otras circunstancias sería alarde hermoso de ver, con todos aquellos hombres en sus hiladas, no bien vestidos, es cierto, con ropas llenas de remiendos que a veces eran harapos, y aún peor calzados; pero cuyos arneses engrasados estaban impecables y a punto de ordenanza, y petos, morriones, moharras de picas, caños de arcabuz y todo tipo de armas relucían en la explanada bien limpios y pulidos a conciencia: mucrone corusco, que habría dicho sin duda el capellán del tercio, padre Salanueva, de haber estado sobrio. Todos llevaban sus descoloridas bandas rojas, o bien, cosida como yo en el jubón o el coleto, el aspa bermeja de San Andrés, también conocida por cruz de Borgoña: señales ambas que, como dije, permitían a los españoles reconocerse en el combate. Y en el cuarto lado de aquel rectángulo, junto a la bandera principal del tercio, rodeado de la plana mayor y los seis alabarderos tudescos de su guardia personal, don Pedro dela Daga se tenía a caballo, la orgullosa cabeza descubierta y un cuello valón de encaje sobre la coraza repujada, con escarcelas, de buen acero milanés; espada damasquinada al cinto, enguantado de ante, la diestra en la cadera y la rienda en la zurda.

– De un árbol seco -añadió.

Luego hizo caracolear su montura con un tirón de las riendas, para dar cara a las doce compañías del tercio; como si desafiara a discutir la orden, que añadía a la muerte el deshonor de la soga y que ni siquiera ramas verdes acompañaran a los sentenciados. Yo estaba con los otros mochileros muy arrimado a la formación, manteniéndonos a distancia de las mujeres, curiosos y chusma que observaba el espectáculo de lejos. Hallábame a pocos pasos de la escuadra de Diego Alatriste, y vi cómo algunos soldados de las últimas filas, Garrote entre ellos, murmuraban muy por lo bajo al oír tales palabras. En cuanto a Alatriste, seguía sin dar señal alguna, y su mirada permanecía fija en el maestre de campo.

Don Pedro de la Daga debía de rondar los cincuenta años. Era un vallisoletano menudo de cuerpo, de ojos vivos y genio pronto, largo de experiencia militar y poco estimado por la tropa -decíase que su mal talante provenía de ser de humores escépticos, o sea, de naturaleza estreñida-. Favorecido de nuestro general Spínola, con buenos valedores en Madrid, se había hecho una reputación como sargento mayor en la campaña del Palatinado, recibiendo el tercio de Cartagena después que a don Enrique Monzón una bala de falconete le llevara una pierna en Fleurus. Lo de jiñalasoga no venía por humo de pajas: nuestro maestre era de los que preferían, como Tiberio, ser odiados y temidos por sus hombres para imponer de ese modo la disciplina, abonándolo el hecho indiscutible de que era valiente en la pelea, despreciaba tanto el peligro como a sus propios soldados -ya dije que se escoltaba de alabarderos tudescos-, y tenía buena cabeza para disponer los asuntos de la guerra. Resultaba, en fin, avaro con el dinero, mezquino en sus favores y cruel en los castigos.

Al escuchar la sentencia, los dos reos no se inmutaron mucho; entre otras cosas porque conocían el desenlace del negocio, y ni a ellos mismos escapaba que acuchillar a un sargento era sota de bastos fija. Estaban en el centro del rectángulo, custodiados por el barrachel del tercio, y ambos tenían la cabeza descubierta y las manos atadas a la espalda. Uno era soldado viejo con cicatrices, el pelo cano y un bigotazo enorme; también era el que había metido mano primero, y parecía el más sereno de los dos. El otro se veía flaco, de barba muy cerrada, algo más joven; y mientras el de más edad miraba todo el tiempo arriba, como si nada de aquello fuese con él, el flaco hacía más visajes de abatimiento, vuelto ora al suelo, ora a sus camaradas, ora a los cascos del caballo del maestre de campo que estaba a poca distancia. Pero en general se tenía bien, como el otro.

Al gesto del barrachel sonó el tambor mayor, y el corneta de don Pedro de la Daga dio un par de clarinazos para zanjar el asunto.

– ¿Tienen los sentenciados algo que decir?

Un movimiento de expectación recorrió las compañías, y los bosques de picas parecieron inclinarse hacia adelante igual que el viento inclina espigas, cuando quienes las sostenían se esforzaron en tender la oreja. Entonces todos vimos cómo el barrachel, que se había acercado a los reos, ladeaba la cabeza escuchando algo que decía el de más edad, y luego miraba al maestre de campo, que asintió con un gesto; no por benevolencia, sino porque era protocolo al uso. Entonces, cuantos estábamos en la explanada pudimos oír al del pelo cano decir que él era soldado viejo y, como el otro camarada, cumplidor de su obligación hasta el presente día. Que morir iba de oficio; pero que hacerlo por enfermedad de soga, estuviese la rama verde, o seca, o demonios lo que le importaba, pardiez, era afrenta impropia en hombres que, como ellos, siempre se habían vestido por los pies. Así que, puestos a verse despachados, él y su camarada pedían serlo por bala de arcabuz, como españoles y hombres de hígados, y no colgados como campesinos. Y que si de ahorrar y hacer economías trataba a fin de cuentas la querella, ahorrárase también el señor maestre de campo las balas para arcabucearlos, que él mismo ofrecía las suyas propias, fundidas con buen plomo de Escombreras, y de las que sobrada provisión guardaba con su frasco de pólvora; que allí adonde lo enviaban., maldito para lo que le servirían una y otras. Mas quedara bien sentado que de cualquier manera, cuerda o arcabuz o cantándoles coplas, a su camarada y a él los aviaban sin pagarles medio año de atrasos.

