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Me sorprendió que Gil lo visitara tanto. Estuve presente en varias de esas visitas, y siempre percibí entre ellos la misma incomodidad. Ambos se sentían culpables, y sus culpas se hacían más intensas cada vez que se veían. Por más irracional que fuera, Charlie creía que nos había abandonado al no estar con nosotros en el Ivy. A veces llegaba a ver la sangre de Paul en sus propias manos, porque la muerte de nuestro amigo le parecía el precio de su propia debilidad. Gil parecía sentir que también él nos había abandonado, pero mucho tiempo atrás y de formas más difíciles de expresar. El que Charlie, habiendo hecho tanto por nosotros, pudiera sentirse tan culpable, sólo lograba que Gil se sintiera peor.

Una noche, antes de irse a dormir, Gil me pidió perdón. Decía que le habría gustado hacer las cosas de otro modo. Nos merecíamos algo mejor. A partir de esa noche no volví a encontrarlo viendo películas viejas. Comía en restaurantes que quedaban más y más lejos del campus. Cada vez que lo invitaba a comer en mi club, él encontraba una razón para negarse. Fueron necesarios cuatro o cinco rechazos para que yo entendiera que no era la compañía lo que lo molestaba; era la idea de pasar cerca del Ivy. Cuando Charlie salió del hospital, él y yo desayunábamos, comíamos, cenábamos juntos. Gil comía solo cada vez con más frecuencia.

Poco a poco, nuestras vidas se liberaron del escrutinio ajeno. Si bien al principio nos sentíamos como parias -cuando la gente acabó por cansarse de oír hablar de nosotros-, después nos sentimos como fantasmas -cuando la gente comenzó a olvidar-. La misa en memoria de Paul se llevó a cabo en la capilla, pero habría cabido en un salón pequeño a juzgar por la poca gente que atrajo, casi tantos estudiantes como profesores y la mayoría miembros del equipo de urgencias médicas o del Ivy, que asistieron por compasión hacia Charlie o Gil. El único miembro de la facultad que se me acercó después de la ceremonia fue la profesora LaRoque, la mujer que mandó a Paul a entrevistarse con Taft por primera vez, e incluso ella parecía interesada tan sólo en la Hypnerotomachia, en el descubrimiento de Paul más que en Paul mismo. No le dije nada, y me propuse hacer lo mismo cada vez que el tema de la Hypnerotomachia surgiera en el futuro. Pensé que era lo menos que podía hacer: no revelar a extraños el secreto en que Paul tanto se había esforzado por mantener entre amigos.

Lo que generó brevemente un resurgimiento del interés en la Hypnerotomachia fue el descubrimiento, ocurrido una semana después del titular acerca del parking subterráneo, de que Richard Curry había liquidado sus bienes personales justo antes de irse de Nueva York rumbo a Princeton. Había puesto el dinero en un fideicomiso privado, junto con las propiedades residuales de su casa de subastas. Cuando los bancos se negaron a revelar los términos del fideicomiso, Ivy reivindicó su derecho al dinero como compensación de los daños. El lío sólo cedió cuando la junta directiva del club decidió que ni un solo ladrillo del edificio nuevo sería adquirido con dinero de Curry. Mientras tanto, los diarios se lanzaron sobre la noticia de que Richard Curry había dejado todo su dinero a un beneficiario anónimo, y algunos sugirieron lo que yo daba por cierto: que el dinero estaba destinado a Paul.

El gran público, sin embargo, al desconocer la tesina de Paul, difícilmente podía entender las intenciones de Curry, de manera que excavó en su amistad con Taft hasta que los dos hombres se volvieron una farsa, una explicación de todo mal que no constituía explicación alguna. La casa de Taft en el Instituto se transformó en un lugar fantasma. Los nuevos miembros del Instituto se negaban a vivir en ella, y los adolescentes del pueblo se retaban para ver quién sería capaz de entrar.

