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La señora Whu había salido al oír a las niñas (tenía un sexto sentido para saber cuándo Hin estaba en la casa) y manifestó su sorpresa al ver el desastre, señal genuina, porque nunca mentía, de que le había sido ajeno hasta el momento. La vecina Kiu también se hizo presente, y ella sí dijo haber oído el estrépito de los patos riñendo pero, por discreción, no había querido intervenir.

– Nos habría ahorrado un disgusto -le dijo Lu secamente, y agregó, temiendo parecer descortés-: Aunque no creo que se hubiera podido hacer nada.

Las niñas dieron unas vueltas cautelosas, y al fin salieron a la calle, a esperar a Yin para que les prestara la bicicleta. Hin le dirigió una mirada a Lu, que se encogió de hombros. El incidente lo dejaba malhumorado, sobre todo por producirse en un momento en que siempre quedaba vacío y decaído: inmediatamente después de impreso y entregado un número de la Gaceta. Además, le faltaba Yin, a cuya presencia se había habituado. Siguió a las niñas hasta la calle, y tomó a Hin por los hombros con dulzura. Le dijo que hoy su amigo no vendría hasta muy tarde, pues repartía el periódico en las aldeas vecinas. Yin era un joven por demás generoso y paciente, y les había enseñado a conducir su bicicleta a Hin y a todas sus amigas. Pero hoy el rodado servía a un propósito más importante que la diversión de las pequeñas. Ellas parecieron doblemente mortificadas por la información. Entraron a la casa, y él volvió a seguirlas. Les sirvió unos vasos de leche con té de rosas y les aconsejó que trabajaran un rato en sus deberes. Quizás Yin volviera antes de la noche, y podrían dar una vuelta después de todo, para consolarse.

Le hicieron caso. Después de un rato de conversación, empezaron a copiar fragmentos de Mao, y se los pasaban a él para que verificase la caligrafía. Lu Hsin asentía a todo, hasta a los errores. Eso le recordó la carta que se había propuesto escribirle al amigo del presidente, pero no se sentía de ánimo, con la visión de esas aves laceradas todavía en la retina.

De modo que salió a fumar un cigarrillo, pero la presencia de los patos muertos (y los vivos) lo deprimía, aunque no los viese. Se los imaginaba allí, al pie de las montañas que tanto había contemplado, como víctimas propiciatorias frente a un altar rústico pero exquisitamente pintado. Era chocante, una pura visión. Que perdería su pureza cuando tuviera que levantarlos, cosa que si no hacía él no haría nadie. No le atraía la idea, pero habría que limpiar el patio antes de la noche, o corrían el riesgo de que el olor atrajera a algún animal indeseable a husmear la carroña.

Además, conocía la psicología aldeana: vendrían curiosos. Si se habían propuesto venir a contemplar los patos, cuya novedad en sí misma persistía, la noticia de la matanza los atraería con más intensidad. Para empezar, ya estaba aquí su vecino Chao, con sus abruptas zalamerías de campesino.

– Tendrá que disculparme en este momento, pero estoy muy apurado -balbuceó cuando se cruzaban, pues había sido todo verlo encaminarse en su dirección, y simular un paso rápido en la opuesta. No le dio tiempo ni siquiera a responderle. De cualquier modo, el señor Chao preferiría hacer sus comentarios ante la señora Whu, con la que se entendía bien.

Tomó la dirección del bosque sin pensarlo mucho, y cuando franqueaba los límites de la aldea, el cielo que había estado nublado y blanquecino todo el día, se entreabrió de pronto mostrando un sol sorprendentemente alto que llenaba de claras primicias el mundo. ¡Era mucho más temprano de lo que había pensado! En efecto, ahora lo recordaba: era el día de la semana en que Hin tenía menos clases; con los acontecimientos, se le había pasado por alto. Pues bien, mejor así. Podría dar un paseo largo, en vez de uno corto. Llegaría hasta los primeros claros, pasando la orla del bosque, y daría la vuelta al gran espejo de agua. No tenía otra cosa que hacer, y le convendría dejar la mente en blanco; ningún sitio más apropiado para ello que la naturaleza, el viejo y tradicional pasaje a la indiferencia. Las cúpulas de los árboles se balanceaban en el aire, y los pájaros proferían sus cantos de siempre, o hacían piruetas aquí y allá, fútiles y veloces. Objetos verdes y flores. La primavera era lo que siempre volvía, lo inexorable y cándido. Se preguntó si habría habido un primer hombre que registrara su vuelta, la segunda vez. ¿ Lo habría hecho con desencanto? No se le ocurría otra posible reacción. La mente humana no estaba hecha para la repetición, había sido preciso habituarla mediante la violencia, y la dulzura, en proporciones bien equilibradas.

Respiraba con fruición, olvidándose de todo. Le haría bien pasear en extenso, sin apuro. Últimamente salía poco; era raro el día que Hin no tuviera algún compromiso con sus amiguitas, o una sobrecarga de tareas escolares, y él había perdido el gusto de caminar solo -aunque ahora lo recuperaba con una presteza que le pareció suavemente milagrosa.

De pronto oyó el ruido de un avión y levantó la vista. Allí estaba, un gran avión gris que pasaba muy alto (así al menos le parecía, pero no debía de ser tanto porque iba abajo de las nubes). No dejó de mirarlo mientras recorría el cielo en una recta caprichosa: ¿quién había trazado esa línea en el cielo, y por qué? No dejaba de apreciar el contraste del gran pájaro rígido y los bordados de follaje a través del cual lo veía. Estaba oculto. Su humor había cambiado radicalmente. El paso del avión le sugirió auspicios magníficos. Incluso tuvo la idea de hacer un ramo de flores, cosa que nunca en su vida había hecho. Podría ser abundante, pero de reducidas dimensiones, ya que no tenía a su alcance más que anémonas minúsculas, de tallos blandos. Pero el rosa de sus pétalos impalpables tenía cierta grandeza. ¿No existiría la posibilidad de hacer un ramo que fuese un color, un solo color intenso? La intensidad, en los tiempos recientes, había sido adjudicada en exclusividad a los más intrincados períodos dinásticos imperiales. El espíritu republicano se jactaba de no necesitarla. Rosa, rosa, rosa, un millón de veces el color rosa, siempre temblando.

A lo lejos, se aproximaban unas figuras; o se alejaban; o ni una cosa ni la otra. El bosque, como todos los bosques, era un laberinto óptico de certezas y vacilaciones imprevisibles. Por los «corredores de visión» se vislumbraban detalles que pasarían desapercibidos en un llano. Pero el conjunto se hacía enigmático. Le pareció impropio arrojar las florcitas que había estado juntando. Era una comisión de estudios del Qu, casualmente. Aunque él se había desligado hacía años de esa rama de los asuntos públicos, seguía siendo consultado; además, su actividad periodística lo mantenía en contacto, por su parte teñido casi siempre de ironía científica, con los subministros del agua.

Sostuvieron una breve conversación, amistosa y con distracciones. Le agradó. Le gustaba sentirse distraído respecto de cosas muy precisas. Incluso el leve ridículo de tener un ramo de flores en la mano contribuía a ponerlo en un lugar en el que se sentía cómodo. Que él hubiera dejado de ser funcionario del agua no significaba casi nada, porque otros lo eran. No había nada de inoportuno en el trabajo, mientras alguien lo llevara a cabo. Era la historia del país, y del mundo. Era la declaración de independencia del hombre frente a la primavera, a todas las primaveras posibles. Durante toda su vida se había sentido intelectualmente superior al prójimo, pero a esta altura empezaba a comprender que también le daba placer no sentirlo. Aplicaba su derecho a sacar un módico beneficio personal de la demografía.

De regreso a casa, ya bajo el crepúsculo, estaba a tono con la tarea de escribir esa carta. Y en efecto, al llegar no vio un obstáculo en la presencia algo furtiva de Wen Tsi, que se embriagaba en la cocina con la señora Whu, ni en la de Yin, que había vuelto del reparto y, después de una prolongada sesión de ciclismo con las niñas, ahora jugaba al majjong con Hin en la sala; la concentración de ambas parejas era perfecta y armónica en su diversidad. Por los cuatro lados de la casita entraba la luz enrojecida del crepúsculo, y Lu Hsin tuvo por un instante la visión deliciosa de ese cofre de madera y vidrio brotando de la incipiente sombra del suelo, como una gema en la que se concentrara toda la voluntad humana de hacer eterno el día. Sin más, sacó una hoja de papel de arroz, buscó la pluma fuente, y se sentó a la mesa. Miró un momento por la ventana.