II Provincia de Asia
Provincia de Egipto
Roma
Y finalmente, más allá de bosques y montañas, estaba Roma, que Cayo no había visto nunca. Su mente joven, estimulada por las evocaciones del preceptor griego, había soñado que, después de tanto viajar por montes y llanuras, aparecería ante él, como una nube blanca, una inmensidad de mármoles extendidos sobre siete colinas onduladas en las orillas de un río dorado. Pero, después, su misteriosa familia -de la que él no conocía materialmente a nadie- se había transformado en una maraña de fantasmas y Roma se había convertido en un lugar angustioso sobre el que se cernía, como un cielo de tormenta, el poder imperial.
Sin embargo, en todas las etapas, masas de gente congregada de forma espontánea habían aclamado a su padre, Germánico, el dux injustamente destituido por Tiberio. «Las intrigas de la Nover ca…», protestaban. No obstante, la mayoría exultaba: «¡Has vuelto con nosotros!». En medio del entusiasmo se escapaban palabras que pertenecían más al terreno de la insurrección que al de la alegría. De todas ellas, una en especial entró en los oídos del chiquillo: «¡Defiéndenos!». Y él, con un amor reverencial, veía a su padre como dotado de poderes sobrehumanos.
El oficial que estaba al mando de la escolta se inclinó sobre la silla y le susurró:
– Mira: descender sobre Roma con las legiones habría sido un luego.
Era arrepentimiento, rabia y, en el fondo, inquietud. Cayo escuchaba en silencio. Cabalgaba sin esfuerzo, aunque no había querido ponerle a aquella fuerte montura de cascos pesados el ligero nombre de su lejano mannulus. Pero se había acostumbrado al ritmo regular de aquella grupa ancha. Y había hecho a caballo todo el viaje, como su padre.
Al llegar a la última mansio antes de la capital, descubrieron que había salido a su encuentro una alegre y nutrida multitud de amigos y partidarios, patricios, équites, senadores, familias emparentadas, militares y cientos de desconocidos.
– Si solo una de las legiones que hemos dejado estuviera hoy aquí -susurró el comandante de la escolta-, subiríamos directamente al Palatino. Mira y no lo olvides -añadió dirigiéndose a Cayo-: este era el día que nos habían regalado los dioses.
Pero en ese momento Cayo vio a su bellísima madre, que abrazaba riendo a un montón de personas felices, y se sintió fascinado por sus ojos brillantes, el sonido de su voz y de su risa, pues no la había visto reír desde hacía meses. Y después fue arrollado por los abrazos también él, el Calígula nacido en el castrum del Rin, que montaba a caballo como los bárbaros y hablaba un griego admirable pero se trabucaba en latín. Y mientras todos lo acariciaban y un viejo senador decía con ternura que la sangre de Augusto había vuelto a Roma, un tribuno lo apartó bruscamente de la muchedumbre y le dijo:
– Mira Roma, tú que no la has visto nunca.
Él se volvió de golpe y Roma estaba allí, al otro lado del río dorado, imperial y divina, blanca de mármoles como una nube. -Esta es la ciudad que Tiberio le ha robado a tu padre -añadió el tribuno.
El chiquillo miró con los ojos claros bien abiertos. Un instante después lo abrazaron sus dos hermanos, mayores que él, que habían permanecido aquellos años en Roma «para recibir una educación correcta», como decía Zaleucos. Y no fue capaz ni de hablar, porque el primogénito, un muchacho fuerte, más alto que su padre, se lo echó al hombro, como si fuese un cachorro, y se puso a correr riendo. Para Cayo fue una sensación intensísima, un reconocimiento carnal, a la vez que una alegre y total confianza, una explosión de fuerza. Y se unió a la risa de su hermano mayor y se agarró de su cuello, mientras todos se volvían para mirarlos.
– ¿Has oído cómo se pronuncia en Roma la lengua latina? -le preguntó más tarde Zaleucos, implacable.
