Изменить стиль страницы

– Tenga cuidado, Christine, está construyendo usted a un fantasma.

– No, no es un fantasma. Es un hombre del cielo y de la tierra. Eso es todo.

– ¡Un hombre del cielo y de la tierra… eso es todo!… ¡Que forma de hablar!… ¿Sigue decidida a huir de él?

– Sí, mañana.

– ¿Quiere que le diga por qué querría que huyamos esta noche?

– Dígame, Raoul.

Porque mañana ya no estará decidida a nada!

– En ese caso, Raoul, me llevará usted a pesar mío… ¿Queda claro?

– Aquí, pues, mañana por la noche. A las doce estaré en su camerino. Pase lo que pase, yo cumpliré mi promesa dijo el joven con aire sombrío-. ¿Ha dicho usted que después de la representación debe ir a esperarla en el comedor del lago?

– En efecto, es allí donde me ha citado.

– ¿Y cómo podrá llegar hasta él, si no sabe salir del camerino «por el espejo»?

– Pues, encaminándome directamente hacia la orilla del lago.

– ¿A través de todos los subterráneos? ¿Por las escaleras y los corredores en los que están los tramoyistas y las gentes de, servicio? ¿Cómo se las arreglaría para conservar el secreto de semejante viaje? Todo el mundo seguiría a Christine Daaé y llegaría al lago acompañada de una multitud.

Christine sacó de un cofrecillo una enorme llave y se la enseñó a Raoul.

– ¿Qué es? -preguntó él.

– Es la llave de la verja del subterráneo de la calle Scribe.

– Entiendo, Christine, conduce directamente al lago. Por favor, deme esa nave.

– Jamás! -contestó ella con energía-. ¡Sería una traición! De repente, Raoul vio cómo Christine cambiaba de color. Una palidez mortal cubrió sus rasgos.

– ¡Oh, Dios mío! -exclamó-… ¡Erik, Erik!, tenga piedad de mí.

– ¡Calle! -ordenó Raoul-. ¿No me ha dicho usted que podía oírla?

Pero la cantante se retorcía los dedos, mientras repetía en tono cada vez más extraviado:

– ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío!

– ¿Pero, ¿qué pasa? ¿Qué ocurre? -imploró el joven.

– El anillo.

– ¿Qué anillo? Por favor, Christine, tranquilícese.

– El anillo de oro que me dio.

– ¿Ah, es Erik quien le dio el anillo de oro?

– ¡Lo sabe usted de sobras, Raoul! Pero lo que no sabe es lo que me dijo al dármelo: «Te devuelvo la libertad, Christine, pero a condición de que este anillo esté siempre en tu dedo. Mientras lo conserve, estarás a salvo de todo peligro, y Erik será tu amigo. Pero si te separas de él, será tu desgracio, Christine, ya que Erik se vengará»… ¡Amigo mío, el anillo no está ya en mi dedo!… ¡La desgracia ha caído sobre nosotros!

Buscaron en vano el anillo de oro. No lo encontraron. La joven no se calmaba.

– Fue mientras le he dado ese beso, bajo la lira de Apolo -intentó explicar temblando-; el anillo se habrá deslizado de mi dedo y caído a la ciudad. ¿Cómo encontrarlo ahora? ¿Qué desgracia nos amenaza ahora, Raoul? ¡Ah, huyamos!

– ¡Huyamos en seguida! -volvió a insistir Raoul.

Ella dudó. Él creyó por un momento que iba a decir que sí… Pero después sus claras pupilas se turbaron y dijo:

– ¡No, mañana!

Y se alejó precipitadamente, mientras continuaba retorciéndose los dedos como si de aquella manera el anillo fuera a aparecer.

En cuanto a Raoul, volvió a su casa muy preocupado por todo lo que había oído.,

– ¡Si no la salvo de las manos de ese charlatán está perdida! ¡Pero la salvaré! -dijo en voz alta en su cuarto, mientras se acostaba.

Apagó la lámpara y sintió en la oscuridad la necesidad de insultar a Erik.

– ¡Farsante!… ¡Farsante!… ¡Farsante!… – gritó tres veces en voz alta.

Pero, de repente, se incorporó apoyándose en los codos. Un sudor frío se le pegó a las sienes. Dos ojos, ardientes como brasas, acababan de encenderse al pie de su cama. Le miraban fija, terriblemente, en la noche oscura.

Raoul era valiente, sin embargo temblaba. Estiró la mano tanteando, temblorosa, incierta, hacia la mesilla de noche. Al encontrar una caja de cerillas, encendió una. Los ojos desaparecieron.

