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– Yo estaba en el campo -dijo Katow, cohibido-. Las minas y el campo, por allá se iban…

– Por allá se iban… No es verdad.

– ¿Tú qué sabes?

– ¡No es verdad! Y tú hubieras admitido a Chen.

– Yo no tengo hijos…

– Me parece que me sería menos… difícil hasta la idea de que me lo matasen si no estuviera enfermo… Yo soy muy bruto. La verdad es que yo soy muy bruto. Y quizá no sea siquiera trabajador. Además… Me hago el efecto de un farol de gas en el que se mease todo el mundo.

Señaló de nuevo el piso de encima con un movimiento de su rostro aplastado, porque el niño gritaba otra vez, Katow no se atrevía a decir: «La muerte te va a dejar libre.» Había sido la muerte la que le había libertado a él. Desde que Hemmelrich había comenzado a hablar, el recuerdo de su mujer se hallaba entre ellos. Cuando había vuelto de Siberia sin esperanzas, vencido, con sus estudios de medicina truncados, convertido en obrero de una fábrica y seguro de que moriría antes de ver la revolución, se había justificado tristemente un resto de existencia, haciendo sufrir a una obrerita que le amaba. Pero apenas ésta había aceptado los dolores que él le infligía cuando, seducido por cuanto de conmovedor tiene el cariño del ser que sufre hacia el que le hace sufrir, no había vivido más que para ella, continuando, por costumbre, la acción revolucionaria, pero llevando a ella la obsesión del cariño sin límites oculta en el corazón de aquella oleada idiota. Durante horas y horas le acariciaba los cabellos y permanecían acostados juntos durante todo el día. Ella había muerto, y, luego… Aquello, sin embargo, quedaba entre Hemmelrich y él. No era bastante.

Con las palabras, no podía hacer casi nada; pero, más allá de las palabras, estaba lo que expresan los gestos, las miradas, la misma presencia. Sabía, por experiencia, que el peor sufrimiento está en la soledad que lo acompaña. Expresarlo también libera; pero pocas palabras son menos conocidas por los hombres que las de sus dolores profundos. Expresarse mal o mentir proporcionaría a Hemmelrich un nuevo impulso para despreciarse: sufría, sobre todo, a causa de sí mismo. Katow le miró sin fijar en él la mirada, con tristeza -conmovido, una vez más, al comprobar cuan poco numerosos y torpes son los gestos del aféelo viril.

– Es preciso que lo comprendas sin que yo te diga nada -pronunció-. No hay nada que decir.

Hemmelrich levantó la mano y la dejó caer de nuevo, pesadamente, como si no hubiera podido elegir más que entre la tristeza y la absurdidad de su vida. Pero permanecía enfrente de Katow, absorto.

«Bien pronto podré salir otra vez en busca de Chen», pensaba Katow.

Las seis

– El dinero fue remitido ayer -dijo Ferral al coronel, vestido de uniforme, esta vez-. ¿Dónde estamos?

– El gobernador militar ha enviado al general Chiang Kaishek una nota muy larga para que le diga lo que debe hacer en caso de sublevación.

– ¿Quiere estar a cubierto?

El coronel miró a Ferral por encima de la nube del ojo y respondió, solamente:

– Aquí está la traducción.

Ferral leyó el documento.

– Hasta tengo la respuesta -dijo el coronel.

Le tendió una foto: por encima de la firma de Chiang Kaishek, había dos caracteres.

– ¿Eso qué quiere decir?

– Fusilad.

Ferral contempló, en la pared, el mapa de Shanghai, con grandes manchas rojas que indicaban las masas de obreros y de miserables -las mismas-. «Tres mil hombres de las guardias sindicales -pensaba-, y quizá trescientos mil detras; pero, ¿se atreverá a moverse? Al otro lado, Chiang Kaishek y el ejército…»

– ¿Va a comenzar a fusilar a los jefes comunistas, antes de toda sublevación? -preguntó.

– Seguramente. No habrá sublevación: los comunistas están casi desarmados, y Chiang Kaishek tiene sus tropas. La 1.ª división está en el frente: era la única peligrosa.

– Gracias. Adiós.

