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A su regreso, Ahenobarbo fue a sentarse junto a su cama. Su amplia cara resplandecía de orgullo.

– Tu hermano me ha pedido que intente conseguir que el Senado rompa el testamento privado de Tiberio. Me lo agradecería sobremanera. No entiende realmente nada de política, pero al menos es lo bastante honrado para reconocerlo. Le he explicado que, de todas maneras, era peligroso dejarle una fortuna a Gemelo, porque podría formarse en torno a él una facción de descontentos. ¡Figúrate que no había pensado en ello! En todo caso, sí sabe que yo soy el que hace y deshace en el Senado. Si quieres que el asno reaccione, has de golpear la albarda. Fíjate, hace sólo unos días, a propósito de la ley sobre las provincias cerealeras del Imperio…

– ¿Qué le has contestado? -preguntó ella, interrumpiéndolo.

– Que el Senado romperá el testamento si yo lo solicito. Me bastará con un discurso.

– ¿No temes que se sorprendan? Tú eras el gran opositor.

– Me oponía a Tiberio, y Tiberio ya no está.

– Contribuirás a despojar a Gemelo de su patrimonio. Su marido levantó los brazos con tanta brusquedad que ella sí protegió el vientre con las dos manos.

– ¿Y a quién le importa Gemelo? A Antonia, quizá, porque es su abuela, ¡pero su influencia pesa lo mismo que un pedo de burro! Tengo mucho que hacer. Debo adelantarme a Cayo a fin de preparar en Roma la acogida que le dispensará el Senado. Descansa mucho, ya sabes lo importante que es para mí tu salud. Tal vez deberías quedarte aquí hasta que des a luz. Este viaje podría fatigarte.

Agripina sonrió ante aquella novedosa solicitud.

– No, un emperador debe nacer en Roma.

Tras la partida de su marido, fue a ver a su hermano. Éste la recibió con grandes manifestaciones de afecto y después ordenó a los presentes que los dejasen a solas.

– Y bien, ¿qué ocurre? -preguntó él-. Espero que no vayas a quejarte otra vez.

Agripina estaba acostumbrada a aquellos desaires, pues sus relaciones siempre habían estado marcadas por su carácter agridulce.

– Escúchame bien, Cayo. Puedes hacerle creer al burdo de mi marido que precisas de él; eso me importa poco. Puedes nombrarlo viceemperador si eso te divierte; el muy necio se imaginará que es un acto de justicia. Yo, por mi parte, sólo pido una cosa: líbrame de él. Sabes bien que Tiberio me lo endosó por pura maldad.

En el rostro de Calígula, ella vio aparecer la máscara del jefe consciente de sus obligaciones.

– Mi pobre Agripina, ya sé que Tiberio quiso humillarte. Te compadezco sinceramente, créeme, por tener que vivir con Ahenobarbo. Me agradaría mucho complacerte. Por desgracia, la responsabilidad de Estado precede a mi placer, por grande que éste sea. Necesito a tu marido para ablandar a los senadores. No puedo hacer lo que me pides. Supondría un ultraje y, desde el punto de vista político, un error.

– ¡Te burlas de mí!

– En absoluto. Por otra parte, no os lleváis tan mal como dices. Acabas de concebir un hijo suyo. Si de verdad fueseis un matrimonio desavenido, habrías rehusado que se te acercara.

– ¿Rehusar? -replicó ella, ahogada por la indignación-. ¡Como si yo hubiera invitado alguna vez a ese gordo cerdo a compartir mi cama! Desde el primer día, he estado sometida a sus caprichos. ¡Me viola! Si protesto, no tiene reparo en recurrir a los golpes. ¡Mira! Hizo ademán de levantarse el borde de la estola para mostrar un morado y él la contuvo mediante un gesto, con una mirada socarrona.

– Te creo. ¡Ay, cómo me gustaría estar en condiciones de complacerte! Sin embargo, es esencial que sigas siendo su esposa. Debemos anteponer el interés de Roma al nuestro, mal que nos pese. De todas formas te prometo que no te pegará más. Voy a advertirle que si te levanta la mano se las verá con el emperador.

Se trataba de una concesión irrelevante puesto que, a aquellas alturas, no estaba ya expuesta a malos tratos. Aun así, fingió satisfacción. Para alcanzar sus fines, sabía armarse de paciencia.

