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– Debía obrar en la avenida de las Dos Repúblicas. Lo más acertado sería pasarse por casa de Hemmelrich.

Katow se fue allá rápidamente.

– ¿Llevas el cianuro? -le preguntó Kyo, en el momento en que se volvía.

– Sí.

Los dos, y otros varios jefes revolucionarios, llevaban cianuro en la hebilla plana de su cinturón, que se abría como una caja.

La separación no había tranquilizado a Kyo. Por el contrario, May era más fuerte en la calle desierta -después de haber cedido- que frente a él, oponiéndose a su marcha. Entró en la ciudad china, no sin darse cuenta de ello, aunque con indiferencia. «¿Habré vivido como una mujer a la que se protege?…» ¿Con qué derecho ejercía su lamentable protección sobre la mujer que hasta había accedido a que partiese? ¿En nombre de qué la abandonaba? ¿Estaba seguro de que aquello no constituía una venganza? Sin duda, May estaba aún sentada en el lecho, aplastada por una pena que no necesitaba de psicología…

Volvió sobre sus pasos, corriendo.

La habitación de los fénix estaba vacía: su padre había salido, y May continuaba en la habitación. Antes de abrir, se detuvo, anonadado por la fraternidad de la muerte, descubriendo cuánto, ante aquella comunión, quedaba la carne irrisoria, a pesar de su arrebato.

Ahora comprendía que acceder a llevar al ser a quien se ama hacia la muerte, constituye, quizá, la forma total del amor, la que no puede ser sobrepasada.

Abrió.

Ella se echó precipitadamente el abrigo sobre los hombros, y le siguió sin decir nada.

3 y media

Desde hacía mucho tiempo, Hemmelrich contemplaba sus discos sin compradores. Llamaron, según la señal convenida.

Abrió. Era Katow.

– ¿Has visto a Chen?

– ¡Remordimiento ambulante! -gruñó Hemmelrich.

– ¿Qué?

– Nada. Sí; lo he visto. De una a dos. ¿Por qué?

– Tengo absoluta necesidad de verlo. ¿Qué es lo que ha dicho?

Desde otra habitación, un grito del chico llegó hasta ellos, seguido de unas confusas palabras de la madre, que se esforzaba por acallarlo.

– Ha venido con dos compañeros. Uno de ellos es Suen. Al otro no lo conozco. Un tipo con gafas, como todo el mundo. De aspecto noble. Con carteras bajo el brazo, ¿comprendes?

– Por eso necesito encontrarlo, ¿ves?

– Me preguntó si podía permanecer aquí durante tres horas.

– ¡Ah, bueno! ¿Dónde está?

– ¡Cierra el pico! Escucha lo que se te dice. Me preguntó si podía quedarse aquí. Yo no he accedido. ¿Entiendes?

Silencio.

– Te he dicho que no he accedido.

– ¿Adónde puede haber ido?

– No ha dicho nada. Como tú. El silencio se prodiga hoy…

Hemmelrich estaba de pie, en medio de la habitación, con el cuerpo encogido y la mirada casi de odio. Katow dijo, tranquilamente, sin mirarle:

– Te insultas demasiado a ti mismo. Por eso tratas de, que te insulten para poder defenderte.

– ¿Qué es lo que puedes comprender tú? ¿Y qué diablos puede importarte? No me mires así, con los pelos como de cresta de gallo y las manos abiertas, como Jesucristo, para que se te introduzcan en ellas los clavos…

Sin cerrar las manos, Katow las dejó caer en el hombro de Hemmelrich.

– ¿Sigue mal eso, allá arriba?

– Menos. Pero ya es demasiado. ¡Pobre chico!… Con su delgadez y su enorme cabeza, parece un conejo desollado… Suelta…

El belga se desasió brutalmente, se detuvo y luego se dirigió al extremo de la habitación, con un movimiento extrañamente pueril, como si se enojase.

– Y lo peor -dijo- no es sólo eso. No; no adoptes la actitud de un sujeto que siente picazón y que se retuerce con movimientos torpes: no he denunciado a Chen a la policía. ¡Vamos! Todavía no, al menos…

Katow se encogió de hombros, con tristeza.

– Más valiera que te explicases.

– Yo quería ir con él.

– ¿Con Chen?

Katow estaba seguro ahora de que no lo encontraría.