Ferral iba a casa de Valeria. Un boy le esperaba al lado del chófer, con un mirlo dentro de una gran jaula dorada sobre las rodillas. Valeria le había rogado a Ferral que le llevase aquel pájaro. En cuanto su auto estuvo en marcha, sacó del bolsillo una carta y la releyó. Lo que temía desde hacía un mes se producía: sus créditos americanos iban a ser cortados.

Los pedidos del Gobierno General de la Indochina no bastaban ya a la actividad de las fábricas creadas para un mercado que debía extenderse de mes en mes y que disminuía de día en día: las empresas industriales del Consorcio tenían déficit. Los precios de las acciones, mantenidos en París por los bancos de Ferral y por los grupos financieros franceses que le eran adictos, y, sobre todo, por la inflación, desde la estabilización del franco, descendían sin cesar. Pero los bancos del Consorcio sólo eran fuertes por los beneficios de sus plantaciones -esencialmente de las sociedades de caucho-. El plan Stevenson [4] había elevado de 16 a 112 el precio del caucho. Ferral, productor por medio de sus haveas de Indochina, se había beneficiado con el alza sin tener que restringir su producción, puesto que sus negocios no eran ingleses. Así, pues, los bancos americanos, sabiendo, por experiencia, cuánto costaba aquel plan a América, principal consumidor, habían abierto de buen grado unos créditos, garantizados con las plantaciones. Pero la producción indígena de las Indias Neerlandesas y la amenaza de plantaciones americanas en Filipinas, en el Brasil y en Liberia producían, a la sazón, el desmoronamiento de los precios del caucho; los bancos americanos cesaban, pues, en sus créditos por las mismas razones por las cuales antes los habían concedido. Ferral quedaba afectado a la vez por el crac de la única materia prima que le hubiera sostenido -si se hubiese hecho abrir unos créditos, habría especulado, no con el valor de su producción, sino con el de las plantaciones mismas-; por la estabilización del franco, que hacía bajar a todos sus títulos (una cantidad de los cuales pertenecía a sus bancos, resueltos a fiscalizar el mercado), y por la supresión de sus créditos americanos. Y no ignoraba que, en cuanto esta suspensión fuese conocida, todos los compradores provincianos de París y de Nueva York tomarían posiciones ante la baja de sus títulos; posiciones demasiado seguras… No podía ser salvado más que por razones morales; en consecuencia, sólo por el gobierno francés.

La proximidad de la quiebra trae a los grupos financieros una conciencia intensa de la nación a la cual pertenecen. Acostumbrados a ver «despojar el ahorro», los gobiernos no gustan de verse despojar de sus esperanzas: un ahorro que, con la tenaz esperanza del jugador, piensa recuperar algún día su dinero perdido, es un ahorro consolado a medias. Érale, pues, difícil a Francia abandonar el Consorcio y después el Banco Industrial de China. Pero para que Ferral pudiese pedirle ayuda, era necesario que no estuviese sin esperanza; era preciso, ante todo, que fuese aniquilado el comunismo en China. Dueño Chiang Kaishek de las provincias, se llevaría a efecto la construcción del ferrocarril chino; el empréstito previsto era de tres mil millones de francos, lo que suponía muchos millones de francos papel. Seguramente, no recibiría sólo el pedido de material, si bien tampoco defendía ahora sólo a Chiang Kaishek; pero ello supondría un bonito juego. Además, los bancos americanos temían el triunfo del comunismo; su caída modificaría su política. Como francés, Ferral disponía en China de privilegios: «no era cosa de que el Consorcio no participase en la construcción del ferrocarril». A fin de conseguirlo, estaba autorizado para pedir al gobierno una ayuda que éste prefería a un nuevo crac: sus créditos eran americanos; sus depósitos y sus acciones eran franceses. Sus cartas no podían ganar todas durante un período de crisis china aguda; pero, del mismo modo que el plan Stevenson había asegurado a tiempo la vida del Consorcio, así la victoria del Kuomintang debía asegurarlo hoy. La estabilización del franco había jugado contra él; la caída del comunismo chino jugaría para él…

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[4] Restricción de la producción de caucho en todo el Imperio británico (principal productor del mundo), destinada a aumentar su precio, que había llegado a ser inferior al costo de fábrica.