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Y se lo dijo, en tono de odio infantil.

– ¡Miente, señora! ¡Porque no me quiere ni me ha querido nunca! Hay que ser un desgraciado como yo para dejarse manejar, para dejarse burlar como yo lo he hecho. ¿Por qué su actitud, la alegría de su mirada, su mismo silencio me permitieron, a partir de nuestro primer encuentro en Perros, todo tipo de esperanzas? ¡Todo tipo de esperanzas honradas, señora, ya que soy un hombre honesto y la creía a usted una mujer honesta, cuando no tenía más intención que la de reírse de mí. ¡Se ha burlado de todo el mundo! ¡Ha abusado incluso del alma cándida de su bienhechora, que sigue creyendo en su sinceridad mientras usted se pasea por el baile de la Opera con la Muerte roja… ¡La desprecio!…

Y se echó a llorar. Ella se dejaba insultar. No tenía más que un sólo pensamiento: el de retenerlo.

– Un día me pedirá perdón por todas esas viles palabras, Raoul, ¡y yo lo perdonaré!…

Él movió la cabeza.

– ¡No, no! ¡Me he vuelto loco!… ¡Cuando pienso que yo no tenía otro objetivo en la vida que el dar mi nombre a una vulgar cantante de Ópera!…

– ¡Raoul!… ¡No diga eso!

– ¡Moriré de vergüenza!

– Viva, amigo mío -pronunció la voz grave y alterada Christine-…, ¡y adiós!

– Adiós., Christine!

– ¡Adiós Raoul!

El joven se acercó con paso vacilante. Se atrevió a pronunciar otro sarcasmo:

– ¡Oh!, supongo que permitirá, sin embargo, que venga a aplaudirle de tanto en tanto.

– ¡Ya no volveré a cantar, Raoul!

– Realmente -añadió él con más ironía aún-… ¡Le preparan otras agradables distracciones! ¡La felicito!… Pero, volveremos a vernos en el Bois algún día de éstos.

– Ni en el Bois, ni en ninguna otra parte, Raoul. No volverá a verme.

– Al menos, ¿será posible saber a qué tinieblas desea volver?… ¿Hacia qué infierno sale de viaje, misteriosa señora?… ¿O a qué paraíso?…

– Había venido para decírselo, Raoul. pero ya no puedo decirle nada… ¡No lo creería! Usted ha perdido la fe en mí, Raoul. ¡Todo ha terminado!…

Dijo aquel «Todo ha terminado» en un tono de tal desesperación, que el joven se estremeció y el remordimiento de su crueldad comenzó a turbarle el alma…

– ¡Pero. bueno -exclamó- ¡Ya me explicará qué significa todo esto!… Es usted libre, sin trabas… Pasea por la ciudad… se cubre con un dominó para venir al baile… ¿Por qué no vuelve a su casa?… ¿Qué ha hecho durante estos quince últimos días?… ¿Qué historia es esa del Ángel de la música que me ha contado la señora Valérius? Alguien ha podido engañarla, abusar de su credulidad… Yo mismo fui testigo de ello en Perros… pero ahora ya sabe a qué atenerse… Me parece muy sensata, Christine… ¡Sabes usted lo que hace!… Sin embargo, la señora Valérius continúa esperándola, invocando a su «genio bienhechor»… ¡Explíquese, Christine, se lo ruego!… ¡Se han engañado los otros!… ¿Qué comedia es ésta?…

Christine apartó simplemente su máscara y dijo:

– ¡Es una tragedia, amigo mío!…

Raoul vio entonces su rostro y no pudo contener una exclamación de sorpresa y de horror. Los frescos colores de antaño habían desaparecido. Una palidez mortal invadía aquellos rasgos que había conocido tan encantadores y tan suaves, fieles reflejos de la gracia apacible y de la conciencia sin remordimientos. ¡Ahora estaba visiblemente atormentada por algo! El surco del dolor la había marcado sin piedad y sus hermosos ojos claros, en otro tiempo límpidos como lagos que servían a la pequeña Lotte, aparecían esta noche de una profundidad oscura, misteriosa e insondable, cercados por una sombra espantosamente triste.

– ¡Amiga mía… amiga mía! -gimió él, a la vez que le tendía los brazos-… Ha prometido usted perdonarme…

– ¡Quizá… tal vez un día… -dijo ella, mientras volvía a colocarse la máscara, y se marchó impidiéndole seguirla con un gesto que lo rechazaba…

Quiso lanzarse tras ella, pero ella se volvió y repitió con tal. soberana autoridad su gesto de adiós que no se atrevió a dar un solo paso más.

