Изменить стиль страницы

Al observar su rostro atractivo tan relajado, ella sintió que toda su tensión se evaporaba. Después de todo, Ashdowne no encontraba gracia en sus errores de cálculo, sino en la situación en la que se habían encontrado, que, debía reconocer, era la más estúpida que jamás había vivido.

Antes de darse cuenta también ella se reía y, para su sorpresa, Jeffries se unió a ellos hasta que los tres estuvieron a punto de dar un espectáculo en las calles de Bath. Con los ojos húmedos, se apoyó en Ashdowne y decidió que era una experiencia muy placentera compartir su alegría con un hombre.

Fue más tarde, al separarse de sus acompañantes, cuando comprendió la terrible verdad. Si Whalsey y Cheever eran inocentes, únicamente le quedaban dos sospechosos.

Y uno de ellos era Ashdowne.

Cinco

Ashdowne se estiró en el incómodo sillón griego de su dormitorio y apoyó los pies en lo alto de un taburete tallado. Había alquilado la casa, con sus espantosos muebles, para toda la temporada, aunque sólo había pretendido quedarse poco tiempo. En ese momento odiaba la elegante dirección de Camden Place. Desde luego, no sería la primera vez que le desagradaba su entorno. “Todo parece molestarme más que de costumbre”, pensó con acritud.

– Necesito una copa -musitó cuando apareció su mayordomo.

Finn, un irlandés sagaz, no era el típico criado de un noble, pero era el único miembro del personal al que se le permitía acceso directo a Ashdowne. Ambos llevaban junto mucho tiempo, y la situación se cimentaba en la confianza mutua más que en el trabajo, ya que el marqués sabía que la lealtad de un hombre como Finn no se podía comprar.

– ¿Una mañana difícil, milord? -preguntó Finn. Se dirigió al aparador, donde vertió una cantidad generosa de oporto, que le presentó a Ashdowne. Luego se sirvió otra para él antes de regresar a sentarse en el feo sillón que había frente al marqués.

– No tan difícil como excepcional -reconoció mientras disfrutaba del buqué del vino.

– ¿Cómo puede ser de otro modo cuando la joven Bellewether ha participado en él? -preguntó con su voz grave, en la que se notaba su acento irlandés.

– Sí, decididamente es poco corriente -reflexionó, sin la sequedad que con anterioridad había provocado cualquier mención de Georgiana. Llevaba ausente desde la noche que la había besado en la terraza.

El beso había sido un juego, un modo de ganarse su confianza y, como tal, una seducción necesaria. Entonces, ¿por qué no se quitaba de encima su recuerdo? ¿Por qué cada vez que la veía era dominado por el impulso de repetirlo?

– ¿Y bien, qué sucedió hoy? ¿El detective arrestó al pobre Whalsey?

– No, me temo que no -Ashdowne sonrió-. La prueba que más lo incriminaba era un frasco robado con loción regeneradora del pelo.

– ¡No! -Finn soltó una carcajada.

– Sí -rió entre dientes al recordar la situación. ¿Cuándo había sido la última vez que se había divertido tanto?

– ¿Regenerador del pelo? ¡Ja! ¡No me extraña que su excelencia lleve siempre sombreo! -Finn se dio una palmada en la rodilla-. Pero, ¿de dónde lo sacó?

– Al parecer él y su secuaz, un tal señor Cheever, urdieron un plan para robárselo al profesor que lo creó, lo cual significa que la señorita Bellewether no está tan loca como pensábamos -la sonrisa se desvaneció-. Aunque no sabían nada del collar, Whalsey y su amigo técnicamente pueden ser considerados ladrones.

– Si usted lo dice -convino Finn entre risotadas-. Sin embargo, dudo que el detective lo considere de esa manera.

– Quizá. Quizá no -Jeffries parecía ser un hombre decente y sólido, no como los de su profesión, algunos de los cuales se sabía que eran tan deshonestos como sus presas.

– ¡Olvídelo, milord! Ni siquiera el detective más estúpido le daría crédito ahora a las teorías de la joven.

