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No podía contar todos los silbidos de pájaros o zumbidos de insectos, pero me hallaba convencido de que estaba escuchando cada sonido individual en el momento en que se producía. Juntos creaban un orden de lo más extraordinario. No puedo llamarlo otra cosa que "orden". Era un orden de sonidos que tenía un diseño; es decir, cada sonido ocurría en secuencia.

Entonces oí un peculiar lamento prolongado. Me hizo temblar. Todos los otros ruidos cesaron un instante, y hubo completo silencio mientras la reverberación del gemido alcanzaba los límites extremos del valle; después recomenzaron los ruidos. De inmediato capté su diseño. Tras escuchar con atención un momento, creí entender la recomendación que don Juan me hizo de buscar agujeros entre los sonidos. ¡El diseño de los ruidos contenía espacios entre un sonido y otro! Por ejemplo, los cantos de ciertos pájaros tenían su tiempo y sus pausas, y de igual manera todos los demás sonidos que yo percibía. El crujir de las hojas era la goma que los unificaba en un zumbido homogéneo. El hecho era que el tiempo de cada sonido formaba una unidad en la pauta sonora general. Así, los espacios o pausas entre sonidos eran, si uno se fijaba, hoyos en una estructura.

Oí nuevamente el penetrante lamento del cazador de espíritus. No me sacudió, pero los sonidos volvieron a cesar un instante y percibí tal cesación como un agujero, un hoyo muy grande. En ese preciso momento mi atención se trasladó del oído a la vista. Me hallaba mirando un conglomerado de cerros con lujuriante vegetación verde. La silueta de los cerros estaba dispuesta de tal manera que desde mi posición se veía un agujero en una de las laderas. Era un espacio entre dos cerros, y a través de él me era visible el tinte profundo, gris oscuro, de las montañas distantes. Por un momento no supe qué cosa era. Fue como si el agujero que miraba fuese el "hoyo" en el sonido. Luego volvieron los ruidos, pero persistió la imagen visual del enorme agujero. Un momento después, cobré una conciencia todavía más aguda de la pauta sonora, de su orden y la disposición de sus pausas. Mi mente era capaz de discernir y discriminar un número enorme de sonidos individuales. Me era posible seguir todos los sonidos; así, cada pausa era un hoyo definido. En un momento dado las pausas cristalizaron en mi mente y formaron una especie de malla sólida, una estructura. Yo no la veía ni la oía. La sentía con alguna parte desconocida de mí mismo.

Don Juan tocó su cuerda una vez más; los sonidos cesaron como antes, creando un enorme agujero en la estructura sonora. Esta vez, sin embargo, la gran pausa se confundió con el agujero en las colinas que yo estaba mirando; ambos se sobreimpusieron. El efecto de percibir los dos agujeros duró tanto tiempo que pude ver-oír cómo sus contornos encajaban mutuamente. Luego volvieron a empezar los otros sonidos y su estructura de pausas se convirtió en una percepción extraordinaria, casi visual. Empecé a ver cómo los sonidos creaban diseños y luego todos esos diseños se sobreimpusieron al medio ambiente de la misma manera en que percibí la superposición de los dos grandes agujeros. Yo no miraba ni oía como suelo hacerlo. Hacía algo que era enteramente distinto pero combinaba facetas de ambos procesos. Por algún motivo, mi atención se enfocaba en el gran hoyo en los cerros. Sentía estarlo oyendo y mirando al mismo tiempo. Algo había en él de reclamo. Dominaba mi campo de percepción, y cada pauta sonora aislada, correspondiente a un detalle del entorno, tenía su gozne en aquel agujero.

Oí de nuevo el gemido sobrenatural del cazador de espíritus; cesaron los demás sonidos; los dos grandes agujeros parecieron encenderse y de pronto me hallé mirando nuevamente el campo de labranza; el aliado estaba allí de pie, como lo había visto antes. La luz de la escena total se hizo muy clara. Pude verlo perfectamente, como si se hallara a cincuenta metros. No distinguía su cara; el sombrero la cubría. Entonces empezó a acercarse, alzando despacio la cabeza; estuve a punto de ver su rostro y me aterré. Supe que debía pararlo sin demora. Sentí un extraño empellón dentro de mi cuerpo; sentí que brotaba "poder". Quise mover la cabeza hacia un lado para detener la visión, pero no podía hacerlo. En ese instante crucial una idea acudió a mi mente. Supe a qué se refería don Juan cuando dijo que los elementos de un "camino con corazón" eran escudos. Había algo que yo deseaba realizar en mi vida, algo que me consumía e intrigaba, algo que me llenaba de paz y alegría. Supe que el aliado no podía avasallarme. Moví la cabeza sin ninguna dificultad, antes de ver todo su rostro.

