Cuando esa posibilidad desapareció, ejecuté mi contrato y me hice analista de software. El empleo que conseguí resolviendo un acertijo, lo acepté al fracasar con otro. El tiempo en Texas pasó más rápido de lo que puedo explicar. El calor que hacía allí en verano no me traía recuerdo alguno, así que me quedé. Katie y yo nos escribimos casi una vez por semana durante los dos años que ella pasó en Princeton; comencé a esperar sus cartas aun cuando se hicieron menos frecuentes. La última vez que la vi fue durante un viaje a Nueva York para celebrar mi vigésimo sexto aniversario. Al final de ese viaje, creo que hasta Charlie se hubiera dado cuenta de que el tiempo se interponía entre nosotros. Mientras caminábamos por Prospect Park bajo el sol de otoño, cerca de la galería de Brooklyn donde Katie trabajaba, comencé a comprender que las cosas que una vez habíamos disfrutado se habían quedado atrás, en Princeton, y que el futuro no había conseguido reemplazarlas por la visión de un porvenir. Katie -y esto yo lo sabía- había deseado comenzar algo nuevo ese fin de semana, trazar un nuevo curso según una nueva estrella. Pero la posibilidad del renacimiento, que durante tanto tiempo había mantenido a flote a mi padre y había preservado su fe en su hijo, era un acto de fe del cual yo empezaría a dudar muy pronto. Después de ese fin de semana comencé a desaparecer por completo de la vida de Katie. Poco después me llamó por última vez al trabajo. Sabía que el problema estaba de mi lado, que eran mis cartas las que se habían vuelto más cortas y distantes. Su voz revivió un dolor que no había esperado. Me dijo que no volvería a tener noticias suyas hasta que hubiera sacado en claro dónde estaba nuestra relación. Terminó por darme el número de una galería nueva y me dijo que la llamara cuando las cosas hubieran cambiado.
.Paul soportó mejor que los demás el paso del tiempo. Siguió a mi lado, brillante, a sus veintidós años, como un incorruptible Dorian Gray. Me parece que fue después, cuando mi compromiso con una profesora asistente de la Universidad de Texas comenzó a venirse abajo -ahora me doy cuenta de que aquella mujer me recordaba a mi padre y a mi madre y a Katie, todos a la vez-, cuando tomé la costumbre de llamar a Charlie cada semana, y de pensar cada vez con más frecuencia en Paul. Me pregunto si no fue acertado que se fuera así como lo hizo, dejándonos esa imagen. Esforzado. Joven. Mientras tanto, nosotros, igual que Richard Curry, sufrimos los estragos de la vejez, las desilusiones de una juventud prometedora. Ahora me parece que la muerte es la única vía de escape de la vida. Tal vez Paul supo todo el tiempo que le estaba ganando la partida: al pasado, al presente y a todo lo que hubiera entre los dos. Incluso ahora parece que me siga conduciendo hacia las conclusiones más importantes de mi vida. Todavía lo considero mi mejor amigo.
Las cosas nunca cambiaron. En todo caso, no para mí. No pasó mucho tiempo antes de que la librería de mi madre prosperara y ella me pidiera que la ayudara a llevar la de Columbus. Le dije que era demasiado difícil dejar Texas ahora que había echado raíces. Mis hermanas me visitaban y Charlie y su familia lo hicieron una vez, y todos se iban dándome consejos para salir de esta depresión, para sobreponerme a esto, fuera lo que fuese. La verdad es que me he limitado a ver cómo las cosas cambian a mi alrededor. Cada año las caras son más jóvenes, pero en todas ellas veo las mismas formulaciones, emitidas de nuevo como si fuesen dinero, nuevos sacerdotes de una vieja denominación. Recuerdo que en la clase de Economía que seguí con Brooks nos enseñaron que un solo dólar, si se le hacía circular el tiempo suficiente, podría comprar el mundo entero, como si el comercio fuera una vela que nunca se apagara. Pero ahora veo ese mismo dólar en cada compra, y ya no necesito los bienes que puede comprar. La mayor parte del tiempo, apenas si los percibo como bienes
Capítulo 30
Así pues, tal vez había tomado la decisión aun antes de recibir este paquete por correo. Tal vez el paquete sólo fue el desencadenante, como el alcohol que derramó Parker aquella noche sobre el suelo del club. No he llegado a los treinta y ya me siento como un viejo. Es la víspera de nuestra quinta reunión de promoción y parece que hayan pasado cincuenta años.
