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Yo no había prestado atención al hecho, pero una vez que don Juan me lo hizo notar, advertí también un silencio increíble en el desierto que circundaba la casa.

– No te sobresaltes -dijo calmadamente-. No hay nada en este mundo de lo cual un guerrero no pueda dar razón. Verás, un guerrero se considera ya muerto, y así no tiene ya nada que perder. Ya le pasó lo peor, y por lo tanto se siente tranquilo y sus pensamientos son claros; a juzgar por sus actos o sus palabras, uno jamás sospecharía que un guerrero lo ha presenciado todo.

Las palabras de don Juan, y sobre todo su ánimo, me resultaban muy confortantes. Le dije que en mi vida cotidiana había definitivamente dejado de experimentar mi antiguo miedo obsesivo, pero que mi cuerpo se convulsionaba de temor al pensar en lo que había allí en las tinieblas.

– Allá afuera sólo hay conocimiento -dijo en tono objetivo-. El conocimiento es pavoroso, cierto; pero si un guerrero acepta la naturaleza aterradora del conocimiento, cancela lo temible.

El extraño sonido barbotante se oyó de nuevo. Parecía más cercano y más fuerte. Escuché con cuidado. Mientras más atención le prestaba, más difícil era determinar su naturaleza. No parecía ser el canto de un pájaro ni el gruñir de un animal terrestre. El tono de cada barbotar era rico y profundo; algunos se producían en una escala baja, otros en una alta. Tenían ritmo y duración específica; algunos eran largos, yo los oía como una sola unidad sonora; otros eran cortos y venían en conglomerado, como el sonido en staccato de una ametralladora.

– Las polillas son los heraldos o, mejor dicho, los guardianes de la eternidad -dijo don Juan cuando el sonido hubo cesado-. Por alguna razón, o a lo mejor por ninguna, son los depositarios del polvo de oro de la eternidad.

La metáfora me era ajena. Le pedí explicarla.

– Las polillas llevan polvo en sus alas -dijo-. Un polvo de oro. Ese polvo es el polvo del conocimiento.

Su explicación había oscurecido más Aún la metáfora. Vacilé un momento, queriendo hallar la mejor manera de formular mi pregunta. Pero él empezó a hablar de nuevo.

– El conocimiento es un asunto de lo más peculiar -dijo-, especialmente para un guerrero. El conocimiento, para un guerrero es algo que llega de pronto, lo envuelve, y pasa.

– ¿Qué tiene que ver el conocimiento con el polvo en las alas de las polillas? -pregunté tras una larga pausa.

– El conocimiento llega flotando como centellas de polvo de oro, el mismo polvo que cubre las alas de las polillas. Y así pues, para un guerrero, el conocimiento es como si le cayera el agua de una regadera, o como si le llovieran centellas de polvo de oro.

En la forma más cortés que me fue posible, mencioné que sus explicaciones me hablan confundido más aún. Riendo, me aseguró que cuanto decía tenía perfecto sentido, sólo que mi razón no me dejaba en paz.

– Las polillas han sido amigas intimas y ayudantes de los brujos desde tiempos inmemoriales -dijo-. No le di antes a este tema a causa de tu falta de preparación.

– ¿Pero cómo puede el polvo en sus alas ser conocimiento?

– Ya verás.

Puso la mano sobre mi cuaderno y me indicó cerrar los ojos y quedarme callado y sin pensar. Dijo que el canto de la polilla en el chaparral me asistiría. Si le prestaba atención, me hablaría de sucesos inminentes. Recalcó que no sabía cómo iba a establecerse la comunicación entre la polilla y yo, ni cuáles serían los términos de la comunicación. Me instó asentirme tranquilo y seguro y a confiar en mi poder personal.

Tras un periodo inicial de impaciencia y nerviosismo, logré quedar en silencio. Mis pensamientos disminuyeron en número hasta que mi mente se vació por completo. Los ruidos del chaparral desértica parecieron surgir al parejo de mi calma.

