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Primero pensé en Hunter, pero lo excluí en seguida: ¿a qué hablar por teléfono si podía verlo en la estancia cuando quisiera? ¿Quiénes eran los otros, en ese caso?

Pensé si con esto liquidaba el asunto telefónico. No, no quedaba terminado: subsistía el problema de su contestación a mi pregunta precisa. Observé con amargura que cuando yo le pregunté si había pensado en mí, después de tantas vaguedades sólo contestó: "¿no le he dicho que he pensado en todo?" Esto de contestar con una pregunta no compromete mucho. En fin, la prueba de que esa respuesta no fue clara era que ella misma, al otro día (o esa misma noche) creyó necesario responder en forma bien precisa con una carta.

"Pasemos a la carta", me dije. Saqué la carta del bolsillo y la volví a leer:

Yo también pienso en usted,

maría

La letra era nerviosa o por lo menos era la letra de una persona nerviosa. No es lo mismo, porque, de ser cierto lo primero, manifestaba una emoción actual y, por lo tanto, un indicio favorable a mi problema. Sea como sea, me emocionó muchísimo la firma: María. Simplemente María. Esa simplicidad me daba una vaga idea de pertenencia, una vaga idea de que la muchacha estaba ya en mi vida y de que, en cierto modo, me pertenecía.

¡Ay! Mis sentimientos de felicidad son tan poco duraderos… Esa impresión, por ejemplo, no resistía el menor análisis: ¿acaso el marido no la llamaba también María? Y seguramente Hunter también la llamaría así, ¿ de qué otra manera podía llamarla? ¿Y las otras personas con las que hablaba a puertas cerradas? Me imagino que nadie habla a puertas cerradas a alguien que respetuosamente dice "señorita Iribarne".

¡"Señorita Iribarne"! Ahora caía en la cuenta de la vacilación que había tenido la mucama la primera vez que hablé por teléfono: ¡Qué grotesco! Pensándolo bien, era una prueba más de que ese tipo de llamado no era totalmente novedoso: evidentemente, la primera vez que alguien preguntó por la "señorita Iribarne" la mucama, extrañada, debió forzosamente haber corregido, recalcando lo de señora. Pero, naturalmente, a fuerza de repeticiones, la mucama había terminado por encogerse de hombros y pensar que era preferible no meterse en rectificaciones. Vaciló, era natural; pero no me corrigió.

Volviendo a la carta, reflexioné que había motivo para una cantidad de deducciones. Empecé por el hecho más extraordinario: la forma de hacerme llegar la carta. Recordé el argumento que me transmitió la mucama: "Que perdone, pero no tenía la dirección." Era cierto: ni ella me había pedido la dirección ni a mí se me había ocurrido dársela; pero lo primero que yo habría hecho en su lugar era buscarla en la guía de teléfonos. No era posible atribuir su actitud a una inconcebible pereza, y entonces era inevitable una conclusión: María deseaba que yo fuera a la casa y me enfrentase con el marido. Pero ¿por qué? En este punto se llegaba a una situación sumamente complicada: podía ser que ella experimentara placer en usar al marido de intermediario; podía ser el marido el que experimentase placer; podían ser los dos. Fuera de estas posibilidades patológicas quedaba una natural: María había querido hacerme saber que era casada para que yo viera la inconveniencia de seguir adelante.

Estoy seguro de que muchos de los que ahora están leyendo estas páginas se pronunciarán por esta última hipótesis y juzgarán que sólo un hombre como yo puede elegir alguna de las otras. En la época en que yo tenía amigos, muchas veces se han reído de mi manía de elegir siempre los caminos más enrevesados: Yo me pregunto por qué la realidad ha de ser simple. Mi experiencia me ha enseñado que, por el contrario, casi nunca lo es y que cuando hay algo que parece extraordinariamente claro, una acción que al parecer obedece a una causa sencilla, casi siempre hay debajo móviles más complejos. Un ejemplo de todos los días: la gente que da limosnas; en general, se considera que es más generosa y mejor que la gente que no las da. Me permitiré tratar con el mayor desdén esta teoría simplista. Cualquiera sabe que no se resuelve el problema de un mendigo (de un mendigo auténtico) con un peso o un pedazo de pan: solamente se resuelve el problema psicológico del señor que compra así, por casi nada, su tranquilidad espiritual y su título de generoso. Júzguese hasta qué punto esa gente es mezquina cuando no se decide a gastar más de un peso por día para asegurar su tranquilidad espiritual y la idea reconfortante y vanidosa de su bondad. ¡Cuánta más pureza de espíritu y cuánto más valor se requiere para sobrellevar la existencia de la miseria humana sin esta hipócrita (y usuaria) operación!

