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Caminando enérgicamente, para combatir el frío, pero cansado y perezoso, llegó a la estación Saavedra. Tomó un boleto a Palermo y se sentó a esperar; ni bien hizo esto, pensó que todavía el plan no había madurado, que tal vez él andaría cansándose como un pobre loco por los bosques de Palermo y total ¿para qué? Para nada. Más le convenía concretar previamente el plan de batalla y, mientras tanto, ver una sección de cinematógrafo con Larsen. Es verdad que ese boleto le quemaba el bolsillo, pero no se atrevía a devolverlo, porque el señor de la ventanilla era un total desconocido. Si Larsen no estuviera en su casa, pensó levantándose y caminando hacia afuera de la estación, aprovecharía el boleto. Pero ¿por qué Larsen no iba a estar en su casa?

Al volver a las calles del barrio siempre le acometía alguna nostalgia, acaso tierna, acaso malhumorada; así, distraído, entró en la casa, llegó a la puerta de su viejo cuarto. Golpeó: no contestaron. La encargada, a quien llamó a gritos, a quien ofendió con su impaciente indiferencia por el inevitable preludio de interrogaciones corteses y de saludos le dijo que el señor Larsen acababa de salir y le cerró la puerta. Ya en la calle, Gauna vaciló un instante; no sabía si volver a la estación o presentarse en casa de Taboada. En ese momento, pedaleando en el triciclo celeste, sonriendo con toda su cara pilosa, apareció el Musel (como apodaban en el barrio al encargado de La Superiora, por alusión a su costumbre de recordar tesoneramente, con cualquier pretexto, su puerto natal); Gauna le preguntó si sabía a dónde había ido Larsen.

– No, no sé, que no sé -contestó el Musel-. Vamos, y usted ¿qué hace?, que anda solito, ¿cómo? ¿Ya se cansó de la vida de casado? No puede ser. Que no puede ser.

Se palmearon amistosamente y Gauna siguió su camino, rumbo a la estación. Estaba arrepentido de haber formulado esa pregunta al Musel. Además, pensó ¿cómo dejar pasar la oportunidad de iniciar las investigaciones definitivas? Por más que tratara de disimulárselo a sí mismo, estaba preocupado y nervioso. Llegó a la estación a tiempo para alcanzar, de un salto, el último vagón, cuando éste salía del andén. Bajó en la avenida Vértiz, cruzó por debajo de los puentes, atravesó el Rosedal y se internó en el bosque.

XXXII

Sintió mucho frío. Entre los árboles desnudos corría el viento, y el suelo, cubierto de una podredumbre de hojas y de ramas, estaba húmedo. Gauna esperaba, o quería esperar una súbita revelación; quería pensar en la tercera noche. Pensaba que los zapatos se le habían mojado, y que había personas, Larsen por ejemplo, que sentían dolor de garganta -un apretón de garganta, se explicó a sí mismo- en cuanto se mojaban los pies. Tragó, y advirtió un leve dolor de garganta. Estoy distraído, se dijo. Había que reaccionar. Notó en ese momento que desde un automóvil, al que se había acercado impensadamente, una pareja lo miraba con desconfianza. Gauna se alejó, aparentando no ocuparse de ellos. Después de un rato de pasearse temblando de frío, muy consciente de sus actos y de su apariencia sospechosa o estúpida, resolvió interrumpir, por esa tarde, la investigación. Pasaría por la casa del embarcadero. A lo mejor encontraba a Santiago; a lo mejor, en una conversación con éste, progresaba más que vagando toda una tarde por la desolación del bosque; a lo mejor Santiago y el Mudo habían aprendido modales y ahora trataban a sus visitas con una copa de grapa, que siempre abriga, como dice Pegoraro, y hace que las reuniones se vuelvan más amistosas y hasta más interesantes.

