También de sus tierras han sido excluidos los hombres. Hace unos años estuve con los indios wichis en la plaza del Congreso. Desde hacía una semana, realizaban una huelga de hambre en reclamo por las tierras que, como a tantas comunidades indígenas, les fueron usurpadas desde el tiempo de la conquista, víctimas de un genocidio que se realizó a fuerza de guerras, epidemias desconocidas y el infaltable cautiverio. Desde entonces, el sometimiento y el maltrato que reciben en todo el continente los obliga a sobrevivir en miserables reservas, incapacitados para satisfacer sus necesidades básicas de alimentación, salud, vivienda y educación.

Hoy, uno de los graves problemas que muchas de estas comunidades deben afrontar, bajo un riesgo vertiginoso y destructivo, es la necesidad de emigrar hacia las grandes ciudades, donde viven alienados, impulsados por el hambre pero también por descabelladas ilusiones, como sucedió en Lima, que en los últimos veinte años tríptico su población por la llegada de indígenas. Ciudades en las que viven degradados en suburbios donde cunden el cólera, la meningitis, la tuberculosis y todas las calamidades que acarrean la pobreza y el desarraigo. Viven, si puede usarse ese verbo en el sentido grande y misterioso, o tristemente sobreviven, ajenos y perdidos.

Aquí mismo, a Buenos Aires, capital de un país que en un tiempo fue casi desierto, con pocas comunidades autóctonas, están llegando millares de indios bolivianos y paraguayos que atraviesan la frontera y que son esclavizados en trabajos clandestinos, por falta de documentos. Duermen en el suelo, hacinados y sucios. Han perdido su dignidad y sus rituales arcaicos.

En las comunidades indígenas, los hechos esenciales de la existencia estaban vinculados al ritmo del cosmos y la naturaleza. Y aún hoy, muchos de ellos conservan sus ritos, como los mapuches, que se preparan para recibir el Año Nuevo con ceremonias acompañadas de danzas y oraciones, en las que ruegan a los dioses para quedes den salud y buenos augurios, para que el año que comienza sea óptimo en lluvias y cosechas. En cambio, los ritos y las tradiciones de nuestras sociedades se han desvirtuado, o se han convertido en simulacros en los que ya nadie cree, consecuencia del barbarismo tecnológico. Escindido el pensamiento mágico y el pensamiento lógico, el hombre quedó exiliado de su unidad primigenia; se quebró para siempre la armonía entre el hombre consigo mismo y con el cosmos.

Hace tiempo vi una extraordinaria película de Emir Kusturica sobre la desaparición de Yugoslavia. Me impresionó el desgarro con que muestra la crueldad de ese exterminio. Y cuando miré a esos seres en su inmundo subsuelo, sosteniendo con su dolor la vida de individuos mezquinos y despiadados, sentí que era la gran metáfora de este tiempo en que algo de la humanidad del hombre se está eclipsando.

Una sensación similar me volvió a sobrecoger una tarde, mientras viajaba en tren. Entró una mujer esmirriada, de tez morena, que, con un acordeón destartalado, hacía sonar una música lúgubre. Sobre su pecho llevaba colgado un cartel donde explicaba que había tenido que escapar de Rumania. Escuché su melodía, y me detuve a observar a esa mujer sin patria y sin hogar, sin importar si provenía de Rumania, de Bosnia o de la ex Yugoslavia. Era únicamente un ser errante, como los miles de refugiados en el mundo, o los Sin Tierra de Brasil, o los que desesperadamente intentan huir de la desvalida Albania. Una entre los millones cuya intemperie nos hace responsables. Son aquellos que desconocen ideologías o estadísticas sociológicas, pero que saben bien que ellos no cuentan en la historia. Cuando ya se alejaba hacia el siguiente vagón, me encontré con la mirada triste de una chiquita que cargaba sobre sus espaldas. Me hizo pensar en lo que está sucediendo: un mundo que parece marchar hacia su desintegración, mientras la vida nos observa con los ojos abiertos, hambrientos de tanta humanidad.