El extraño sonido que don Juan atribuía a una polilla se dejó escuchar nuevamente. Se registraba como una sensación en mi cuerpo, no como un pensamiento en mi mente. Se me ocurrió que no era para nada ominoso ni malévolo. Era dulce y sencillo. Era como el llamado de un niño. Trajo la memoria de un niñito que yo conocí. Los sonidos largos me recordaban su redonda cabeza rubia; los sonidos cortos, en staccato, su risa. Me oprimió un sentimiento de angustia suprema, y sin embargo no había ideas en mi mente; sentía la angustia en el cuerpo. Incapaz de permanecer sentado, me deslicé hasta quedar de lado sobre el suelo. Mi tristeza era tan intensa que empecé a pensar. Evalué mi dolor y mi pena y de pronto me hallé inmerso en un debate interno acerca del niño. El sonido barbotante había cesado. Mis ojos estaban cerrados. Oía don Juan incorporarse y luego sentí cómo me ayudaba asentarme. Yo no quería hablar. Él no dijo una palabra. Lo oí moverse junto a mí. Abrí los ojos; se había arrodillado frente a mí y examinaba mi rostro, acercándome la linterna. Me ordenó poner las manos en el estómago. Se levantó, fue a la cocina y trajo agua. Salpicó parte de ella en mi cara y me dio a beber el resto.

Tomó asiento a mi lado y me entregó mis notas. Le dije que el sonido me había envuelto en una ensoñación sumamente dolorosa.

– Te estás entregando a tu vicio -dijo con sequedad.

Pareció sumergirse en sus pensamientos, como si buscara una proposición adecuada que hacer.

– El problema de esta noche es ver gente -dijo por fin-. Primero debes parar tu diálogo interno, y luego traer la imagen de la persona que quieres ver; cualquier pensamiento que uno lleva en mente en un estado de silencio es propiamente una orden, pues no hay otros pensamientos que compitan con él. Esta noche, la polilla en las matas quiere ayudarte, y cantará para ti. Su canción traerá las centellas doradas, y entonces verás a la persona que has elegido.

Quise más detalles, pero él hizo un gesto brusco y me indicó proceder.

Tras luchar unos cuantos minutos por suspender mi diálogo interno, me hallé en silencio total. Y entonces, con deliberación, pensé brevemente en un amigo mío. Mantuve los ojos cerrados durante un lapso que creí instantáneo, y entonces me di cuenta de que alguien me sacudía por los hombros. Fue una lenta toma de conciencia. Abrí los ojos y me descubrí yaciendo sobre el costado izquierdo. Al parecer me había dormido tan profundamente que no recordaba haberme dejado caer por tierra. Don Juan me ayudó a sentarme de nuevo. Reía. Imitó mis ronquidos y dijo que, de no haberlo visto con sus propios ojos, no creería que alguien pudiera dormirse tan rápido. Afirmó que para él era un regocijo estar cerca de mí cada vez que yo debía hacer algo que mi razón no comprendía. Hizo a un lado mi cuaderno de notas y dijo que debíamos empezar otra vez desde el principio.

Seguí los pasos necesarios. El extraño barbotar vino de nuevo. En esta ocasión, sin embargo, no procedía del chaparral; más bien parecía ocurrir dentro de mí, como si mis labios, o piernas, o brazos lo produjeran. El sonido no tardó en recubrirme. Sentí como un chisporroteo de bolas suaves que salían desde mi interior o venían contra mí; era un sentimiento apaciguador, exquisito, de ser bombardeado con pesadas borlas de algodón. De pronto oí que una racha de viento abría una puerta y me hallé pensando de nueva. Pensé haber arruinado otra oportunidad. Abrí los ojos y estaba en mi cuarto. Los objetos sobre mi escritorio seguían como los dejé. La puerta estaba abierta; afuera soplaba un fuerte viento. Por mi mente cruzó la idea de que debía revisar el calentador de agua. Entonces oí un traqueteo en las contraventanas que yo mismo había puesto y que no encajaban bien en el marco. Era un ruido furioso, como si alguien quisiera entrar. Experimenté una sacudida de temor. Me levanté de la silla. Sentí que algo me jalaba. Grité.

Don Juan me sacudía por los hombros. Excitadamente, le hice un recuento de mi visión. Había sido tan vívida que me hallaba temblando. Sentía que acababa de estar sentado a mi escritorio, en mi completa forma corporal.