Tras un rato me sosegué bastante y se me ocurrió que acaso don Juan estaba en el fondo de todo esto. Rápidamente me convencí de que así era. La idea me hizo reír. Tuve otra avalancha de conclusiones racionales, felices esta vez. Pensé que don Juan sospechó que yo iba a cambiar de parecer con respecto a quedarme en las montañas, o me vio correr tras él y se escondió en una cueva oculta o detrás de un arbusto. Luego me siguió y, al verme dormido, me despertó rompiendo una rama cerca de mi oído. Añadí más ramas al fuego y empecé a mirar en torno, en forma casual y encubierta, para ver si podía localizarlo, aun sabiendo que si andaba escondido por ahí no me sería posible descubrirlo.
Todo era completamente plácido: los grillos, el viento que azotaba los árboles en las laderas de los cerros a mi alrededor, el suave sonido crujiente de las varas al encenderse. Volaban chispas, pero eran chispas ordinarias.
De pronto oí el fuerte ruido de una rama al partirse en dos. El sonido procedía de mi izquierda. Contuve el aliento y escuché con la máxima concentración. Un instante después oí que otra rama se quebraba a mi derecha.
Luego percibí el leve sonido lejano de más ramas rotas, Era como si alguien las pisara haciéndolas crujir. Los sonidos eran ricos y plenos, con un matiz de lozanía. Además, parecían irse acercando a mí. Tuve una reacción muy lenta; no sabía si escuchar o levantarme. Deliberaba qué hacer cuando repentinamente el sonido de ramas rotas ocurrió en todo mi derredor. Me envolvió tan rápido que apenas tuve tiempo de saltar a mis pies y pisotear el fuego.
Eché a correr cuesta abajo en la oscuridad. Mientras cruzaba los arbustos me vino la idea de que no había tierra llana. Iba a la mitad del cerro cuando sentí algo detrás, casi tocándome. No era una rama; era algo que, sentí intuitivamente, me estaba dando alcance. Al darme cuenta de esto me helé. Me quité la chaqueta, la enrollé contra mi estómago, me acuclillé sobre las piernas y me cubrí los ojos con las manos, como don Juan había indicado. Mantuve esa posición un corto rato antes de advertir que todo en torno mío estaba en completo silencio. No había sonidos de ninguna clase. Me entró una alarma extraordinaria. Los músculos de mi estómago se contraían y temblaban espasmódicamente. Entonces oí otro crujido. Parecía venir de lejos, pero era en extremo claro y distinto. Se oyó de nuevo, más cerca. Hubo un intervalo de quietud y luego algo estalló por encima de mi cabeza. La brusquedad del ruido me hizo saltar involuntariamente, y casi rodé sobre el costado. Era definitivamente el sonido de una rama quebrada en dos. El sonido fue tan cercano que oí el rumor de las hojas cuando la rama era partida.
Hubo a continuación un diluvio de explosiones crujientes; en todo el derredor se quebraban ramas con gran fuerza. Lo incongruente, en ese punto, era mi reacción a todo el fenómeno; en vez de hallarme aterrado, reía. Pensaba sinceramente haber dado con la causa de cuanto ocurría. Estaba convencido de que don Juan me engañaba de nuevo. Una serie de conclusiones lógicas cimentaron mi confianza; me sentí jubiloso. Sin duda podría atrapar a ese viejo zorro de don Juan en otra de sus tretas. Andaba cerca de mí rompiendo ramas y, sabiendo que yo no osaría alzar la vista, estaba a salvo y en libertad de hacer lo que quisiera. Calculé que debía estar solo en las montañas, pues yo había andado constantemente con él durante días. No había tenido tiempo ni oportunidad de enrolar colaboradores. Si se hallaba oculto, como yo creía, sólo él se ocultaba, y lógicamente no podría producir más que un número limitado de ruidos. Como estaba solo, los ruidos tenían que ocurrir en una secuencia lineal de tiempo; es decir, uno por uno, o cuando mucho dos o tres por vez. Además, la variedad de sonidos debía también estar limitada a la mecánica de un solo individuo. Agazapado e inmóvil, me sentí absolutamente seguro de que toda la experiencia era un juego y de que la única manera de permanecer por encima de él era desalojar de ese nivel mis emociones. Positivamente lo disfrutaba. Me sorprendí riendo por lo bajo ante la idea de poder anticipar la siguiente tirada de mi oponente. Traté de imaginar qué haría yo en ese momento si fuera don Juan.