Pero volvamos a la carta.

Solamente un espíritu superficial podría quedarse con la misma hipótesis, pues se derrumba al menor análisis. "María quería hacerme saber que era casada para que yo viese la inconveniencia de seguir adelante." Muy bonito. Pero ¿por qué en ese caso recurrir a un procedimiento tan engorroso y cruel? ¿No podría habérmelo dicho personalmente y hasta por teléfono? ¿No podría haberme escrito, de no tener valor para decírmelo? Quedaba todavía un argumento tremendo: ¿por qué la carta, en ese caso, no decía que era casada, corno yo lo podía ver, y no rogaba que tomara nuestras relaciones en un sentido más tranquilo? No, señores. Por el contrario, la carta era una carta destinada a consolidar nuestras relaciones, a alentarlas y a conducirlas por el camino más peligroso.

Quedaban, al parecer, las hipótesis patológicas. ¿ Era posible que María sintiera placer en emplear a Allende de intermediario? ¿O era él quien buscaba esas oportunidades? ¿O el destino se había divertido juntando dos seres semejantes?

De pronto me arrepentí de haber llegado a esos extremos, con mi costumbre de analizar indefinidamente hechos y palabras. Recordé la mirada de María fija en el árbol de la plaza, mientras oía mis opiniones; recordé su timidez, su primera huida. Y una desbordante ternura hacia ella comenzó a invadirme: Me pareció que era una frágil criatura en medio de un mundo cruel, lleno de fealdad y miseria. Sentí lo que muchas veces había sentido desde aquel momento del salón: que era un ser semejante a mí.

Olvidé mis áridos razonamientos, mis deducciones feroces. Me dediqué a imaginar su rostro, su mirada -esa mirada que me recordaba algo que no podía precisar-, su forma profunda y melancólica de razonar. Sentí que el amor anónimo que yo había alimentado durante años de soledad se había concentrado en María. ¿Cómo podía pensar cosas tan absurdas?

Traté de olvidar, pues, todas mis estúpidas deducciones acerca del teléfono, la carta, la estancia, Hunter.

Pero no pude.

XIII

Los días siguientes fueron agitados. En mi precipitación no había preguntado cuándo volvería María de la estancia; el mismo día de mi visita volví a hablar por teléfono para averiguarlo; la mucama me dijo que no sabía nada; entonces le pedí la dirección de la estancia.

Esa misma noche escribí una carta desesperada, preguntándole la fecha de su regreso y pidiéndole que me hablara por teléfono en cuanto llegase a Buenos Aires o que me escribiese. Fui hasta el Correo Central y la hice certificar, para disminuir al mínimo los riesgos.

Como decía, pasé unos días muy agitados y mil veces volvieron a mi cabeza las ideas oscuras que me atormentaban después de la visita a la calle Posadas. Tuve este sueño: visitaba de noche una vieja casa solitaria. Era una casa en cierto modo conocida e infinitamente ansiada por mí desde la infancia, de manera que al entrar en ella me guiaban algunos recuerdos. Pero a veces me encontraba perdido en la oscuridad o tenía la impresión de enemigos escondidos que podían asaltarme por detrás o de gentes que cuchicheaban y se burlaban de mí, de mi ingenuidad. ¿Quiénes eran esas gentes y qué querían? Y sin embargo, y a pesar de todo, sentía que en esa casa renacían en mí los antiguos amores de la adolescencia, con los mismos temblores y esa sensación de suave locura, de temor y de alegría. Cuando me desperté, comprendí que la casa del sueño era María.