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– Mi gozo es grande al saberte por fin entre nosotros después de tan larga ausencia. Por desgracia no pudiste hacer más llevaderos los últimos instantes de Tiberio. ¡Ah, qué pérdida para nosotros y para el Estado!

En el aplomo de la voz y el brillo de los ojos, ella adivinó su felicidad.

– Yo también lo lamento, y te doy las gracias por tu acogida,

César.

– Llámame Cayo, como antes. Yo no olvido que me brindaste tu hospitalidad cuando era niño. Tiberio padecía cada vez más, y este final apacible es el que deseaba.

– ¿Te encontrabas cerca de él en el momento de su muerte?

– ¡Por desgracia, no! Nos dejó anoche después del banquete que había ofrecido a la familia y al que habrías asistido de no ser por tu indisposición. De hecho, no te he preguntado cómo sigues. Perdona mi falta de modales.

A Antonia le produjo la impresión de que se burlaba de ella.

– Como ves, no sufro dolor al caminar.

– Me alegro. Como te decía, se había retirado a su habitación. Me mandó llamar para entregarme su anillo y me pareció fatigado, pero yo estaba tan emocionado que confieso que no tenía las ideas muy claras. En todo caso, no advertí nada inusual en él. ¡Se había mostrado tan contento durante el festín, tan gracioso! ¡Un festín de verduras! Pídele a Claudio que te lo cuente; él fue quien le dio réplica. La escena resultó un regalo para el espíritu. Y luego, en plena noche, la Parca cortó su hilo. Jenofonte asegura que murió sin darse cuenta. ¡Qué pérdida!

– Sí, es una gran pérdida. ¿Qué medidas has adoptado?

– Vamos a transportar su cuerpo a Roma mañana mismo. La pira se encenderá en el Foro. Recibirá un funeral digno de un gran emperador; quiero que sea tan espléndido como el de Augusto. Tú ocuparás el lugar que te corresponde. Siempre he deplorado tu distanciamiento de la familia, pero esos tiempos han quedado atrás. Será un placer para mí concederte cuanto me pidas.

– Te lo agradezco -contestó ella, pronta a tomarle la palabra-. Gemelo está muy afectado por la muerte de su tío abuelo. Me gustaría que se instalara en mi casa.

Le pareció que el rostro de Cayo se ensombrecía, pero fue algo tan breve que no estaba segura de lo que había visto.

– ¡Mi querido Gemelo, qué niño más delicioso! Por supuesto que sí, acógelo. Estará muy bien en tu casa.

– No quisiera abusar de tu tiempo, Cayo. Debo regresar a Roma mañana.

– Es cierto, tengo mucho quehacer. Pues bien, ya nos veremos allí. Para mí, que debo acompañar el cadáver, la ruta será larga. Cuídate, mi querida Antonia.

Le sonrió de una forma tan extraña que a Antonia la asaltó la sensación de no haber logrado ocultarle que había descubierto el asesinato.

Cayo la miró cruzar el umbral, digna y erguida como una vestal. Decididamente, no había cambiado. Ya le enseñaría él que había dejado de ser un objeto decorativo a su merced.

De pronto le vinieron ganas de ver a Enia. Al menos ella nunca había dudado de él. Le mandó un recado pidiéndole que lo esperase en una pequeña habitación adornada con máscaras en la que había reparado al explorar la villa. Macrón iba a pasar el día en el camino a Roma preparando el itinerario de la comitiva fúnebre. Por otro lado, el que llegara a enterarse de su infortunio carecía ya de importancia. Nadie se venga del emperador.

Cuando él entró en la habitación, Enia se lanzó radiante a sus brazos. Era la primera vez que se encontraba con él en privado desde la muerte de Tiberio.

– ¡Eres el bienamado de los dioses, César!

– Cayo. Para ti, sigo siendo Cayo.

Riendo por el temblor que la premura le provocaba en las manos, ella lo ayudó a desabrocharse la estricta túnica que llevaba en aquellos días de luto. Calígula la arrojó sobre la cama. Ella experimentó una voluptuosidad que se le antojó más fuerte y más elevada que de costumbre, como si la poseyera un dios.