Cuando llegó a la casa del lago, Santiago y el Mudo tomaban mate. Gauna pensó que esa tarde no andaba con mucha suerte, pero se resignó al mate, que por añadidura se lo ofrecieron con galletitas recubiertas de chocolate dulce. (El Mudo las sacaba de una enorme lata azul, en que metía la mano, como en un pozo de la suerte.) La combinación del mate amargo y esas galletitas, que al principio le desagradó, empezó a gustarle, y muy pronto sintió por todo el cuerpo, en vez del frío que le estremecía la espalda, una templada y sutil difusión de bienestar. Hablaron, fraternales, de los años en que Gauna jugaba en quinta división y en que Santiago y el Mudo eran cancheros; Santiago preguntó si era verdad que se había casado, como aseguró alguien, y lo felicitó; Gauna dijo:

– Te costará creerme, pero hay veces que todavía me pregunto qué pasó a punto fijo la noche que el Mudo me encontró en el bosque.

Vos entraste a sospechar desde el primer momento -explicó Santiago- y ahora es inútil, nadie te saca la idea de la cabeza.

Gauna se sorprendió; siempre sorprende la opinión que los extraños tienen sobre nuestros asuntos. Pero no protestó; comprendió vagamente, suficientemente, que la verdadera explicación era, por ahora, incomunicable. Si declaraba «no busco nada malo, busco el mejor momento de mi vida, para entenderlo», Santiago lo miraría con desconfianza y con resentimiento y se preguntaría por qué Gauna trataba de engañarlo. Santiago continuó:

– Yo, si fuera vos, me olvidaba de todo ese puro disparate y me dedicaba a vivir tranquilo. Además, no sé qué decirte. Si no les sacás la verdad a tus amigos, no sé cómo vas a averiguarla.

Ya en plena simulación, Gauna continuó:

– ¿Y si me equivoco? No puedo mostrar que sospecho de ellos -miró en silencio a Santiago; después agregó-: ¿No llegaste a saber nada nuevo sobre las circunstancias en que me encontró el Mudo?

– ¿Nada nuevo, che? Si es un asunto viejo, que ya nadie se acuerda. Además, quién le va a sacar algo al Mudo. Mirálo, está más cerrado que un tesoro marca Fisher.

El Mudo no debía de estar cerrado como decía su hermano, porque empezó a hacer ruidos con la garganta, cortos y ansiosos. Luego, en silencio, rió tanto, que las lágrimas le corrían por las mejillas.

– ¿Y te acordás de qué punto arrancaron para venir al bosque? -inquirió Santiago.

– Del mismo Armenonville -contestó Gauna.

– Buscáte una bailarina, trabajála despacio y quién te dice que no le sacás algo.

– Ya lo he pensado, pero, miráme un poco, hacé el favor. ¿Cómo voy a presentarme con este entrazado en el Armenonville? Alquilar un traje es mucha historia y así no me deja entrar el portero, no sea que espere en el portón hasta los carnavales.

Santiago lo miró seriamente y, después de un instante, hablando despacio, preguntó:

– ¿Sabés lo que te va a costar la consumición? Por lo bajo cinco pesos; te digo: por lo bajo. Vos te sentás ahí y antes que abras la boca ya están sirviéndote champagne; y en cuanto se te arrima una fulana ya podés entrarte los dedos por las orejas que están destapando una nueva botella, porque la de tu marca no le agrada a la señorita, que es muy estrecha en sus gustos. Mientras seguís repantigado tenés que hacer la cuenta que te aplican un taxímetro a la cartera y cuando quieras pedir la esponja y retirarte, más muerto que vivo, poné cuidado en repartir las propinas porque si los disgustás los trozos te sacan a los empujones hasta que te pasan al portero que te da un saque y despertás en la comisaría, donde te levantan un sumario por desórdenes.

Habían acabado de tomar mate. El Mudo, siempre modesto, renovaba el cuero de un remo. Santiago se paseaba fumando una pipa y, arropado con una vasta tricota azul, caminando por su embarcadero, parecía un viejo lobo de mar. Se despidieron.

– Bueno, Emilio -habló persuasivamente Santiago-, ahora no desaparezcas para siempre.