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– ¿Esta mañana fuiste al Frenopático?

– Antes que yo abriera la boca, estaba gritándome sin inquietarse mayormente de que Ceferina la oyera-: ¿A mí qué me importa que le haga bien o mal? Yo siempre te creí más hombre, pero te juro que ahora la comprendo a mi hermana y hasta la compadezco y de todo corazón la felicito si lo ha seguido al profesor de perros.

– ¿Qué estás diciendo? -le pregunté-. Ahora mismo vas a explicarte.

Contestó:

– Sos terco, pero de hombre no tenés nada.

La furia por momentos la hacía aparecer descompuesta y hasta indecente, lo que me desagradaba, porque era tan igual a Diana. Me dijo que no me decía nada más, para que yo no me pasara la noche llorando en las polleras de la vieja.

Desde luego pasé la noche cavilando, revolviéndome en la cama. De repente grité: ¿Qué puede importarme ese arranque de furia contra mí, si Diana está encerrada en el Frenopático? No había terminado la frase, cuando me sobresaltó una duda. "¿O no está encerrada? ¿Qué sugirió Adriana María?". La nueva sospecha aclaraba tal vez mi conversación de la mañana con el doctor Campolongo. "Se mostró contrario a que yo la viera" me dije "por la simple razón de que Diana no estaba en la clínica. Para alejarme definitivamente inventó el disparate de que mis visitas le harían mal".

De noche el hombre piensa de manera extraña. Considera creíble todo lo que es amenaza y espanto, pero descarta sin dificultad los pensamientos que pueden calmarlo. Así yo encontré, durante horas, de lo más natural que los médicos, aunque Diana no hubiera pisado el Instituto, dijeran que la tenían internada. ¿Para qué? Para encubrir a un profesor de perros. El juramento hipocrático exige otra responsabilidad.

Soy tan loco y miserable que al llegar a la conclusión de que Diana estaba en el Instituto, por un momento me alegré.

Cuando ya me dormía, oí pasos en la granza del jardín. Me quedé quieto, para oír mejor. Como el de afuera tampoco se movió, hubo un silencio perfecto. "El que se canse primero, se va a mover" pensé. Debió de cansarse el de afuera, porque de nuevo oí los pasos. Corrí a la cómoda, abrí un cajón y, con el apuro, no encontré el Eibar. Es un

revólver de mango nacarado, que me dejó el finado mi padre. En cambio encontré la linterna. Corrí a la ventana, la abrí y apenas tuve tiempo de alumbrar a un hombre que pasó por encima de la verja y desapareció. Hubiera jurado que era el peón de la escuela de perros, pero me dije que un hombre de trabajo, por la noche, no se convierte en asaltante.

XXIV

A la otra mañana, mientras me levantaba y me vestía, seguí en mis cavilaciones, de modo que sin pensar en lo que estaba haciendo -sin peinarme siquiera y sin afeitarme- entré en la cocina a tomar el mate. En cuanto me vio, Ceferina vino a mi encuentro y, buscándome los ojos, me preguntó:

– ¿Qué te pasa?

Mateando en la mecedora, mi cuñada disimulaba la risa, como si estuviera de lo más divertida. No debería decirlo, pero a veces la comparo a una zorra de gran tamaño que se relame de antemano por las picardías que prepara. Los ojos le brillan, es de físico amplio, como Diana, con la misma piel rosada. Casi la única diferencia, ya se sabe, está en el color del cabello. Recuerdo que reflexioné: "Es increíble que sea tan mala y que se parezca tanto a mi señora".

– Estás ojeroso -dijo Ceferina-. Pálido.

– Paliducho -corrigió Adriana María.

– ¿No te sentís enfermo?

Adriana María dijo:

– Seguramente se pasó la noche suspirando por su mujercita. Quién supiera los rebusques de la Diana. A él, no le hablés de otra.

Yo no podía creer lo que oía. Le juro que en ocasiones me sorprende la libertad de las mujeres. Quisiera saber de qué hablan cuando están entre ellas. Aunque se lleven mal, forman una especie de gremio.