Hablaba con la voz tranquila y cansada de los que han sido golpeados. Chiang Kaishek no volvía hasta la noche, y Chen ya no podía intentar nada antes.

Hemmelrich señaló con el pulgar por encima de su hombro, en la dirección en que había venido el grito del niño.

– Ahí está. Ahí está. ¿Qué mierda quieres que haga yo?

– Esperar…

– A que el chico se muera, ¿no? Óyelo bien: durante la mitad del día, lo deseo. Y, si ocurre, desearé que continúe, que no se muera, aunque siga enfermo, incurable…

– Ya sé…

– ¿Qué? -pronunció Hemmelrich, indignado-. ¿Qué es lo que sabes? Tú que ni siquiera estás casado.

– He estado casado.

– Hubiera querido verlo. Con tu tipo… No; no son para nosotros, todos esos pequeños baños para coitos ambulantes, que se ven pasar por la calle…

Comprendió que Katow pensaba en la mujer que velaba al niño, allá arriba.

– Abnegación, sí. Hace todo lo que puede. Lo demás, lo que no tiene, es precisamente para los ricos. Cuando veo a algunos que tienen el aspecto de amarse, me dan ganas de romperles la cara.

– La abnegación es mucho… La única cosa necesaria es no estar solo.

– Y por eso es por lo que te quedas aquí, ¿no? ¿Para ayudarme?

– Sí.

– ¿Por lástima?

Pero Katow no encontraba la palabra. Quizá no existiese. Trató de explicarse de una manera indirecta.

– He conocido eso, o algo semejante. Y también tu especie de… rabia… ¿Cómo quieres que se comprendan las cosas, como no sea por medio de los recuerdos?… Por eso no puede ofenderme.

Se había aproximado, y hablaba con la cabeza hundida entre los hombros, con su voz que omitía algunas sílabas, mirándole con el rabillo del ojo. Ambos, así, con la cabeza baja, presentaban el aspecto de prepararse para un combate, en medio de los discos. Pero Katow sabía que él era el más fuerte, aunque ignoraba cómo. ¿Acaso eran su voz, su calma, su amistad misma las que obraban?

– Un hombre a quien no se le da un pito de nada, si encuentra realmente la abnegación, el sacrificio o cualquiera de esos trucos, está perdido.

– ¡Sin bromas! ¿Qué es lo que hace entonces?

– Sadismo -respondió Katow, mirándole tranquilamente.

El grillo. Unos pasos, en la calle, se perdían poco a poco.

– El sadismo con alfileres -continuó- es raro; con las palabras está lejos de serlo. Pero si la mujer lo acepta de un modo absoluto; si es capaz de ir más allá… Conocí a un sujeto que cogió y se jugó el dinero que su compañera había economizado durante algunos años para ir a un sanatorio. Cuestión de vida o muerte. Lo perdió. (En estos casos se pierde siempre.) Volvió hecho pedazos, absolutamente aplastado, como tú en este momento. Ella le vio acercarse al lecho. Lo comprendió todo en seguida, ¿sabes? ¿Y luego, qué? Trató de consolarle…

– Más fácil es -dijo Hemmelrich, con lentitud- consolar a los demás que consolarse uno a sí mismo.

Y levantando los ojos, de pronto:

– ¿Eras tú, ese sujeto?

– ¡Basta! -Katow golpeó con el puño en el mostrador-. Si hubiera sido yo, habría dicho que era yo, y no otra cosa. -Pero su ira se extinguió inmediatamente-. Yo no he hecho tanto, si es necesario hacer tanto… Si no se cree en nada, sobre todo porque no se cree en nada, está uno obligado a creer en las cualidades del corazón, cuando se las encuentra: eso se cae de su peso. Y eso es lo que tú haces. Sin la mujer y el chico, habrías partido; estoy seguro de ello. Y…

– Y como no existimos más que para esas cualidades cardíacas, nos comen. Puesto que no hay más remedio que ser devorado… Pero todo eso son puñeterías. No se trata de tener razón. No puedo soportar el haber echado a Chen a la calle, ni tampoco hubiera podido soportar el retenerlo.

– No hay que pedir a los camaradas más que lo que pueden hacer. Quiero camaradas, y no santos. No tengo confianza en los santos…

– ¿Es verdad que tú acompañaste voluntariamente a aquellos sujetos a las minas de plomo?