Pensó, sin tranquilizarse en lo más mínimo.

«Ella me dijo que sus ojos sólo se veían en la oscuridad. Han desaparecido con la luz, pero él quizás esté aún ahí.»

Y se levantó, buscó, pasó prudentemente revista a todas las cosas. Miró debajo de la cama como un niño. Entonces se encontró ridículo. Dijo en voz alta:

– ¿Qué debo creer? ¿Que no debo creer, con semejante cuento de hadas? ¿Dónde termina lo real y dónde empieza lo fantástico? ¿Qué habrá visto Christine? ¿Qué habrá creído ver?

Y añadió estremeciéndose:

– Y yo, ¿qué he visto? ¿Habré visto en realidad los ojos de brasa hace un momento? ¿Habrán brillado tan sólo en mi imaginación? ¡No estoy seguro de nada! ¡Mejor no pensar en esos ojos!

Se acostó. Volvió a quedar todo oscuro.

Los ojos reaparecieron.

– ¡Oh! -suspiró Raoul.

Incorporándose en la cama los miraba también fijamente, con todo el valor de que era capaz. Después de un silencio en el que intentó recuperar toda su serenidad, gritó de repente:

– ¿Eres tú, Erik? ¡Hombre, genio o fantasma! ¿Eres tú?

«Si es él… está en el balcón», pensó.

Entonces corrió en pijama hasta un mueblecito y tanteando cogió un revólver. Ya armado, abrió la ventana. La noche era muy fría. Raoul echó una ojeada al balcón desierto y volvió a entrar cerrando la puerta. Se acostó temblando, con el revólver sobre la mesita de noche, al alcance de su mano.

Una vez más, apagó la lámpara.

Los ojos seguían allí, al pie de la cama. ¿Estaban entre la cama y el cristal de la ventana, o detrás de la ventana, afuera, en el balcón?

Eso era todo lo que Raoul quería saber. Quería saber también si aquellos ojos pertenecían a un ser humano… Quería saberlo todo…

Entonces, tranquilamente y con frialdad, sin turbar a la noche que le rodeaba, el joven tomó su revólver y apuntó.

Apuntó a las dos estrellas de oro que le miraban con aquel curioso resplandor inmóvil.

Apuntó un poco más arriba que las dos estrellas. Si aquellas estrellas eran ojos, y si encima de aquellos ojos había una frente, y si Raoul no era demasiado torpe…

La detonación rodó con horrible estruendo en la paz de la casa dormida… Y mientras multitud de pasos se afanaban en los pasillos, Raoul, incorporándose en la cama con el brazo tendido, dispuesto a volver a disparar, miraba…

Esta vez las dos estrellas habían desaparecido.

Luz, criados, el conde Philippe terriblemente inquieto. -¿Qué sucede, Raoul?

– Me parece que he soñado -contestó el joven-. He disparado a dos estrellas que me impedían dormir.

– ¿Divagas?… ¡Te encuentras bien!… Por favor, Raoul, ¿qué ha pasado?… -y el conde se apoderó del revólver.

– No, no! No divago… Además, ahora mismo lo sabemos…

Se levantó, se puso una bata y las pantuflas, cogió la luz que un criado le alcanzaba y, abriendo la puerta, salió al balcón.

El conde había visto que el cristal de la ventana estaba atravesado por una bala a la altura de un hombre. Raoul se asomaba por el balcón con la lámpara en la mano.

– ¡Ajá! -exclamó- ¡Sangre, sangre!… Aquí… Allí… Más sangre. ¡Mejor, un fantasma que sangra… es menos peligroso! -susurró mientras reía sarcásticamente.

– ¡Raoul, Raoul, Raoul!

El conde le zarandeaba como si intentara sacar a un sonámbulo de su peligroso sueño.

– ¡Pero, hermano, no estoy dormido! -protestó Raoul impacientado-. Puedes ver esa sangre. Creía que estaba soñando y que había disparado sobre dos estrellas-. Eran los ojos de Erik, y ésta es su sangre… -súbitamente inquieto, añadió-: ¡Después de todo, quizá he hecho mal en disparar, y Christine es capaz de no perdonármelo!… Nada hubiera ocurrido si hubiera tomado la precaución de correr las cortinas de la ventana en el momento de acostarme.

– ¡Raoul! ¿Es que te has vuelto loco de repente? ¡Despierta!

– ¡Otra vez! Harías mejor, hermano mío, ayudándome a encontrar a Erik…, ya que, a fin de cuentas, un fantasma que sangra se puede encontrar…