– No poseo el físico adecuado para el cargo -declaró él de improviso. Se levantó para exhibir su desnudez como un esclavo a la venta-. Mis brazos son peludos como los de un oso. ¡Tengo piernas de halcón y el pecho hundido! Se me está cayendo el pelo.

»¡Talía y Melpómene -invocó, volviéndose hacia las musas pintadas en la pared-, acudid en mi auxilio! Vosotras sabéis, divinas hijas de Zeus, que siempre os he querido. Ayudadme a representar el papel de emperador.

– ¡Pero si tú eres el emperador! No estás obligado a representar un papel.

– Cierto, pero tengo un público. Muchos comedores de ajo y, como en el teatro, las primeras filas para los espectadores de calidad

. He cambiado de escenario, nada más.

– Todo el mundo te aplaude.

– El público adolece a menudo de mal gusto -señaló mientras se ponía el licium-. ¿Y acaso es mi lancea comparable a la de Hér cules, eh?

Enia se echó a reír simulando un gesto de espanto.

– No, y doy gracias a los dioses por ello. La pobre Onfalia debió de pasar momentos duros. ¡Eso sería demasiado! Existen por todas partes gladiadores más musculosos que tú. ¿Crees que a los dioses les interesan los cabellos y los músculos de un mortal cuando deciden ascenderlo a su misma categoría?

Con un tic habitual en él, Calígula se aplastó la rala cabellera.

– ¡Aun así, no sé…! Si esto continúa, habré de llevar peluca.

– Serás calvo como Julio César. ¿Crees que eso le importó mucho? Tú serás más grande que él.

Se sentía investida de una misión peligrosa y exquisita a un tiempo. Iba a ayudar al hombre al que amaba a asumir el prodigioso destino que su padre le había anunciado.

16 Miseno, 15 de marzo del año 37

– ¡Un inútil que no ha sido nunca cuestor! ¡Y el Senado lo ratifica sin que haya habido siquiera debate!

La cólera de Ahenobarbo no remitía desde que le habían comunicado la noticia. Había abrigado la esperanza de que Tiberio muriese sin dejar testamento y ni por asomo habría imaginado que designaría a Calígula. No obstante, cuando éste, con el anillo imperial en el dedo, había exhibido las dos líneas de la escritura del difunto, el ejército, el Senado y el pueblo habían cerrado filas en torno al nuevo dirigente sin la menor vacilación.

– ¿Un inútil? -protestó Agripina, herida en su orgullo familiar-. Es muy inteligente. Y es el hijo de Germánico.

– ¡Un hijo degenerado!

– ¡Pues más vale eso que ser el hijo de un borracho!

Su irascible marido se disponía a propinarle una bofetada cuando se vieron interrumpidos por la llegada de un esclavo imperial portador de una carta. Al leerla, la ira del senador se esfumó al instante.

– Escucha esto: «Tengo gran necesidad de tus consejos y de tu experiencia, mi querido Domicio. ¿Consentirías en prestarme ese favor de inmediato? Te espero. Tu Cayo.» ¿No te lo decía yo? Tocar la pandereta y hacer de histrión es fácil. Gobernar el Imperio es otro cantar. Necesita rodearse de personas inteligentes.

El es inteligente. Según Agripa, nunca ha conocido un ingenio comparable con el suyo

– Quizás entienda de teatro, pero no sabe nada de Roma. Nunca ha puesto los pies en el Senado. Por eso me necesita. Aunque si se imagina que yo voy a romperme los cuernos gobernando para que él se lleve toda la gloria, se equivoca. De todas maneras, esta comedia no durará mucho. Roma comprenderá pronto quién es el amo.

Agripina se mofó de él sin disimulo. ¿Cómo podía ser tan ingenuo? ¡Ah, si los dioses la hubieran hecho hombre, ella sí habría sabido sacar partido de una situación como aquélla! Cayo necesitaba un mentor, pero Ahenobarbo no tenía la talla para cumplir esa función. Era tan vanidoso que no se percataba siquiera de que el emperador lo halagaba para granjearse las simpatías del Senado.

– Ayúdalo, pues, puesto que te lo pide. Yo voy a acostarme un rato.

Dado que la mitad de los embarazos romanos terminaban en aborto, ella se imponía con frecuencia una inmovilidad que le resultaba odiosa, con el objetivo de asegurarse de gestar hasta el final al futuro amo del mundo.