El sonido de algo que sorbía me hizo salir, con una sacudida, de mi ejercicio mental. Escuché con atención; el sonido se repitió. No pude determinar qué era. Sonaba como si un animal sorbiera agua. Se oyó de nuevo, muy cerca. Era un sonido irritante que me recordó el chasquido producido por un adolescente de gran quijada al mascar chicle. Me preguntaba cómo podía don Juan producir tal ruido cuando el sonido ocurrió de nuevo, a mi derecha. Primero fue un solo sonido y luego oí una serie de chapoteos y ruidos de succión, como si alguien caminara en el lodo. Era un sonido exasperante, casi sensual, de pies que chapoteaban en fango profundo. Los ruidos cesaron un momento y recomenzaron a mi izquierda, muy cerca, quizás a sólo tres metros. Sonaban como si una persona corpulenta trotara en el lodo con botas de hule. Me maravilló la riqueza del sonido. No me era posible imaginar ningún aparato primitivo que yo mismo pudiera usar para producirlo. Oí otra serie de pasos y chapoteos atrás de mí, y luego se oyeron simultáneamente por todos lados. Alguien parecía caminar, correr, trotar sobre lodo por todo mi derredor.
Se me ocurrió una duda lógica. Para hacer todo eso, don Juan habría tenido que correr en círculos a una velocidad inverosímil. La rapidez de los sonidos clausuraba esa alternativa. Pensé entonces que don Juan, después de toda, debía de tener confederados. Quise ocuparme en especulaciones sobre quiénes serían sus cómplices, pero la intensidad de los ruidos me quitaba toda concentración. En verdad no podía pensar con lucidez, pero no tenía miedo, quizá me hallaba solamente atontado por la extraña calidad de los sonidos. Los chapoteos vibraban, literalmente. De hecho, sus peculiares vibraciones parecían dirigidas a mi estómago, o acaso percibía yo la vibración con la parte baja del abdomen.
Al darme cuenta de eso, perdí instantáneamente mi sentido de objetividad y despego. ¡Los sonidos atacaban mi estómago! Me vino la pregunta: "¿Qué tal si no era don Juan?" Me llené de pánico. Tensé los músculos abdominales y apreté con fuerza los muslos contra el bulto de mi chaqueta.
Los ruidos crecieron en número y velocidad, como si supieran que yo había perdido mi confianza; las vibraciones eran tan intensas que me producían náusea. Luché contra la sensación. Aspiré hondo y empecé a cantar mis canciones de peyote. Vomité y los ruidos cesaron en el acto; se sobrelaparon los sonidos de grillos y viento y los distantes ladridos en staccato de los coyotes. La abrupta cesación me permitió un respiro, y evalué mi circunstancia. Un corto rato antes me había hallado del mejor humor, confiado y sereno; obviamente, había fallado como un miserable al juzgar la situación. Aunque don Juan tuviera cómplices, sería mecánicamente imposible que produjeran sonidos que afectaran mi estómago. Para producir sonidos de tal intensidad, habrían necesitado aparatos más allá de sus medios y de su concepción. Al parecer, el fenómeno que yo experimentaba no era un juego, y la teoría "otra de las tretas de don Juan" era sólo mi propia explicación rudimentaria.
Tenía calambre y un deseo incontenible de dar la vuelta y estirar las piernas. Decidí moverme a la derecha para quitar la cara del sitio donde vomité. En el instante en que empecé a reptar oí un chirrido muy suave justamente sobre mi oído izquierdo. Me congelé en ese sitió. El chirrido se repitió al otro lado de mi cabeza. Era un sonido suelto. Pensé que parecía el chirrido de una puerta. Esperé, y al no oír nada más decidí moverme de nuevo. Apenas había empezado a hacer la cabeza a la derecha cuando casi me vi forzado a levantarme de un salto. Un torrente de chirridos me cubrió en el acto. Unas veces eran como chirriar de puertas; otras, como chillidos de ratas o cobayos. No eran fuertes ni intensos, sino muy suaves e insidiosos, y me producían torturantes espasmos de náusea. Cesaron como se habían iniciado, disminuyendo gradualmente hasta que sólo uno o dos se oían a la vez.