– Probablemente, no -convino Ashdowne, moviéndose incómodo en el sillón. Sentía algo parecido a la culpabilidad, aunque no sabía por qué le molestaba una sensación tan ajena a él. Después de todo, no había hecho más que complacer a Georgiana. De hecho, ella se había mostrado inexplicablemente complacida cuando usó su influencia sobre Jeffries.

Demasiado. Quizá ahí radicaba el problema, ya que no podía olvidar la sonrisa que le lanzó ella cuando convenció al detective de que los acompañara a la residencia de lord Whalsey. Nadie en su menos que excepcional existencia lo había mirado de esa manera, como si le hubiera regalado la luna y las estrellas. Su expresión exhibía una adoración completa. Bebió un trago de oporto. No había estado nada interesado en su absurda investigación, salvo para cerciorarse de que no lo afectara a él de ningún modo.

Y eso le producía vergüenza, pues la percepción que tenía de la infatigable señorita Bellewether sufría un cambio. Había mostrado tanto vigor ese día que no podía evitar sentir admiración por ella. Puede que sus ideas estuvieran tergiversadas, pero actuaba en consonancia con ellas. Seguía su propio camino, sin tomar en consideración lo que pensaran los demás, buscando misterios en un mundo que por desgracia carecía de ellos.

Quizá eso era lo que hacía que se sintiera tan incómodo. También él en el pasado había buscado estímulos para alimentar una necesidad en su interior que pocos eran capaces de comprender. Pero esas búsquedas a menudo eran peligrosas, y cuando Georgiana había hablado de enfrentarse a delincuentes, él había reaccionado de forma instintiva. La obstinada señorita Bellewether podía meterse en todo tipo de problemas.

– ¿No me diga que esa joven empieza a afectarlo, milord? -el sonido de la voz divertida de Finn sacó a Ashdowne de sus lóbregos pensamientos.

– Claro que no -repuso con suavidad, pero Finn lo conocía demasiado bien para aceptar una mentira.

– ¡Claro! -Bufó el criado-. Aunque ha de reconocer que es una belleza, con un cuerpo creado para satisfacer a un hombre.

– Sí -acordó.

– Y supongo que es una novedad que la dama no está suspirando por su título -dijo el mayordomo, frotándose el mentón.

– Sí -no se la podía acusar de eso, y a diferencia de otras damas solteras que había conocido, estaba más interesada en los misterios que en el matrimonio. Sonrió.

– Entonces, ¿ese es su atractivo? -inquirió Finn.

– ¿Su atractivo? -miró al criado con ironía -. No era consciente de que tuviera alguno -¡el que la encontrara estimulante no significaba que lo atrajera! El beso solo había sido una seducción impuesta, nada más. De hecho, la mayoría de las veces no sabía si reír o estrangularla.

Finn se levantó con un sonido de incredulidad.

– Bueno, si no está interesado en ella, ¿hemos de volver pronto a la vieja mansión?

Con remordimiento, pensó que debía empezar a considerar las mejoras en la vieja mansión, pero su mente se rebelaba. Deseaba quedarse en Bath, aunque solo fuera por un tiempo. ¿Por necesidad o placer? ¿Importaba?

– Creo que sería sensato quedarnos aquí un poco más. Para atar todos los cabos sueltos -manifestó despacio.

– Bueno, me parece perfecto -devolvió la copa al aparador-. A mí no me avergüenza reconocer que me apetece ver con qué sale a continuación la joven.

– Sí -admitió-. Toda la situación está resultando mucho más entretenida de lo que había imaginado.

Después de todo, con Whalsey y Cheever exonerados en lo referente al collar, Georgiana tendría que poner sus miras en otro sospechoso.

– Pero encárguese de que no se le meta bajo la piel -dijo Finn, volviéndose para mirarlo-. Muchas veces una cara bonita ha representado la caída de un hombre, y quiero recordarle todo lo que usted tendría que perder.

– Te aseguro que de eso no hay peligro -bufó-. No pienso sucumbir a los dudosos encantos de esa joven -hizo a un lado el recuerdo de tenerla en sus brazos, suave, cálida y entregada, y se concentró en su extravagante conducta-. Sin embargo -frunció el ceño-, hay una cosa que me preocupa.