Me estremeció una noticia que leí esta mañana en el diario; la recorté y la guardé en uno de los cajones de mi archivo, entre esos tantos retazos que en estos años me han ayudado a vivir.

Una mujer, en un crudo invierno, apenas con una remera y un pantalón, se escapó del Hospital Psiquiátrico con el deseo de ir a buscar a su compañero. Aprovechando la distracción del maquinista, robó una locomotora y, haciéndola funcionar sin dificultad, comenzó su odisea. Él había trabajado en el ferrocarril y le había enseñado a conducir trenes y “muchas cosas más”.

“Si ustedes supieran lo que es el amor, me dejarían seguir”, le decía al oficial que la detuvo y, mientras la llevaba a la comisaría, con llantos desesperados, gritaba: “¿Vos nunca hiciste nada por amor?”.

¡Cuánto más humanos son estos gestos que los de tantos individuos que corren por la ciudad enceguecidos con sus proyectos!

He querido rescatar esta historia de entre mis papeles, ya que de alguna manera, cuando el razonamiento nos conduce al borde de la psicosis colectiva, estos actos son lo más parecido a una salvación.

Los que me quieren me ruegan que no me levante tan temprano, temen por mi salud; los médicos me revisan, me hacen estudios. En realidad, me estoy humanizando; es una de las consecuencias del sufrimiento. ¿Sería esto una justificación del dolor?

Hoy intenté descansar al menos hasta las cinco, pero sobrevino una especie de visión de la que poco a poco comencé a tomar semiconciencia, algo dislocado, pero que sin embargo se iba imponiendo sobre mí, y así pasé un rato largo debatiéndome entre la realidad y el delirio. Hasta que comencé a dar vueltas en la cama, me destapé y esperé que el frío tranquilizara mis nervios.

Algo turbio, relacionado con la realidad que estamos viviendo, desde el inconsciente, como un murmullo, me recordaba lo que estoy pintando en estos últimos años: esos seres terribles que salen del fondo de mi alma, torres que se desploman, pájaros en cielos incendiados. No sé lo que significan, quizás advertencias, acaso secuelas de lo que sufrí escribiendo ciertos pasajes de mis ficciones, como el Informe sobre ciegos.

No pude dormir de nuevo, enciendo una linterna y atravieso la oscuridad del estudio. En mi mesa veo los sobres que contienen algunos fragmentos que incluiré en este libro que hago sin premeditación, que me sale del alma, no de mi cabeza, dictado por las preocupaciones y la tristeza de estos años finales.

Reviso los papeles, algunos, muchos, se encuentran marcados, tachados con innumerables correcciones. Por la angustia que me produce, intento olvidar esta tarea, pero vuelve reiterada, obsesivamente, como golpes de puño en el interior de mi cabeza.

Finalmente me cambio y en el jardín, aguardo el amanecer que se demora bajo un cielo cargado de nubes tormentosas. Paso un tiempo sentado, hasta que Gladys me llama para desayunar, lo hago mientras leo los grandes titulares del diario: la crisis social, el desempleo, la corrupción, la impunidad, el estado general del mundo. Más que suficiente para aumentar la tristeza y el desconcierto. Un subtítulo dice: “En una semana quinientas personas, en su mayoría mujeres y niños, mueren incinerados en Indonesia”. Recuerdo la expresión con que Dante describe el infierno: “La sangre mezclada en el llanto, recogida por asquerosos gusanos”.

Entonces voy a mi estudio y espero la llegada de Diego que, como todas las mañanas, afectuosamente volverá a reanimarme. Conversaremos largamente y luego podremos dar una vuelta por las calles del barrio, o por la estación, hasta que yo pueda recuperar la energía para seguir escribiendo.

La gravedad de la crisis nos afecta social y económicamente. Y es mucho más: los cielos y la tierra se han enfermado. La naturaleza, ese arquetipo de toda belleza, se trastornó.