Dicho lo cual, el veterano se encogió de hombros, el aire resignado, y escupió estoicamente y recto al suelo, entre sus botas. Y su compañero escupió también, y ya no hubo más palabras. Siguió un largo silencio; y luego, desde lo alto de su caballo, don Pedro de la Daga, siempre con el puño en la cadera y sin dársele un ardite las razones expuestas, dijo inflexible- «Ahórquenlos». Entonces se alzó un clamor entre las banderas que sobresaltó a los oficiales, y las filas empezaron a agitarse, y algunos soldados hasta salían de sus hileras y alzaban la voz, sin que las órdenes de los sargentos y capitanes bastaran a poner coto al tumulto. Y yo, que miraba admirado todo ese desorden, volvíme al capitán Alatriste, por ver qué partido tomaba. Y hallé que movía la cabeza muy lentamente, como si ya hubiera vivido otras veces todo aquello.

Los motines de Flandes, hijos de la indisciplina originada por el mal gobierno, fueron la enfermedad que minó el prestigio de la monarquía española; cuyo declive en las provincias rebeldes, e incluso en las que se mantuvieron fieles, debió más agravios a las tropas amotinadas que a los propios sucesos de la guerra. Ya en mi tiempo ésa era la única forma de cobrar las pagas; con el agravante de que un soldado español allá arriba no podia desertar y exponerse a una población hostil de la que tenía tanto que precaverse como del enemigo. Asi que los amotinados tomaban una cíudad atrincherándose en ella, y algunos de los peores saqueos realizados en Flandes lo fueron por tropas que buscaban satisfacción de los sueldos pendientes. De cualquier modo, justicia es apuntar que no fuimos los únicos; porque si los españoles, tan sufridos como crueles, nos condujimos a sangre y fuego, otro tanto hicieron las tropas valonas, italianas o tudescas, que además llegaron al colmo de la infamia vendiendo al enemigo los fuertes de San Andrés y Crevecoeur, cosa que los españoles no hicieron nunca; no ciertamente por falta de ganas, sino por reputación y por vergüenza. Que una cosa es el degüello y el saqueo por no cobrar, y otra -no digo mejor o peor, pardiez, sino otra- la bajeza y la felonía en puntos de honra. Y sobre este particular aún hubo sucesos como el de Cambrai, donde las cosas iban tan mal que el conde de Fuentes pidió con buenas palabras a las señoras tropas amotinadas en Tierlemont «que le hicieran el obsequio de ayudarle» a tomar la ciudadela; y aquella hueste, de pronto otra vez disciplinada y temible, atacó en perfecto orden y ganó la ciudadela y la plaza. O cuando las tropas amotinadas soportaron lo peor de la pelea en las dunas de Nieuport, donde pidieron el puesto de más peligro porque una mujer, la infanta Clara-Eugenia, había rogado que la socorriesen. Y también es fuerza mencionar a los amotinados de Alost, que se negaron a aceptar las condiciones ofrecidas en persona por el conde de Mansfeld y dejaban pasar sin estorbo regimientos y más regimientos holandeses que estaban a pique de causar espantoso desastre en los Estados del rey. Esas mismas tropas, que al recibir por fin las pagas y ver que no venían enteras rechazaron tomar un solo maravedí, negandose a pelear aunque se hundieran Flandes y la Europa misma, cuando conocieron que en Amberes seis mil holandeses y catorce mil vecinos estaban a punto de exterminar a los ciento treinta españoles que defendían el castillo, se pusieron en marcha a las tres de la madrugada, cruzaron a nado y en barcas el Escalda, y calándose ramos verdes como anticipada señal de victoria en sombreros y morriones, juraron comer con Cristo en el Paraíso o cenar en Amberes. Al cabo, puestos de rodillas en la contraescarpa, su alférez Juan de Navarrete tremoló la bandera, apellidaron todos a Santiago y a España, se alzaron a una, y acometiendo las trincheras holandesas, rompieron, acuchillaron, degollaron cuanto se les puso por delante, y cumplieron su palabra: Juan de Navarrete y otros catorce comieron, en efecto, con Cristo o con quien coman los valientes que mueren de pie, y el resto de sus camaradas cenó aquella noche en Amberes. Que si es mucha verdad que nuestra pobre España no tuvo nunca ni justicia, ni buen gobierno, ni hombres públicos honestos, ni apenas reyes dignos de llevar corona, nunca le faltaron, vive Dios, buenos vasallos dispuestos a olvidar el abandono, la miseria y la injusticia, para apretar los dientes, desenvainar un acero y pelear, qué remedio, por la honra de su nación. Que a fin de cuentas, no es sino la suma de las menudas honras de cada cual.