El latín que hablaban aquellos patricios cultísimos, magistrados y oradores era, efectivamente, muy distinto de la jerga que se oía en las callejas del castrum; modismos y citas improvisadas de sublimes poetas resultaban incomprensibles para Cayo. En compensación, Zaleucos estaba exultante porque todos se quedaban atónitos ante la espontánea elegancia con la que el chiquillo se expresaba en griego.
– Una diglosia perfecta -observó con interés y simpatía el poderoso y riquísimo senador junio Silano. Nadie imaginaba, sin embargo, qué les depararía el destino en el transcurso de unos años.
En las riberas del Tíber, la multitud avanzó hasta empujar a la escolta y convertirse en cortejo.
– Tanta gente aquí, simplemente porque Germánico vuelve de viaje -comentó con fastidio el senador Anio Viniciano, preeminente entre los optimates. Y llamar «viaje» a aquellos duros años de guerra impuestos a Germánico, esperando que muriera, era tan cínicamente despreciativo que sus seguidores se echaron a reír.
Entretanto, la célebre familia debía abrirse paso entre la muchedumbre con hábil lentitud, saludando sin parar, y proceder así hasta llegar a la fastuosa residencia suburbana del monte Vaticano. Ya propiedad de Augusto, aunque en ningún momento habitada por él, el general Agripa había vuelto a abrirla al casarse con Julia y derrochado en ella sabiduría constructiva, sentido estético y riqueza. Los famosos jardines descendían hasta el río; las salas estaban decoradas con refinados y vivos frescos que representaban las glorias familiares.
Aquel clamoroso recibimiento desagradó mucho al emperador Tiberio. Para informar sobre los ánimos populares, los innumerables espías por los que era temido subieron a su morada, en la cima del monte Palatino, que se había construido -de la misma forma que se coloca una piedra sobre una tumba- justo encima de la devastada casa de Marco Antonio, el hombre de Cleopatra, el impetuoso rebelde derrotado y suicida, la esperanza perdida de los populares. En la soledad de la Domus Tiberiana -tan imponente y sólida que todavía hoy sus estructuras perduran- eran admitidos muy pocos privilegiados. Desde allí, inaccesible en su poder, Tiberio escuchó en silencio -la mirada inescrutable, los labios apretados, como aparece en sus retratos- a aquellos espías ponzoñosamente diligentes. Pero pareció no preocuparse por el aura clamorosamente heroico que rodeaba a Germánico y a su mujer, Agripina, la demasiado querida nieta del divino Augusto. Ni siquiera reaccionó, ni con elogios ni con desagrado, cuando los senadores concedieron unánimemente a Germánico -los populares por entusiasmo, los optimates para calmar a la inquieta ciudad- el triumphus por sus victorias sobre los chatti, los queruscos, los agrivarios y todas las demás poblaciones que habitaban las tierras del otro lado del Rin.
Tras el rudo aislamiento del castrum, Cayo César asistió a la inesperada metamorfosis de su joven padre en la deslumbrante ceremonia que Roma había creado para sus conquistadores: un solemne acto ritual en el que se exteriorizaba todo el explosivo poder del imperio.
El triumphalis vir, el triunfador, lucía la túnica «palmada», con los bordes de oro con hojas de palma; y encima la toga picta, enriquecida con una pictura textilis de pesados recamos; en la cabeza le ponían la corona de oro en la que se entrelazaban hojas de laurel; en la mano, el scipio, el pesado cetro de marfil. Transformado de esta forma, montaba en la cuádriga de oro, con un tiro de cuatro caballos blancos, para el desfile ritual del triumphus, que era un recorrido escenográfico y mágico, un serpenteante dar vueltas en torno al ombligo de Roma. Entre dos ruidosas y compactas alas de gente, la cuadriga -que dos mil años más tarde sería objeto de imprevistas resurrecciones cinematográficas- bordeaba el antiguo recinto de las murallas de Rómulo, corazón de la Roma originaria, y por el Foro Boario, el Velabro y el Circo Máximo se dirigía después hasta la Porta Triumphalis, desde donde subía hasta el Capitolio por la vía Sacra, alfombrada de rosas.