III El dolor rompe el tiempo

en lo hondo no hay raíces

hay lo arrancado

Hugo Mujica

Desde que Jorge Federico ha muerto todo se ha derrumbado, y pasados varios días, no logro sobreponerme a esta opresión que me ahoga.

Como perdido en una selva oscura y solitaria, busco en vano superar la invencible tristeza. Antes -¿cuándo antes?: antes de que este desastre ocurriera-, en momentos de depresión, pasaba horas en mi estudio de pintura, trabajando en algún cuadro hasta que la desolación se iba. Pero ahora el tiempo se ha detenido. La angustia permanece y me siento abandonado en el inconmensurable desierto de estas cuatro paredes.

Embriagado de dolor, entre las ruinas de mi mente, resuenan lejanos unos versos de Vallejo:

Hay golpes en la vida tan duros,

golpes como del odio de Dios.

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La tarde desaparece imperceptiblemente, y me veo rodeado por la oscuridad que acaba por agravar las dudas, los desalientos, el descreimiento en un Dios que justifique tanto dolor. Los tonos de la tarde me invaden con extrañas presencias que antes no percibía. Ya los cantos de los pájaros son otros, o ninguno. Una luz crepuscular se derrama sobre cada objeto, como si los elevara a una realidad nueva, ahora transfigurada por el sufrimiento.

Una suave lluvia de otoño cae sobre el jardín, y también sobre pájaros y árboles que, ¿quién podrá saberlo?, quizá meditan igual que nosotros.

Cuántas parejas, en las calles de este laberíntico Buenos Aires, se acurrucarán protegiéndose del frío, en esos gestos de un amor inexpresable e imposible.

Desde la ventana de mi estudio miro hacia el jardín. Los jazmines del Cabo, la rosa china, las magnolias y las demás plantas y las flores recuerdan a Jorgito. Y entonces la belleza vuelve a ensombrecerme. Miro, pues, hacia la nada. Observo cosas sin importancia: una goma de borrar, una lapicera, un calendario, mi reloj. Dios mío, ¿qué es esto?

Pasa un boeing, con estruendo. ¿Adónde va? ¿Para qué? En mi mesa de trabajo miro una arañita que cruza afanosamente, también hacia su destino. Pero, ¿cuál? Aunque pequeñita, puede tener un destino chiquito, a su escala. La sigo conmovido, hasta que llega al otro borde y desciende por uno de los hilos de su telaraña; con cuánta esperanza la sigo observando mientras desaparece de mi vista aquel ser diminuto que vive sin hacerse tantos planteos, sin esos cuestionamientos que nosotros hacemos para probar ¿qué?

Mi vida parece ir acabando como El túnel, con ventanales y túneles paralelos, donde todo es infinitamente imposible. ¡Qué extraño, qué terrible es que al acercarse la muerte vuelvan estas tristísimas metáforas!

Elvirita me habla de Cristo. Me dejo alentar por su sentido religioso de la vida, y del dolor.

Sobre mi escritorio puse una fotografía de Jorge, y ahora lo miro, lo miro con la añoranza de un abrazo que me parte el pecho. Cómo querría volver hacia atrás el tiempo. ¿Cuándo acabará este peso agobiante y absoluto?

El pensamiento se me hunde en el desgarro. ¿Hacia dónde se han vuelto ahora las palabras? Daría todos mis libros -qué pobres, qué ridículos, qué precarios, qué inválidos, qué nada al lado de esta pérdida- y daría mi prestigio, ese prestigio que tanto pongo entre comillas, y los honores y las condecoraciones, por recuperar la cercanía de Jorgito.

He vuelto de Albania adonde fui a recibir el Premio Kadaré. Estaba destrozado, pero fui por no volverme a negar a ese pobre y heroico país que inauguraba conmigo el premio.

En la ciudad de Tirana tuve uno de los homenajes más emocionantes de la vida. Ese pueblo que sufrió una tiranía, y en donde aún se ven los restos de la dictadura, las caras agrietadas por el sufrimiento y los tenebrosos bunkers que había hecho construir el tirano, me agasajó como a un bienhechor, como a un rey, como a un hijo amado.