Empecé a oír todos los demás sonidos; de pronto se hicieron muy fuertes y agudos, como si estuvieran airados conmigo. Perdieron sus pautas y se convirtieron en un conglomerado amorfo de chillidos punzantes, dolorosos. Mis oídos empezaron a zumbar bajo la presión. Sentía la cabeza a punto de estallar. Me puse de pie y cubrí mis oídos con la palma de las manos.

Don Juan me ayudó a caminar hasta un arroyo muy pequeño, me hizo quitarme la ropa y me rodó en el agua. Me hizo yacer en el lecho casi seco y luego reunió agua en su sombrero y me roció con ella.

La presión en mis oídos disminuyó con gran rapidez, y sólo se necesitaron unos minutos para "lavarme", Don Juan me miró, sacudió la cabeza en gesto aprobatorio y dijo que me había puesto "sólido" muy rápidamente.

Me vestí y me llevó de vuelta al sitio donde estuve sentado. Me encontraba extremadamente vigoroso, alegre y lúcido.

Quiso conocer todos los detalles de mi visión. Dijo que los brujos usaban los "agujeros" de los sonidos para averiguar cosas específicas. El aliado de un brujo revelaba asuntos complicados a través de tales agujeros. Rehusó especificar sobre ellos y se salió de mis preguntas diciendo que, al no tener yo un aliado, tal información sólo me haría daño.

– Todo tiene sentido para un brujo -dijo-. Los sonidos tienen agujeros, lo mismo que todo cuanto te rodea. Por lo general, un hombre no tiene velocidad para pescar los agujeros, y por eso recorre la vida sin protección. Los gusanos, los pájaros, los árboles: todos ellos nos pueden decir cosas increíbles, si llegamos a tener la velocidad necesaria para agarrar su mensaje. El humo puede darnos esa velocidad de agarre. Pero debemos estar en buenos términos con todas las cosas vivientes de este mundo. Por esta razón hay que hablarles a las plantas que vamos a matar y pedirles perdón por dañarlas; igual debe hacerse con los animales que vamos a cazar. Sólo debemos tomar lo suficiente para nuestras necesidades, de otro modo las plantas y los animales y los gusanos que matamos se pondrían en contra nuestra y nos causarían enfermedad y desventura. Un guerrero se da cuenta de esto y hace por aplacarlos; así, cuando mira por los agujeros, los árboles y los pájaros y los gusanos le dan mensajes veraces.

"Pero nada de esto tiene importancia por ahora. Lo importante es que viste al aliado. ¡Esa es tu presa! Te dije que íbamos a cazar algo. Pensé que iba a ser un animal. Calculé que verías el animal que debíamos cazar. Yo en mi caso vi un jabalí; mi cazador de espíritus es jabalí.

– ¿Quiere usted decir que su cazador de espíritus está hecho de jabalí?

– ¡No! Nada en la vida de un brujo está hecho de ninguna otra cosa. Si algo es algo, lo que sea, es la cosa misma. Si conocieras jabalís te darías cuenta de que mi cazador de espíritus es eso.

– ¿Por qué vinimos aquí a cazar?

– El aliado sacó de su morral un cazador de espíritus y te lo enseñó. Necesitas tener uno si quieres llamarlo.

– ¿Qué es un cazador de espíritus?

– Es una fibra. Con ella puedo llamar a los aliados, o a mi propio aliado, o puedo llamar espíritus de ojos de agua, espíritus de ríos, espíritus de montañas. El mío es jabalí y grita como jabalí. Dos veces lo usé cerca de ti para llamar en tu ayuda al espíritu del ojo de agua. El espíritu vino a ti como el aliado vino hoy a ti. Pero no pudiste verlo, porque no tenías velocidad; así y todo, aquel día que te llevé a la cañada y te puse en una piedra, supiste que el espíritu estaba casi sobre ti, sin necesidad de verlo. Esos espíritus son ayudantes. Son demasiado duros de manejar y medio peligrosos. Se necesita una voluntad impecable para tenerlos a raya.