17 Miseno-Roma, 16-28 de marzo del año 37

Encima del catafalco, con el rostro descubierto según la costumbre, Tiberio reposaba por fin con un sueño apacible. Aunque yacía dentro de un saco relleno de plantas aromáticas sobre una capa de nieve que una cadena de agotados esclavos renovaba sin cesar, había comenzado a apestar y nadie se acercaba a él si no era por obligación.

Dos filas de soldados flanqueaban un cortejo de casi doscientos vehículos de toda clase. Entre ellos figuraba tanto el pompaticum oficial usado por los sacerdotes y las vestales como la elegante carruca o la ligera basterna, cuyo nombre significa «devoradora de millas». Calígula viajaba, en esa ocasión, en el dormitorion que había mandado construir poco antes de su muerte el gastrónomo millonario. Arrastrada por cinco muías, la carroza dormitorio rodaba, Como todo vehículo confortable, sobre unas ruedas no revestidas de hierro que había que cambiar con frecuencia. El interior estaba totalmente tapizado de seda traída de la lejana Seres y guarnecido de cojines de la misma tela, rellenos de pétalos de rosa. Calígula no abandonaba el coche más que cuando circulaban ante un público nutrido, en las proximidades de una ciudad o un pueblo. Entonces, iba a pie detrás del carromato fúnebre, ostentosamente encorvado de dolor.

El aspecto del nuevo emperador era una incógnita para todos cuantos aguardaban su paso a lo largo de la polvorienta ruta que conducía de Miseno a Roma. Todos devoraban con la mirada a ese joven espigado de piernas y brazos flacos cuyo cráneo comenzaba a encalvecer. Era el hijo del gran Germánico, el héroe al que el pueblo romano no había dejado de idolatrar y a cuya familia había exterminado el odioso Tiberio. Les pareció que si bien no había heredado la belleza de su padre, había algo de fiereza y determinación en su porte, cualidades que convenían al amo del mundo.

Para todos, del mismo modo que la primavera sucede al invierno, Calígula encarnaba la vida y la renovación. Admiraban la grandeza de alma que demostraba al seguir con tanta piedad el cadáver del viejo de Capri. Los padres explicaban a los hijos que Tiberio había mandado matar a la madre y a los dos hermanos de aquel que le rendía tan inmerecido homenaje. Los legionarios retirados gritaban: «¡Viva nuestro niño! ¡Viva nuestro Pequeña Bota!», como en los tiempos en que de pequeño se había granjeado su sobrenombre. Los campesinos añadían un respetuoso: «¡Loor a nuestro astro!» En todas las encrucijadas, se ofrecían en altares improvisados sacrificios a los dioses, presididos por el humo acre de la carne asada que compartían haciendo saltar el tapón de cera de las ánforas.

En su palacio itinerante, Calígula concedía audiencias. Cuando se cansaba de los cumplidos de los dignatarios, ordenaba llamar al famoso cómico Apeles para que le recitase un poema o, si le entraba la vena amorosa, a su favorito, el egipcio Helicón. Pese al regocijo que le producía la perspectiva de ver pronto a Drusila, su impaciencia se teñía de inquietud. ¿Cómo habría vivido ella tan larga separación? Él no se atrevía a compartir sus temores con nadie. Había autorizado a Enia a desplazarse directamente a Roma con Macrón, y lo lamentaba. Le había tomado el gusto a su admirativa confianza en la misión que los dioses le habían encomendado. Agripa poseía una rara inteligencia, pero no creía ni en su dios ni en los de los demás. ¡Ese escéptico ni siquiera había reconocido al prodigioso ser anunciado por Trasilo!

Jenofonte ocupaba la carroza que avanzaba detrás de la del emperador. Tras la muerte de Tiberio, su prestigio había llegado a lo más alto, y sus colegas de las localidades por las que pasaban solicitaban humildemente el honor de ser presentados a la gloria de la isla de Cos. A Agripa le habían asignado, para efectuar el viaje en compañía de Salomé, el majestuoso pompaticum que proclamaba su dignidad de príncipe extranjero. Su compañera estaba alborozada por verse libre del estorbo de sus padres. Aquélla era su primera estancia en Italia. Como una colegiada en vacaciones, observaba encantada el espectáculo, admirando el porte de los militares que se relevaban para cabalgar junto a su portezuela, como siguiendo un plan preconcebido. Un día, si Agripa sabía manejarse bien, ella misma sería también aclamada por aquella multitud de adoradores y pasaría bajo esos arcos de triunfo de follaje mientras las madres sostenían en alto a sus pequeños, a la vista de la pareja real.