Hubo bailes y cantos en la inolvidable entrega del Premio. Un poeta me entregó una urna con tierra que había traído del pueblo natal de mi madre. Y un gran escritor me mostró un cuaderno que había guardado oculto en la cárcel; con letra minúscula, tenía copiado un texto de Camus y mi “Querido y remoto muchacho” de Abadon. Me dijo llorando que en los muchos años que permaneció como preso político en la oscuridad de la cárcel, diariamente leía estas páginas, a escondidas, para poder resistir. Me quedé temblando por haber servido con mis palabras a ese héroe de los tantos que pueblan aquel país, hoy nuevamente en guerra.

Al día siguiente nos despidieron con música y con flores; fue tan emocionante que me descompuse en los pasillos del aeropuerto de Viena. Elvira corrió por un médico, y después de unas horas, pudimos partir para Madrid.

De vuelta en casa, pienso en lo que vi en aquella tierra de algunos de mis ancestros, un pueblo que viene padeciendo años de sometimiento; y recordaré siempre aquellas madres que han visto morir a los hijos de las maneras más atroces y que, sin embargo, son aún tan generosas. En la soledad de mi cuarto, abatido por la muerte de Jorge, me he preguntado qué Dios parece esconderse detrás del sufrimiento.

Caminando por esta casa que en otro tiempo todos compartimos, y en la que hoy deambulo perdido, me he detenido, Jorgito, ante tu retrato. Silvina Ocampo, gran poeta y autora de cuentos memorables, también alguna vez lo hizo en la época en que estábamos muy cerca. Hace tantos años, tantos.

Lentamente he mirado uno a uno los rasgos de ese niño de diez años que yo llevaba de la mano, creyendo que para siempre estaría junto a mí. Y entonces, a través de las arrugas y de las lágrimas, fui recreando aquel tiempo ya ido, pero tan añorado, y sagrado.

En la soledad de mi estudio, escucho el quinteto de Schumann para cuerdas y piano que tanto amabas. Cómo comprendías que aquel entrañable, melancólico y desdichado músico enloqueciera, y se arrojara al Rhin.

Se te iluminaba la cara cuando hablabas de él, de su familia y de su historia, a la que siempre volvías, como si lo extrañaras o te ayudara a vivir. Admirabas en Schumann su genio musical desbordante de poesía y de ternura y te conmovía el amor de Clara. Ella lo acompañó, lo sostuvo y lo protegió. Y, a su muerte, fue ella la que más ayudó a divulgar su obra, y a que se lo valorara en el mundo entero.

Me vienen a la memoria las tardes que pasábamos conversando con Mario y con vos sobre innumerables temas, para terminar, muy a menudo, hablando de música. Coincidíamos en que Brahms era uno de los supremos, y desde luego Beethoven y Bach. Y el grande y maravilloso Schubert, que nunca llegó a escuchar sus últimos quintetos.

Dios mío ¿dónde estás? Si estás en ellos, ¡qué triste debes de ser también vos, qué melancólico!

Te estoy viendo, Jorge, sentado al piano sobre un taburete, tocando a cuatro manos con Matilde aquellas conmovedoras obras que nos ayudan a sobrellevar la condición humana.

Desde muy chico tuviste una asombrosa condición para la música. Martínez Estrada nos sugirió que te hiciéramos estudiar con una de las discípulas de Scaramuzza, y fue ella la que se asombró al comprobar que tenías el oído absoluto. En uno de los conciertos que se daban a fin de año, D’Urbano, gran crítico musical, dijo: “Hay dos chicos que prometen ser grandes concertistas; uno es el hijo de Sabato, la otra, una chica llamada Martha Argerich”. Y sin embargo yo te arranqué de la música cuando Epstein me aseguró que llegarías muy lejos como ejecutante, pero no serías un compositor. Lo hice porque consideré que era un destino cruel vivir subiendo y bajando de aviones, en inhóspitos cuartos de hoteles, sin hogar, sin familia, sin esas pequeñas cosas cotidianas, acaso modestas, pero que nos ayudan a vivir. Algo que nunca me reprochaste, a pesar de tu auténtica pasión por la música, a la que volvías cada tarde, agotado del trabajo, como se vuelve a un amor secreto y verdadero.