– Cuando me encuentre mejor, ¿no le parece bien, señor?…
– y su voz temblaba-. Es usted muy amable…
– Pero es necesario que se vaya… -añadió el doctor con su mejor sonrisa-. Déjeme usted atender a la señorita.
– ¡No estoy enferma! -exclamó Christine de repente con una energía tan extraña como inesperada.
Y se levantó, pasándose una mano por los párpados con gesto rápido.
– ¡Se lo agradezco mucho, doctor!… Necesito estar sola… Váyanse todos, por favor…, déjenme… Estoy muy nerviosa esta noche…
El médico quiso oponer algunos argumentos, pero ante la agitación de la joven estimó que el mejor remedio para su estado era no contradecirla. Y salió junto con Raoul, quien se encontró en el pasillo completamente desamparado. El doctor le dijo:
– No la reconozco esta noche… normalmente es tan dulce…
Y lo dejó allí.
Raoul le quedó solo. Toda aquella parte del teatro se encontraba ahora desierta. La ceremonia de despedida debía haber empezado en el foyer de la ópera. Raoul pensó que quizá la Daaé iría y esperó sumido en la soledad y el silencio. Incluso se escondió en la sombra propicia del quicio de una puerta. Seguía teniendo aquel horrible dolor en el corazón. Y era de eso de lo que quería hablarle a la Daaé sin demora. De repente, el camerino se abrió y vio a la criada que salía completamente sola, llevando unos paquetes. Se interpuso en su camino y le pidió noticias de su ama. Ella le contestó riendo que se encontraba bien, pero que no debía molestarla puesto que quería estar sola. Y se escapó. Una idea atravesó el cerebro abrasado de Raoul. ¡Evidentemente, la Daaé quería estar sola para él…! ¿Acaso no le había dicho que quería conversar en privado? Esta era la razón por la que había despedido a los demás. Respirando con dificultad, se acercó al camerino y, con la oreja pegada a la puerta para escuchar lo que iban a contestarle, se dispuso a llamar. Pero su mano se detuvo. Acababa de percibir, en el camerino, una voz de hombre que decía con entonación particularmente autoritaria:
– ¡Christine, es preciso que me ames!
Y la voz de Christine, dolorida, que se adivinaba entrecortada por las lágrimas, una voz temblorosa, respondía:
– ¿Cómo puede decirme esto? ¡A mí, que no canto más que para usted!
Raoul se apoyó en un panel, tal fue su sufrimiento. El corazón, al que creía haber perdido para siempre, había vuelto a su pecho y latía con estruendo. El corredor entero retumbaba y los oídos de Raoul estaban como aturdidos. Seguramente, si su corazón seguía haciendo tanto ruido, iban a oírlo, iban a abrir la puerta y el joven sería vergonzosamente expulsado. ¡Qué papel para un Chagny! ¡Escuchar detrás de una puerta! Se apretó el corazón con ambas manos para hacerlo callar. Pero un corazón no es el hocico de un perro e, incluso sujetándolo el morro a un perro que ladra sin parar, siempre se le oye gruñir.
La voz del hombre prosiguió:
– Debes estar muy cansada.
– Oh! Esta noche le he entregado mi alma y estoy muerta.
– Tu alma es extraordinariamente bella, hija mía -siguió diciendo la voz grave del hombre-, y te lo agradezco. No hubo emperador que recibiera un regalo como éste. ¡Esta noche han llorado los ángeles!
Después de estas palabras, esta noche han llorado los ángeles, el conde ya no oyó más.
Sin embargo, no se fue. Como temía ser sorprendido, se ocultó en un rincón sombrío decidido a esperar a que el hombre abandonase el camerino. En un mismo instante acababa de conocer el amor y el odio. Sabía a quién amaba. Quería saber a quién odiaba. Ante su gran estupor de su parte, la puerta se abrió y Chrisfine Daaé, envuelta en pieles y escondido el rostro bajo un encaje, salió sola. Cerró la puerta, pero Raoul observó que no la cerraba con llave. Pasó ante él, quien ni siquiera la siguió con los ojos puesto que los tenía fijos en la puerta, que no se volvía a abrir. Entonces, al ver que el corredor estaba de nuevo desierto, lo cruzó. Abrió la puerta del camerino y la cerró inmediatamente detrás de él. Se encontraba en la más absoluta oscuridad. Habían apagado el gas.
– ¿Hay alguien aquí?-dijo Raoul con voz vibrante-. ¿Por qué se esconde?
Y al decir esto, seguía apoyado en la puerta cerrada.
Oscuridad y silencio. Raoul no oía más que el ruido de su propia respiración. Seguramente no se daba cuenta de que la indiscreción de su conducta sobrepasaba todo lo imaginable.
– ¡Sólo saldrá usted de aquí cuando yo lo permita! -exclamó el joven-. ¡Si no me contesta, es usted un cobarde! ¡Pero yo sabré dar con usted!
Y encendió una cerilla. La llama iluminó el lugar. ¡No había nadie en el camerino! Raoul, después de cerrar cuidadosamente la puerta con llave, encendió los globos y las lámparas. Penetró en el tocador, abrió los armarios, buscó, tanteó con sus manos húmedas las paredes. ¡Nada!
– ¡Ah! ¿Es que me estoy volviendo loco? -dijo en voz alta.
Permaneció así diez minutos escuchando el silbido del gas en medio de la paz del camerino abandonado: enamorado como estaba, ni siquiera pensó en llevarse una cinta que le hubiera reconfortado con el perfume de su amada. Salió sin saber qué hacía ni adónde iba. En un momento de su incoherente deambular, un aire frío le golpeó en la cara. Se encontraba al final de una estrecha escalera por la que bajaba detrás de él un cortejo de obreros inclinados sobre una especie de camilla que recubría un paño blanco.
– ¿La salida, por favor? -preguntó a uno de ellos.
– ¡La está viendo! Delante de usted -le contestaron-. La puerta está abierta, pero déjenos pasar.
Preguntó maquinalmente, señalando la camilla.
– ¿Qué es eso?
El obrero respondió:
– Esto es Joseph Buquet, al que se ha encontrado ahorcado en el tercer sótano, entre un bastidor y un decorado de El rey de Labore.
Se hizo a un lado ante el cortejo, saludó y salió.
III DONDE, POR PRIMERA VEZ, LOS SEÑORES DEBIENNE Y POLIGNY DAN EN SECRETO A LOS NUEVOS DIRECTORES DE LA ÓPERA, LOS SEÑORES ARMAND MONCHARMIN Y FIRMIN RICHARD, LA VERDADERA Y MISTERIOSA RAZÓN DE SU MARCHA DE LA ACADEMIA NACIONAL DE MÚSICA
Mientras tanto proseguía la ceremonia de la despedida.
Ya he dicho anteriormente que esta magnífica fiesta se daba, con ocasión de su marcha de la ópera, en honor a los señores Debienne y Poligny, que habían querido morir, como decimos hoy, a lo grande.
Habían sido ayudados en la realización de este programa ideal y fúnebre por todos aquellos que, por aquel entonces, desempeñaban un papel en la sociedad y las artes de París.
Toda esta gente se había reunido en el foyer de la ópera donde la Sorelli esperaba, con una copa de champán en la mano y un breve discurso preparado en la punta de la lengua, a los directores dimisionarios. Tras ella, sus jóvenes y viejas compañeras del cuerpo de ballet se apretujaban, conversando en voz baja de los acontecimientos del día, y otras haciendo discretas señales de complicidad a sus amigos que en tropel parlanchín rodeaban ya el bufé que había sido levantado sobre el suelo en pendiente, entre la danza guerrera y la danza campestre del señor Boulenger.
Algunas bailarinas se habían vestido ya con sus ropas de calle; la mayoría llevaba aún sus faldas de gasa ligera; pero todas habían creído su deber adoptar un tono de circunstancia. Tan sólo la pequeña Jammes, cuyas quince primaveras parecían haber olvidado, en su despreocupación -feliz edad- al fantasma y la muerte de Joseph Buquet, no cesaba de cacarear, de cuchichear, de saltar, de hacer diabluras, hasta el punto de que, al aparecer los señores Debienne y Poligny en las escalinatas del salón, fue severamente llamada al orden por la Sorelli, que estaba impaciente.
Todo el mundo comprobó que los directores dimisionarios parecían alegres, lo que en provincias no hubiera parecido natural a nadie, pero que en París se consideró de muy buen gusto. Aquel que no haya aprendido a ocultar su tristeza bajo una máscara de alegría y a simular algo de tristeza, aburrimiento o indiferencia ante su íntima alegría, no será nunca un parisino. Si sabéis que uno de vuestros amigos está preocupado, no intentéis consolarle; os dirá que ya lo está. Pero, sí le ha sucedido algo agradable, guardaos de felicitarle por ello; encuentra tan natural su buena suerte que se extrañaría de que se hable de ella. En París se vive siempre en un baile de máscaras, y no es en el foyer de la Opera, donde personajes tan «enterados» como los señores Debienne y Poligny hubieran cometido el error de mostrar su tristeza, que era real. Comenzaban ya a sonreír a la Sorelli, que empezaba a despachar su discurso de compromiso, cuando una exclamación de aquella loquilla de Jammes vino a truncar la sonrisa de los señores directores de una forma tan brutal que la expresión de desolación y de espanto que se escondía en ellos apareció ante los ojos de todos: