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– Todo eso -explicó Taboada, notando la curiosidad con que Gauna miraba los objetos de la cómoda- me lo ha traído Clara. La pobre me va a echar a perder con tanto regalo.

La muchacha salió del cuarto.

– ¿Cómo anda la salud, don Serafín? -preguntó Gauna.

– No anda mal -respondió Taboada; luego añadió sonriendo-: Pero esta vez Clara se asustó. No deja que me levante de la cama.

– ¿Y qué más quiere? Descanse. Mientras los demás trabajan usted se la pasa leyendo el diario y fumando, echado en la otomana.

– En el banco de la paciencia, querrás decir; pero eso no es nada. ¿A qué no sabés lo que hizo? -inquirió Taboada riéndose-. Esa muchacha va a hundirme. No se lo digas a nadie: trajo un médico, me obligó a recibirlo.

Gauna lo miró con interés y habló seriamente:

– Lo mejor es cuidarse. ¿Qué le dijo el médico?

– Cuando se quedó solo conmigo, me dijo que no debo pasar el invierno en Buenos Aires. Pero de esto, ni una palabra a Clarita. No quiero tutores ni metidas que resuelvan lo que debo hacer.

– ¿Y usted qué resuelve?

– No hacerle caso, quedarme en Buenos Aires, donde he pasado toda mi vida, y no andar como pan que no se vende por las sierras de Córdoba, aprendiendo a hablar con tonada.

– Pero don Serafín -insistió obsequiosamente Gauna-, si es por la salud.

– No, che, dejáte de joder. Ya he cambiado, o creí cambiar, destinos ajenos. Que el mío siga solo y como quiera.

Gauna no pudo insistir, porque Clara había regresado. Traía una bandeja y les sirvió café. Hablaron del casamiento.

– Tendré que invitar al doctor Valerga y a los muchachos -insinuó Gauna.

Como siempre, Taboada replicó:

– ¿Doctor en qué?, ¡haceme el favor…! En asustar a los chicos y a los faltos.

– Como usted quiera -contestó Gauna, sin enojarse-, pero voy a tener que invitarlo.

Taboada le dijo con una voz muy suave:

– Lo mejor que podés hacer, Emilio, es cortar con toda esa gente.

– Cuando estoy con usted, pienso como usted, pero son mis amigos…

– No siempre uno puede ser leal. Nuestro pasado, por lo común, es una vergüenza, y no puede uno ser leal con el pasado a costa de ser desleal con el presente. Quiero decirte que no hay peor calamidad que un hombre que no escucha su propio juicio.

Gauna no contestó. Pensó que había alguna verdad en las palabras de Taboada y, sobre todo, que a éste no le faltarían argumentos para abochornarlo si él intentaba discutir. Pero estaba seguro de que la lealtad era una de las virtudes más importantes y hasta sospechó, recordando la confusión de las frases que acababa de oír, que Taboada era de la misma opinión.

– A mí lo que siempre me apartó del casamiento -confesó Taboada, como pensando en voz alta- es la bulla.

Clara sugirió:

– Podríamos casarnos sin invitaciones ni fiesta.

– Yo creía que lo principal, para las muchachas, era el vestuario de novia -afirmó Gauna.

Taboada encendió un nuevo cigarrillo. Su hija se lo sacó de la boca y lo aplastó contra el cenicero.

– Por hoy has fumado bastante -dijo.

– Vea la mocosa -comentó con indiferencia Taboada. Gauna miró la hora y se levantó.

– ¿No vas a acompañarnos a comer, Emilio? -preguntó el Brujo.

Gauna aseguró que Larsen lo esperaba. Se despidió.

– Quería pedirles un favor, a los dos -declaró Taboada mientras acomodaba el almohadón, para sentarse mejor en la cama-. Cuando salgan juntos córranse hasta la calle Guayra y tengan a bien de dar una revisada a mi casita. Es un sucucho de pocas pretensiones, pero me parece que para la gente de trabajo no está mal. Es mi regalo de bodas.

Cuando estuvo solo, Gauna pensó que dejar a su padre sería para Clara más doloroso que para él dejar a Larsen. Brujo y todo, Taboada le pareció digno de compasión y encontró que sacarle la hija era mucha crueldad. Clara debía de sentir eso; nunca, sin embargo, se lo había dicho. Incrédulamente, Gauna se preguntó si Clara sentiría por él ese resentimiento que él sentía por ella.