«Imagina -me dijo Paul alguna vez-, que el presente no es más que un reflejo del futuro. Imagina que pasamos nuestra vida entera mirando fijamente un espejo con el futuro detrás de nosotros, viéndolo sólo a través del reflejo de lo que tenemos aquí y ahora. Algunos empezaríamos a creer que podemos ver mejor el mañana dándonos la vuelta y mirándolo directamente. Pero aquellos que lo hicieran, aun sin darse cuenta, perderían la perspectiva que alguna vez tuvieron. Pues lo único que no podrían ver directamente sería su propia imagen. Al darle la espalda al espejo, se transformarían en el único elemento de su propio futuro que sus ojos nunca llegarían a ver.»
En ese momento pensé que Paul estaba repitiendo como un loro la sabiduría que había recibido de Taft, y que Taft habría robado de algún filósofo griego: la idea de que nos pasamos la vida entrando de espaldas en el futuro. Lo que no pude ver, por encontrarme mirando al lado equivocado, era que Paul se refería a mí. Durante años he tenido la decisión de seguir adelante con mi vida mediante la obstinada persecución del futuro. Eso es lo que todos me dijeron que debía hacer: olvidar el pasado, mirar hacia delante, y acabé por hacerlo mejor de lo que todos esperaban. Cuando hube llegado, sin embargo, me pareció que sabía exactamente cómo se había sentido mi padre, que podía identificarme con la manera en que las cosas parecían volverse en su contra sin explicación alguna.
En realidad, no tengo la menor idea al respecto. Ahora me giro hacia el presente, y me encuentro con que no he tenido ninguna de las desilusiones que experimentó mi padre. En un negocio del que no sé nada, que nunca me ha apasionado, he tenido un cierto éxito. Mis superiores se maravillan de que después de haber sido, durante cinco años, el último en dejar el despacho, no me haya tomado ni un solo día de vacaciones. Como no se les ocurre nada distinto, me toman por un devoto.
Viendo eso ahora, y comparándolo con el hecho de que mi padre no hizo nunca nada que no le apasionara, he llegado a comprenderlo. No lo conozco mejor que antes, pero sé algo acerca de la posición que he tomado durante estos años en que me he dado la vuelta para mirar hacia el futuro. Sé que ésta es una manera ciega de encarar la vida, una posición que permite que el mundo te pase por encima exactamente cuando más te crees metido en él.
Esta noche, mucho después de haber salido del despacho, he renunciado a mi empleo. He observado cómo se ponía el sol sobre Austin, me he dado cuenta de que no ha nevado una sola vez desde que vivo aquí, ni siquiera en mitad del invierno. Casi he olvidado lo que se siente al meterte en una cama tan fría que desearías que hubiera alguien más en ella. Texas es tan cálida que te convence de que es mejor dormir solo.
El paquete me esperaba en casa cuando he regresado del trabajo. Un tubo de color marrón apoyado en mi puerta, tan inesperadamente ligero que he llegado a pensar que estaba vacío. No llevaba nada escrito salvo mi dirección y código postal, y no había remitente, sólo un número de rastreo escrito a mano en la esquina izquierda de la etiqueta. Recordé un póster que Charlie me dijo que me enviaría, una pintura de Eakins sobre un remero solitario en medio el río Schuylkill. Charlie estuvo intentando convencerme de que me mudara más cerca de Filadelfia, de que Filadelfia era la ciudad adecuada para un hombre como yo. Su hijo debería ver a su padrino con más frecuencia, dijo. Charlie pensó que había comenzado a alejarme.
Así que abrí el cilindro, pero lo dejé para después del correo normal, las ofertas de tarjetas de crédito y las notificaciones de las loterías. Nada que se pareciera a una carta de Katie. En el resplandor del televisor, el cilindro parecía hueco: no había ningún póster de parte de Charlie, no había ninguna nota. Sólo al meter el dedo sentí que había algo delgado pegado a la circunferencia. Un lado me parecía satinado y el otro rugoso. Lo saqué de un tirón con menos delicadeza de la que habría debido emplear, preguntándome qué sería.