– No te rías -le dijo la vieja.

– ¿Vos creés que me han quedado ganas de reír?

– Qué manera de gritarle anoche.

Protesté en el acto:

– No me gritó.

– ¿Vos creés que estoy sorda? -comentó Ceferina y me pasó el mate.

– Anoche había un tipo en el jardín.

– Yo también oí pasos -dijo la vieja-. Tenés que arreglar la ventana de la cocina.

– ¿Qué tiene la ventana? -preguntó Adriana María.

– No cierra. Una noche vamos a encontramos con un tipo adentro.

– Dios te oiga -dijo Adriana María.

Pregunté:

– ¿Se fue Martincito?

– Si no se va, llega tarde -explicó la vieja.

– No va a esperar a que te despertés -dijo Adriana María.

Lo he comprobado mil veces. Noche que no pego el ojo, noche que me quedo dormido.

Adriana María anunció:

– Salgo.

– ¿Dónde vas? -preguntó la vieja.

– Yo también tengo mis cosas. ¿O acá solamente el hombre sale sin dar explicaciones?

Me pareció que hablaba para mí. ¿Qué puede importarme que salga o no salga?

Cuando nos dejó solos, la vieja apoyó las manos en mis hombros y me preguntó:

– ¿Qué pasa, Lucho?

– Nada -le dije.

– ¿Ni en mí confiás? Fíjese cómo es de cariñosa cuando quiere.

– Si me salís con eso, te lo digo. No sé qué me pasa, pero me pregunto si algún día Diana volverá.

– Estás como Picardo. Cuando la zaparrastrosa de Mari lo dejó, se pasaba el día en La Curva y desde el fondo le gritaba al patrón: "Pepino ¿vos creés que volverá?".

Le dije "Muy gracioso". Me preguntó por qué no habría de volver Diana.

– Me lo dicen por indirectas.

– A tu cuñada no la escuches.

– Hay otro motivo. A lo mejor son locuras mías. Estoy ganando tanta plata que me da

qué pensar. La cantidad es lo que asombra. Me pregunto si adrede no llega así la plata

porque no voy a tener en qué gastarla.

– Si es por eso, no te preocupes -me dijo-. Si la dejan para siempre a Diana en el manicomio, todo lo que ganes no te alcanza para mantenerla.

Tal vez tuviera razón, pero el hecho no importaba, ella no entendía y yo no sabía explicar.

– Ayer aparecieron unos con un reloj tan grande que, para mí, trae mala suerte. Me pagan una enormidad. Nadie me saca de la cabeza que hay algo malo en todo esto. Te vas a reír: como si tuviera miedo de contagiarme, trabajo en el reloj con apuro y verdadera aprensión.

– ¿Aprensión de qué?

– De que no vuelva Diana.

Por un ratito me miró como si estuviera aturdida; después me preguntó muy suavemente:

– ¿Sabés por qué este mundo no tiene arreglo?

Le aseguré que no sabía.

Me dijo:

– Porque los sueños de uno son las pesadillas de otro.

– No entiendo -admití.

– Sin ir más lejos, pensá en la política.

– ¿Qué tiene que ver la política?

Traté de explicar la diferencia entre la política y mi apego por Diana.

Me interrumpió:

– Sin ir más lejos, pensá en las elecciones y en las revoluciones. La mitad de la población está satisfecha y la otra, desesperada.

– La novedad -dije.

De un tiempo a esta parte se irrita fácilmente.

– La novedad, la novedad -repitió con esa maldita soberbia que le da la inteligencia-. Bajo un mismo techo vos estás rezando porque vuelva Diana y Adriana María, porque no vuelva.

– ¿Vos creés? -le pregunté.

– ¿Cómo no voy a creer? Si me apurás un poco, te digo que yo tampoco me voy a quejar si la Diana se pudre allá adentro.

"Menos mal" -pensé- "que me queda la amistad de Martincito".