La miró alejarse… Después, bajó a su vez hacia donde se hallaba la muchedumbre, sin saber muy bien qué hacía, con las sienes palpitantes, el corazón desgarrado; y preguntó en la sala que atravesaba si no habían visto pasar a la Muerte roja. Le decían: «¿Quién es esa Muerte roja?» Él contestaba: «Es un señor disfrazado con una calavera y una gran capa roja». Por todas partes le decían que la Muerte roja acababa de pasar, arrastrando su regia capa, pero no lo encontró por ningún lado y volvió, hacia los dos de la mañana, al corredor que por detrás del escenario conducía al camerino de Christine Daaé.

Sus pasos le habían conducido al lugar en que había empezado su tortura. Llamó a la puerta. No le contestaron. Entró como cuando lo hizo para buscar por todas partes la voz de hombre. El camerino estaba vacío. Un mechero de gas ardía agonizante. Encima de un pequeño escritorio había papeles y sobres. Pensó en escribir a Christine, pero oyó de pronto unos pasos en el corredor… No tuvo tiempo más que para esconderse en el tocador, que estaba separado del camerino por una simple cortina. Una mano empujaba la puerta del camerino. ¡Era Christine!

Contuvo la respiración. ¡Quería ver, quería saber!… Algo le decía que iba a asistir a una parte del misterio y que quizás iba a empezar a comprender…

Christine entró, se quitó la máscara con gesto cansado y la arrojó sobre la mesa. Suspiró. Dejó caer su hermosa cabeza entre las manos… ¿En qué pensaba?… ¿En Raoul?… ¡No! ya que Raoul la oyó murmurar:

– ¡Pobre Erik!

En un principio creyó haber oído mal. Además estaba convencido de que, si había alguien de quien compadecerse, ése era él, Raoul. Sería más lógico, después de lo que acababa de pasar entre

ellos que dijera en un suspiro: «¡Pobre Raoul!» Pero ella repitió moviendo la cabeza: «¡Pobre Erik!»

¿Qué pintaba el tal Erik en los suspiros de Christine y por qué la pequeña hada del Norte se apiadaba de Erik cuando Raoul era tan desgraciado?

Christine se puso a escribir despacio, con tranquilidad, tan pacíficamente que Raoul, que aún temblaba por el drama que los separaba, se sintió rabiosamente impresionado. «¡Qué sangre fría», se dijo. Ella siguió escribiendo, llenando dos, tres, cuatro hojas. De repente, alzó la cabeza y ocultó los papeles en su pecho… Parecía escuchar… Raoul también escuchó… ¿De dónde venía aquel ruido extraño, aquel ritmo lejano?… Un canto sordo que parecía salir de las paredes… ¡Sí, se diría que los muros cantaban!… El canto se hacía más claro…, las palabras eran inteligibles…, se distinguió una voz… una voz muy bella, muy dulce y muy atractiva…, pero tanta dulzura seguía siendo, sin embargo, masculina: era evidente que aquella voz no pertenecía a una mujer… La voz seguía acercándose… atravesó la pared… llegó…, y, de pronto, la voz estaba en la habitación delante de Christine. Christine se levantó y habló a la voz como si hablara a alguien que se encontraba a su lado.

– Aquí estoy, Erik -dijo-, ya estoy lista. Es usted quien llega tarde, amigo mío.

Raoul, que miraba con cautela a través de la cortina, no daba crédito a sus ojos, que nada veían.

La fisonomía de Christine se aclaró. Una hermosa sonrisa vino a posarse en sus labios exangües, una sonrisa como la que tienen los convalecientes cuando empiezan a creer que el mal que les ha herido no se los llevará.

Una voz sin cuerpo reanudó su canto y lo cierto es que Raoul jamás había oído nada en el mundo -una voz que une, al mismo tiempo y con el mismo aliento, los extremos- tan amplio y hermosamente suave, tan victoriosamente insidioso, tan delicado en la fuerza, tan fuerte en la delicadeza, en suma, tan irresistiblemente triunfante. Contenía acentos definitivos dignos de un maestro y que debían seguramente, por la sola virtud de su audición, crear acentos sublimes en los mortales que sienten, aman y traducen la música. Contenía una fuente tranquila y pura de armonía de la que los fieles podrían, con toda seguridad, beber con devoción, convencidos de beber la gracia de la música. Y su arte, de repente, al contacto con lo divino, Se veía transfigurado. Raoul escuchaba febrilmente aquella voz y empezaba a entender cómo Christine Daaé pudo una noche, ante el público estupefacto, cantar con aquellos acentos de una belleza desconocida, de una exaltación sobrehumana, sin duda bajo la influencia del misterioso e invisible maestro. Y ahora entendía más aún este fenómeno al comprobar que aquella voz excepcional no contaba precisamente nada excepcional: con el amarillo había hecho azul. La trivialidad del verso y la casi vulgaridad popular de la melodía parecían transformados en belleza por un soplo que los elevaba y llevaba hasta el cielo en alas de la pasión, ya que aquella voz angélica glorificaba un himno pagano.