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Campolongo abrió un cajón y se puso a revisar fichas, lo que le llevó un tiempo que me pareció interminable. Por fin, dijo:

– Las noticias, grosso modo, son buenas. Yo diría que su señora responde favorablemente al tratamiento.

Para no precipitarme, porque el próximo paso era decisivo, le hice una pregunta de relleno:

– ¿Qué significa ese cuadro?

– Un motivo romano. El doctor Reger Samaniego se lo explicará. Creo que es un rey con su mujer.

Armándome de coraje, aproveché la coincidencia y pregunté:

– ¿Usted cree, doctor, que yo podría ver a la mía?

Sin apresurarse, Campolongo guardó las fichas, cerró el cajón y me dijo:

– En este caso particular, la visita de cualquier persona allegada a la enferma me parece poco recomendable. Desde luego, no excluyo la posibilidad de que el doctor Reger Samaniego opine de otro modo y acceda, estimado señor Bordenave, a su amable pedido.

– Si le parece lo espero al doctor.

– Mucho me temo que no pueda verlo.

En resumen, con su aire amistoso, había dicho que no primero y enseguida, para engañarme, que tal vez y por último que no. Cuando uno se ha hecho la ilusión de ver a una persona que extraña, si le dicen que no la verá, la congoja es muy grande. Sobreponiéndome a medias, le pregunté:

– ¿Se halla usted en condiciones de adelantarme una fecha aproximada de la vuelta a casa de mi señora?.

Campolongo me aseguró:

– Al respecto no puedo contestar, ya que todo dependerá, y usted lo entiende perfectamente, de cómo la enferma responde al tratamiento.

– ¿Debo resignarme -le pregunté- a volver a casa con las manos vacías?

Con un aire de cortesía extrema, Campolongo sonrió y se inclinó.

– Correcto -dijo.

A lo mejor pensaba que yo estaba muy conforme.

– Lo que sucede -le previne- es que no me voy a resignar.

Me miró sorprendido.

– Tendrá que hablar con el doctor Reger Samaniego.

– ¿Cuándo? -pregunté.

– Cuando el doctor lo reciba.

– Mientras tanto queda mi señora encerrada y yo no la veo.

– No se ponga nervioso.

– ¿Cómo no me voy a poner nervioso? Yo creí que mi señora no estaba presa.

– Está enferma.

– Yo no sabía que el sanatorio fuera una cárcel.

– No se ponga nervioso.

– Si me pongo nervioso ¿me mete adentro?

Pensé: "Por lo menos la tendré más cerca a Diana".

Campolongo se levantó del sillón, rodeó el escritorio suavemente, como si yo durmiera y él no quisiera despertarme y se arrimó a la pileta de lavar. Mientras tanto repetía de manera mecánica:

– No se ponga nervioso.

Hablaba como quien trata de serenar y entretener a un chico enfermo o a un perro.

– Si me pongo nervioso, ¿me aplica una inyección? ¿Un calmante? Pobre de usted. Le clausuro el local.

Campolongo se detuvo a mirarme. Sospecho que mis palabras lo enojaron, por el modo en que dijo:

– No amenace.

– ¿Y usted qué se ha creído? ¿Que me va a decir lo que tengo que hacer y lo que no tengo que hacer? Vaya sabiendo que mi abogado está perfectamente al tanto sobre esta visita. Si no llamo al mediodía, actúa.

– ¿Un abogado? ¿Quién es?

– A su debido tiempo sabrá quién es.

– No se ponga así.

– ¿Cómo quiere que me ponga?

– Le sugiero que fije una entrevista, para hoy o mañana, con el doctor Reger Samaniego. A lo mejor lo deja ver a la enferma.

Porque ya no esperaba nada, tomé esas palabras conciliadoras, como la rendición incondicional. Para estar seguro pregunté:

– ¿Me habla sinceramente?

– ¿Cómo no voy a hablar sinceramente?

– ¿Usted cree que Samaniego me dará permiso?

A mí mismo la pregunta me pareció bastante servil. Campolongo recuperó el tono de superioridad.

– Mi buen señor -dijo- eso ya lo veremos. Yo le expuse mi opinión de profesional probo. Si el doctor Reger Samaniego resuelve otra cosa, no soy yo quien va a oponerse. ¡El doctor sabe lo que hace!

– Por mi parte le aconsejo que arreglen el reloj -señalé el T. Dereme-. Un reloj que no camina causa mala impresión. Uno piensa: Aquí todo marcha igual.

¿Qué gano con decir impertinencias que la gente no entiende? Campolongo me escuchó impávido, quizá furioso, pero ya se había dado el gusto de negármela a Diana y de llamarme, encima, su buen señor. Retomé el camino de casa con el ánimo por el suelo.

XX

Cuando llegué, Adriana María andaba ocupada en la limpieza, Martincito no había vuelto de la escuela ni Ceferina del mercado. Entré en mi cuarto, me envolví en el poncho azul y negro que Ceferina me regaló para el casamiento y me tiré en la cama. La temperatura estaba en franco descenso o tal vez el disgusto en el Frenopático me había destemplado.

Al rato, sin golpear la puerta, entró Adriana María. Me sorprendió, porque ahora estaba de entre casa, realmente en paños menores, lo que en una mañana como esa resultaba incomprensible.

– ¿No te vas a resfriar, che? -le pregunté.

– La casa está caliente y ¿qué querés? todavía tengo la sangre joven.

– Qué va a estar caliente -repliqué-. Andar ventilándote no tiene sentido.

Adriana María resopló, se dejó caer en una silla, entre la cama y la ventana, y me miraba con expresión de curiosidad.

– ¿Qué te pasa? -preguntó.

– Nada -le dije.

– ¿Estás enfermo?

– ¿Cómo se te ocurre? Estoy perfectamente.

– ¿Te cansaste?

– Un poco. La que está con aire decaído, triste, si se quiere, sos vos -le dije-. ¿Te pasa algo?

– Estoy con cuidado porque el chico todavía no volvió de la escuela -dijo. Sonrió y me preguntó en un tono distinto-: ¿Soy una pesada? ¿Te aburro?

– Te aseguro que no.

La miré para que me creyera y me encontré con un cuadro de sofocación: tirada sobre la silla, con las piernas abiertas, descompuesta, despechugada, estaba tan rara que me asombró su voz, perfectamente normal, cuando me preguntó:

– ¿Lo que ahora menos deseás en el mundo es una mujer?

– ¿Por qué lo decís?

– Fijate que no te culpo. ¿Sabés una cosa? Yo también tengo sangre torera.

Me sentía mal, estaba tristísimo, pensaba en mi señora, que no vería hasta quién sabe cuándo y esta mujer, con esa facha, me decía disparates que no tenían la menor ilación.

Le aseguré:

– No tengo sangre torera.

Era inútil protestar. Adriana María me preguntó:

– ¿No será mejor lo que tenés en casa?

Iba a decirle francamente que no entendía, cuando abrí los ojos, por curiosidad o por miedo. El espectáculo no era tranquilizador. Con la respiración entrecortada, agitándose de un lado para otro, mi cuñada me trajo a la memoria al Gaucho Asadurián, en el cuadrilátero del Luna Park, segundos antes de emprender el ataque. Al revolver la cabeza, como si le faltara el resuello, debió de sorprender algo a través de la ventana, porque se paró a toda velocidad. Yo me acurruqué instintivamente, pero Adriana María ya estaba fuera del cuarto y me gritaba por lo bajo:

– ¡Martincito! ¡Martincito!

Usted se reirá si le cuento que en el silencio de la pieza oí el golpeteo de mi corazón. Por último atiné a consultar el Cronómetro Escasany. El chico había regresado de la escuela con una puntualidad encomiable. Toda esa alharaca del cuidado porque no venía resultaba, pues, injustificada.

No tuve tiempo de acomodar la mente a mis preocupaciones, porque otra visita apareció en el cuarto, nada más que para mortificarme. Era el chiquilín. Como su madre, antes de entrar, no pidió permiso. Todos los Irala se parecen, pero Diana es la reina de la familia.

El chiquilín se plantó en medio de la pieza, de brazos cruzados, tenso, furibundo, extraordinariamente quieto. Parado así, con su delantal, que le queda largo, porque la madre prevé un tirón de crecimiento que no se produce, me recordaba no sé qué lámina de un general en el destierro, mirando el mar. Martincito me miraba a mí, con aire severo, casi amenazador y desde arriba, lo que le costaba trabajo, porque si no me equivoco, él parado y yo en la cama, somos de la misma altura. Como si no se contuviera, daba un pasito de vez en cuando y trastabillaba en el apuro de retomar la rigidez. Creo que producía una especie de zumbido. Empecé a cansarme de tenerlo a mi vista y paciencia, de modo que le dije: