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La cabeza-llama, sigue avanzando… ¡Ya está aquí!… Con su ruido… ¡Ya está junto a ellos!…

Los dos compañeros, pegados a la pared, sienten que los cabellos se les erizan de horror, porque ahora ya saben de dónde proceden los miles de ruidos. Avanzan en tropel, rodando por las sombras en innumerables olas pequeñas y apretadas, más rápidas que las que trotan en la arena con la marca alta, pequeñas olas nocturnas que corretean bajo la luna, bajo la luna-cabeza-de-llama.

Las pequeñas olas se deslizan entre sus piernas, suben por ellas, irresistiblemente. Entonces, Raoul y el Persa no pueden retener sus gritos de horror, espanto y dolor.

Tampoco pueden continuar manteniendo las manos a la altura del ojo, postura de duelo en aquella época, antes de la orden de «fuego». Sus manos bajan a las piernas para alejar las pequeñas olas luminosas que arrastran cositas agudas, olas llenas de patas, uñas, garras y dientes.

Sí, sí, Raoul y el Persa están a punto de desmayarse como el teniente de bomberos Papin. Pero la cabezacfuego se ha vuelto hacia ellos al oír sus aullidos. Y les habla:

– ¡No os mováis! ¡No os mováis!… Sobre todo, ¡no me sigáis!… ¡Soy el matador de ratas!… ¡Dejadme pasar con mis ratas!…

Bruscamente desaparece la cabeza-fuego y se esfuma en la tinieblas mientras, ante ella, el corredor se ilumina a lo lejos, gracias al movimiento que el matador de ratas ha hecho con su linterna sorda. Antes, para no espantar las ratas, había vuelto la linterna hacia él, iluminando su propia cabeza; ahora, para apresurar su huida, alumbra el espacio negro ante él… Y entonces da un brinco, arrastrando consigo las olas de ratas, trepadoras, crujientes, los miles de ruidos…

El Persa y Raoul, liberados, respiran, si bien aún temblorosos.

– Debería haber recordado que Erik me habló del matador de ratas -dijo el Persa-. Pero no me había dicho que tenía este aspecto… Es extraño que no lo haya encontrado jamás. [27]

»¡Creía que se trataba de una de las jugadas del monstruo!… -suspiró- Pero no, nunca viene a estos parajes.»

– ¿Estamos muy lejos del lago? -preguntó Raoul-. ¿Cuándo llegaremos?… ¡Vamos al lago! ¡Vamos al lago!… Cuando lleguemos al lago llamaremos. golpearemos las paredes, gritaremos…

¡Christine nos oirá!… ¡Y también él nos oirá!… Y si usted le conoce, le hablaremos.

– ¡No sea infantil! -exclamó el Persa-. Nunca entraremos en la mansión del Lago por el lago.

– ¿Por qué no?

– Porque allí es donde ha acumulado toda su defensa… Ni siquiera yo he podido llegar a la otra orilla,… a la orilla de la casa… Primero hay que atravesar el lago…, ¡y le aseguro que está bien protegido!… Me temo que más de uno de estos antiguos tramoyistas, viejos cerradores de puertas que han desaparecido misteriosamente, intentaron simplemente atravesar el lago… Es terrible… Yo también estuve a punto de quedarme allí… ¡Si el monstruo no me hubiera reconocido a tiempo!… Un consejo, amigo. No se acerque jamás al lago… Y, sobre todo, tápase los oídos si oye cantar a la Voz bajo el agua, la voz de la Sirena.

– Pero entonces -replicó Raoul en un transporte de fiebre, de impaciencia y de rabia-, ¿qué hacemos aquí?… Si no puede hacer nada por Christine, déjeme al menos morir buscándola.

El Persa intentó calmar al joven.

– Sólo disponemos de un medio para salvar a Christine Daaé, créame, y es penetrando en esa mansión sin que el monstruo se dé cuenta.

– ¿Y cree que podremos hacerlo?

– ¡Si no tuviera esa esperanza no habría venido en su busca! -¿Por dónde entraremos en la mansión del Lago sin pasar por el lago?

– Por el tercer sótano, del que tan inoportunamente hemos sido expulsados, señor, y al cual volveremos ahora mismo… Le diré, señor -exclamó el Persa con la voz súbitamente alterada-, le diré el lugar exacto… Se encuentra entre unos bastidores y un decorado abandonado de El rey de Lahore, exactamente en el lugar en que encontró la muerte Joseph Buquet…

– ¡Ah! ¿aquel jefe de los tramoyistas al que se encontró ahorcado?

– Sí, señor -añadió en tono singular el Persa-, y cuya cuerda no pudo ser hallada… ¡Vamos! ¡Ánimo!… en marcha…, y vuelva a poner la mano en guardia, señor… Pero, ¿dónde estamos?

El Persa se vio obligado a encender de nuevo la linterna. Dirigió el haz luminoso hacia dos amplios corredores que se cruzaban en ángulo recto y cuyas bóvedas se perdían en el infinito.

– Debemos estar -dijo- en la parte reservada al servicio de aguas… No veo ningún fuego proveniente de las calderas.

Precedió a Raoul, buscando el camino, deteniéndose bruscamente al paso de algún hidráulico. Después, tuvieron que ocultarse ante el resplandor de una especie de fragua subterránea que acababan de apagar y ante la cual Raoul reconoció a los demonios entrevistos por Christine en su primer viaje el día de su primer rapto.

Volvían poco a poco al prodigioso sótano que se hallaba debajo del escenario.

Debían encontrarse entonces en el fondo de la cuba, a una gran profundidad, si pensamos que habían excavado la tierra quince metros por debajo de las capas de agua que habían en toda aquella parte de la capital, y que hubo que drenar toda el agua… Se sacó tanta agua que, para hacerse una idea de la cantidad expulsada por las bombas, habría que imaginar una superficie como el patio del Louvre con una altura de una vez y media la de las torres de Notre-Dame. De todos modos, tuvieron que conservar un lago.

En aquel momento el Persa tocó una pared y dijo:

– Si no me equivoco, éste podría ser uno de los muros de la mansión del Lago.

Golpeó entonces contra una pared de la cuba. Quizá no sea del todo inútil informar al lector de cómo habían construido el fondo y las paredes de la cuba.

Con el fin de evitar que las aguas que rodean la construcción quedasen en contacto inmediato con las paredes que aguantaban todo el armazón de la maquinaria teatral, cuyo conjunto de estructuras, de carpintería, cerrajería y pinturas debe quedar aislado de la humedad, el arquitecto se vio obligado a construir en todas partes una doble envoltura.

El trabajo para construir esta doble envoltura llevó un año entero. El Persa golpeaba la pared de la primera envoltura mientras hablaba a Raoul de la mansión del Lago. Para alguien que conociera la arquitectura del monumento, el gesto del Persa parecía indicar que la misteriosa casa de Erik había sido construida en la doble envoltura formada por un grueso muro hecho en estacada, una enorme capa de cemento y otro muro de varios metros de espesor.

Detrás del Persa, Raoul se había aplastado contra pared y había escuchado con avidez.

… Pero no oyó nada,… nada más que pasos lejanos que sonaban en el suelo, en la parte alta del teatro.

El Persa había vuelto a apagar su linterna.

– ¡Cuidado! -dijo-. ¡Cuidado con la mano! Y ahora mucho

silencio, porque intentaremos entrar en su casa. Y lo arrastró hasta la escalerilla que habían bajado antes… Volvieron a subirla, deteniéndose en cada escalón, espian

do las sombras y el silencio…

Pronto se encontraron en el tercer sótano…

Entonces el Persa hizo una señal a Raoul de ponerse de rodillas y así, arrastrándose de rodillas y sobre una mano -la otra mano seguía en la posición indicada- llegaron hasta la pared del fondo. Apoyada en aquella pared había un gran lienzo abandonado

del decorado de El rey de Lahore.

Y justo al lado de aquel decorado, un portante…

Entre el decorado y el portante no había más espacio que para un cuerpo.

… Un cuerpo como el que un día se había encontrado colgado… el cuerpo de Joseph Buquet.

Siempre de rodillas, el Persa se había detenido. Escuchaba. Por un momento pareció dudar y miró a Raoul; después, sus ojos se clavaron arriba, en el segundo sótano, que les enviaba el débil resplandor de una linterna filtrándose entre dos tablas. Evidentemente aquel resplandor molestaba al Persa. Por fin, agachó la cabeza y se decidió.

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[27] El antiguo director de la Opera, el señor Pedro Gailhard, me contó un día en el cabo de Ail, en casa de la señora de Pierre Wolff, la inmensa depredación subterránea debida a la rapiña de las ratas, que duró hasta el día en que la administración contrató, por un precio bastante elevado, a un individuo que aseguraba suprimir la plaga sólo con venir a dar una vuelta por los sótanos cada quince días. A partir de entonces, ya no hubo más ratas en la Ópera que las que se admiten en el foyer de la danza. El señor Gailhard pensaba que aquel hombre había descubierto un perfume secreto que atraía hacia él a las ratas, al igual que el "coq-levent" con el que algunos pescadores se frotan las piernas, atrae a los peces. Las arrastraba tras de sí hasta algún agujero en el que las ratas, embriagadas, se dejaban ahogar. Hemos visto el espanto que la aparición de aquella figura había causado al teniente de bomberos, espanto que había llegado hasta el desmayo -conversación con el señor Gailhard-, y para mí no hay la menor duda de que la cabeza-llama encontrada por el bombero sea la misma que puso en un estado tan alarmante al Persa y al vizconde de Chagny (papeles del Persa).