Y la suerte quiso que el decurión y el niño llegaran en el momento en que, de un caballo enfangado hasta el pecho, desmontaba exhausto -dejando tras de sí una escolta en las mismas condiciones- un correo extraordinario, un tabellarius stator de la lejana Roma.
Con la pesada lacerna impermeabilizada chorreando, el hombre puso pie a tierra y, mientras sus manos entumecidas entregaban las riendas a un mozo de cuadra, se hizo anunciar de inmediato al dux Germánico. El inesperado correo fue introducido en el acto, todavía sucio de barro; y, desde el umbral, el niño lo entrevió mientras entregaba a su famoso padre el pliego oficial sellado y después sacaba de una bolsa interior otro mensaje.
El famoso padre dejó el pliego oficial y abrió, con impaciencia o quizá inquietud, el segundo, verdadero pero secreto objetivo de un viaje hecho a galope tendido y sin descansar, en las cortísimas jornadas de diciembre, de una mansio a otra de las vías imperiales. El niño vio que, tras leer un par de líneas, su padre levantaba ligeramente los ojos e interrogaba al correo en voz baja, y este respondía en el mismo tono, de espaldas a la entrada. Pero entonces el oficial de guardia cerró con decisión la puerta.
El chiquillo tuvo la sensación de que aquel correo permanecía demasiado tiempo en la estancia de su padre. Cuando apareció, todavía llevaba la capa empapada de agua, pero aquello no parecía preocupar a nadie. Al salir, susurró al oficial de guardia:
– ¿Te acuerdas de Sempronio Graco, desterrado a la isla de Kerkennah, en el mar de Africa?
– Sí, claro -asintió de inmediato el oficial.
– También lo han matado a él -anunció el correo.
El pequeño oyó la palabra «matado» y, pese a que en el castrum la muerte cercana o lejana era el cruel pan nuestro de cada día, vio al oficial reaccionar con indignación:
– ¡No podemos seguir aguantando! Aquí no perdonarán a nadie. ¿Cómo ha muerto?
– Como un animal -repuso el correo. Echó un vistazo alrededor y continuó en voz baja, con ira-: Y también han dejado morir a Julia, allá, en Reggio, como una mendiga.
La lacerna mojada goteaba en el suelo.
El oficial también miró a su espalda y, mientras acompañaba al correo a la salida, preguntó soliviantado:
– Pero ¿qué dicen en Roma?
– Nada -dijo sin más el correo alejándose asqueado al recordar semejante vileza colectiva.
El pequeño comprendió que en aquel islote perdido en el mar de Africa y en aquella ciudad lejana debía de haber ocurrido algo más grave que cuando una banda de germanos -angrivarios o queruscos- atacaban la frontera. Los nombres de aquellas dos víctimas, sin embargo, a él no le dijeron nada.
El oficial de guardia volvió atrás y no se percató de que -quizá por la fatal voluntad de esos dioses citados con frecuencia por los escritores antiguos- la puerta del Comando estaba entornada. Por eso, el pequeño entrevió a su joven y bellísima madre salir corriendo de un aposento interior, llegar hasta donde estaba el dux Germánico de espaldas, coger el mensaje y leer precipitadamente unas líneas antes de que él la interrumpiera.
Entonces vio por primera vez a su madre llorar y se quedó inmóvil: ella se apretaba con fuerza la cara entre las manos y trataba de reprimir los sollozos hasta ahogarse. El oficial de guardia, en contra de todas las normas, también se había quedado clavado delante del resquicio. Pero la mujer lloró poquísimo, y cuando levantó su hermoso rostro, en él no se veía dolor sino rabia, desesperación, odio.
– La ha matado ella, la maldita vieja, la Noverca -dijo-. Juro que…
Germánico detuvo de inmediato su ímpetu. Solo tenía un modo de detenerla: estrecharla con fuerza, en un abrazo silencioso. Ella se rebelaba, se debatía, hasta que poco a poco iba cediendo, abandonándose, y acababa en un abrazo de amor. Esta vez él también la estrechó, pero ella no cedía. El pequeño oyó la voz susurrante de su padre en el oído de ella, casi como un beso:
– Ten paciencia, sustine, aguanta. Tendremos tiempo…
Ella empezaba a calmarse.
– Sécate los ojos -decía él, y con los dedos le limpió las mejillas de lágrimas-. Que nadie pueda decir que lloras.
– Me han prohibido verla desde los diecisiete años -repuso ella con voz ronca-. Ha muerto sola.
Se liberó del abrazo y se arregló el pelo. El pequeño entró y preguntó con ansiedad qué había sucedido. Pero su padre le respondió que no había sucedido nada y que Zaleucos, el preceptor griego -aquel cultísimo y paciente esclavo que trataba de instruirlo, para lo cual se pasaba todo el día siguiéndolo hasta acabar agotado-, estaba esperando. Pese a su bondad, nadie en todo el ejército podía discutirle una orden al dux Germánico. El pequeño salió sin decir nada y el oficial cerró la puerta.
Pero el pequeño despistó al pobre Zaleucos y, confusamente inquieto, se fue solo a la plaza. Vio al correo allí, en un corro de oficiales. Y se acercó a tiempo de oír: «Un asesinato después de otro…». Los oficiales, al reparar en la presencia del hijo del dux, se callaron, y él prosiguió su camino disimulando; pero aquellas palabras habían caído como piedras sobre su ánimo. Buscando consuelo, se dirigió hacia las cuadras de sus queridos caballos. Su veloz Incitatus, un ligero mannulus de raza gálica, de pelaje color miel y estructura fina, adecuada para su corta edad, lo reconoció desde Tejos y relinchó. El animal resoplaba, impaciente por que lo soltaran, pero los caballerizos lo mantuvieron a cubierto porque decían due se acercaba lluvia otra vez, y el pequeño lo abrazó, escondió la frente en su crin. El tremendo secreto existía, y todos estaban de acuerdo para no hablar de ello. El caballo percibía en cierto modo esa inexperta inquietud, porque largos estremecimientos lo recorrían bajo el brillante pelaje.
Tal como habían previsto, lloviznaba. Tras un breve revuelo provocado por la llegada del correo, las calles que se cruzaban entre los barracones iban vaciándose: fuese por la lluvia o quién sabe por qué, parecía que todos los hombres se hubieran congregado dentro. El pequeño llegó al convencimiento de que se avecinaba un peligro, como cuando los queruscos se acercan arrastrándose para atacar a los centinelas aprovechando la oscuridad.
Se dirigió a la esquina meridional del castrum, desde donde llegaba el martilleo rítmico de los herreros sobre las cuchillas ardientes. Se coló en la forja, atento a las conversaciones, y de ese modo se enteró de que aquella tal Julia, que había muerto «como una mendiga» en la lejana Reggio y por la que tanto había sufrido en vano su madre, «habría merecido honores imperiales».
Se lo oyó decir con rabia al tribuno militar Cayo Silio, al mando de su legión aquellos días, el cual, sentado junto al maestro de armas, estaba revisando la empuñadura de su espléndida espada de gala, la ensis de dos filos.
– Tan solo un senador, de seiscientos, se alzó y dijo que habían matado a la única hija de Augusto a fuerza de privaciones, que la habían dejado consumirse lentamente, desterrada, vituperada, despreciada por todos. Los otros quinientos noventa y nueve guardaron silencio.
Mientras decía esto, el tribuno vio acercarse al hijo del dux Germánico, pero no bajó la voz.
– Honores imperiales… -repitió intencionadamente para que se le entendiera bien. El maestro movía el arma sobre la llama, le daba martillazos precisos, la sumergía en agua fría, volvía a calentarla. Y guardaba silencio. El tribuno Silio insistió, provocativo-: Y en cambio, silencio aquí también, porque aquí también se obedece a Tiberio.
– ¿Obedecer sobre qué? -irrumpió la voz del pequeño entre el eco de los martillazos.
– Ven aquí -lo invitó con decisión Silio-, ya es hora de ponerte al corriente -añadió, como si el pequeño, por ignorar quién sabe qué, fuese víctima de una injusticia. Este esperó conteniendo la respiración, y el maestro de armas dejó lentamente la espada-. ¿Sabes quién era esa Julia que ha muerto de ese modo? -dijo Silio-. La madre de tu madre.