XXIX

Estuvieron tan ocupados en instalarse, que el hecho mismo del casamiento -ceremonia de la que fueron testigos don Serafín Taboada y don Pedro Larsen- perdió para los protagonistas su prestigio y se confundió con los demás quehaceres y molestias de un día muy atareado. Taboada y Larsen no compartieron esa indiferencia.

Como lo había anunciado, Taboada les regaló la casa de la calle Guayra, que era su única propiedad. Gauna se hizo cargo de la hipoteca, de la que sólo quedaban por pagar contados servicios. Cuando Gauna y Clara dijeron que no podían aceptar un regalo tan importante, Taboada aseguró que las ganancias del consultorio le bastaban para su vida poco rumbosa.

A pesar de que no hubo invitaciones, recibieron regalos de Lambruschini, de los compañeros del taller, de la turquita y de Larsen. Este último debió de quedar medio arruinado, porque les regaló el juego de comedor. Blastein, el director de la compañía Eleo, les mandó una coctelera de metal blanco, que Gauna perdió en la mudanza. Todo el barrio sabía que se habían casado; sin embargo, la manera silenciosa en que lo hicieron, les valió algunas calumnias.

Pidió licencia en el taller y durante quince días trabajaron mucho en la casa. Gauna estaba tan interesado, que no se acordó del problema de su libertad perdida; hipotecas, distribución de muebles, blanqueos impermeabilizadores, esteras, repisas, calefones, la corriente eléctrica y el gas ocupaban toda su atención. Con particular esmero, construyó una pequeña biblioteca para los libros de Clara, que era muy lectora.

En el dormitorio pusieron la cama de dos plazas; cuando él propuso que compraran un catre, por si alguna vez uno se enfermaba, Clara contestó que no tenían por qué enfermarse.

Muy de tarde en tarde iba al Platense; lo hacía para que no pensaran que se había enojado o que los despreciaba o que Clara lo tenía prisionero. La primera tarde que se reunieron en casa de Valerga, Antúnez, para hacerle pasar un mal rato, preguntó:

– ¿Saben que nuestro amiguito aquí presente ha contraído enlace?

– ¿Y se puede saber quién es la agraciada? -inquirió el doctor. Gauna pensó que esa ignorancia debía de ser fingida y que el trance no se presentaba bien.

– Con la hija del Brujo -informó Pegoraro.

– No conozco a la niña -declaró con seriedad el doctor-. Al padre, sí. Un hombre de valía.

Gauna lo miró con afecto casi piadoso, recordando el invariable desdén con que Taboada hablaba de él. Al mismo tiempo, con un principio de alarma, creyó comprender que ese desdén era justo. Para alejar estas ideas, siguió hablando. Explicó:

– Nos casamos privadamente.

– Como si tuvieran vergüenza -comentó Antúnez.

– No me parece atinada la observación -dijo el doctor, mirando formidablemente a Antúnez y omitiendo, en la última palabra, la letra "b"-. Hay gente que gusta de la bullanga y gente que no. Yo me casé como Gauna, sin toldo colorado ni tanto zonzo mirando -buscó la mirada a todos los circunstantes-. ¿Tienen algo que objetar?

Por cierto que ninguna "b" entorpeció el verbo.

De la aventura de los lagos, Gauna casi no se acordaba; pero una noche, a través de un insomnio, llegó a ese misterio y, con absurda exaltación, juró aclararlo algún día y luego juró no olvidar la resolución. Estaba seguro de que si una vez esperaba la madrugada en el bosque de Palermo, el lugar le revelaría algo. Además, debía interrogar nuevamente a Santiago. ¡Pensar que el Mudo tal vez conocía la verdad! Tendría qué recorrer los cafetines y, si era necesario, juntar valor y, con traje de etiqueta alquilado, presentarse en el Armenonville. Acaso alguna señorita bailarina, si él le pagaba la copa, diría lo que había visto o lo que le habían contado.

Esa misma noche recordó también su proyectada pelea con Baumgarten. Él sabía que una fortuita trama de circunstancias había postergado y finalmente, impedido, la pelea; pero sabía también que la gente, si hubiera estado informada de lo esencial del asunto, habría pensado que él era cobarde. No estaba seguro de que ese juicio fuera erróneo.