El único beneficio del nuevo ambiente de teorías fantásticas y titulares sensacionalistas fue que pronto resultó posible sugerir que Gil, Charlie y yo no habíamos hecho nada malo. No éramos lo bastante extravagantes como para tomar parte en lo ocurrido, por más extraño que lo creyera la gente: los diarios locales llenaban la cobertura con fotos de Rasputín Taft y de Curry, el lunático que lo había asesinado. Tanto la policía como la universidad declararon que no tenían intención de tomar acciones legales contra nosotros, y supongo que para nuestros padres fue importante que pudiéramos graduarnos sin deshonra. Nada de esto preocupaba demasiado a Gil, pues este tipo de cosas nunca lo preocupaban y ni siquiera yo logré que el asunto llegara a importarme.

De cualquier forma, creo que aquello le quitó un peso de encima a Charlie, que vivía cada vez más en la sombra de lo ocurrido. Gil hablaba de complejo de persecución al referirse a la manera en que Charlie esperaba un golpe de mala suerte a cada paso; para mí, en cambio, Charlie estaba simplemente convencido de que habría podido salvar a Paul. Fuera como fuese, su fracaso sería juzgado, bien en Princeton, bien en un futuro. No era ninguna persecución lo que aterrorizaba a Charlie; era el día del juicio.

El único asomo de placer de mis últimos días en la universidad me llegó de Katie. Al principio, cuando Charlie estaba todavía en el hospital, ella traía comida para Gil y para mí. Al día siguiente del incendio, ella y otros miembros del Ivy pusieron en marcha una cooperativa, y compraban y cocinaban su propia comida. Temiendo que Gil y yo no estuviéramos alimentándonos bien, Katie siempre cocinaba para tres. Después me llevaba a caminar, insistiendo en que el sol tenía poderes regenerativos, que en los rayos cósmicos había rastros de litio que sólo podían aprovecharse al amanecer. Incluso nos tomó fotos, como si viera en esos días algo que valiera la pena recordar. La fotógrafa que tenía dentro estaba convencida de que la solución a nuestros problemas se encontraba, de alguna manera, en una correcta exposición a la luz.

Sin el Ivy en su vida, Katie parecía estar todavía más cerca de lo que yo quería que fuese y más lejos de ese lado de Gil que nunca pude comprender. Siempre animada, el pelo siempre suelto. La víspera de la graduación, me invitó a su habitación después del cine, diciendo que quería que me despidiese de sus compañeras. Supe que sus intenciones eran otras, pero esa noche le dije que no podía hacerlo. Habría a nuestro alrededor demasiadas imágenes de aquellas certidumbres que Katie llevaba consigo: su familia y sus viejos amigos y el perro al pie de su cama en New Hampshire. Una última noche en una habitación llena de esos puntos cardinales de su vida sólo lograría recordarme el flujo constante en que permanecía la mía.

Durante esas últimas semanas nos mantuvimos expectantes, mientras la investigación del incendio en el Ivy llegaba a su fin. Y el viernes antes de la ceremonia de graduación, como si el anuncio se hubiera planeado para que coincidiera con el cierre del año académico, las autoridades locales aceptaron finalmente que Richard Curry, «coincidiendo con las declaraciones de los testigos, precipitó un fuego en el interior del Ivy Club, causando así la muerte de dos personas dentro del edificio». Como prueba de lo cual presentaron dos restos de una mandíbula humana que concordaban con los registros dentales de Curry. La explosión de la red de gas había dejado poco más que eso.

Sin embargo, la investigación permaneció abierta y nada específico llegó a decirse acerca de Paul. Yo sabía la razón. Tan sólo tres días después de la explosión, un investigador confesó a Gil que aún tenían esperanzas de que Paul hubiera sobrevivido: los restos encontrados eran poco más que pedazos, y los pocos que eran identificables pertenecían a Curry. Así pues, durante los días que siguieron aguardamos esperanzadamente el regreso de Paul. Pero cuando Paul no regresó, no salió tambaleándose del bosque ni apareció de repente en un lugar habitual, tras haber perdido la memoria durante un tiempo, los investigadores parecieron darse cuenta de que era mejor guardar silencio que llenarnos de falsas esperanzas.