– ¡Obsérvalo! ¡Obsérvalo!
Don Genaro pataleó, contrajo el cuerpo y se retorció de lado a lado como si aflojara un clavo; luego oí un fuerte tronido y se deslizó, o fue arrojado, hasta donde don Juan y yo nos hallábamos. Aterrizó de pie, a metro y medio de mí. Se frotó las nalgas y saltó repetidas veces en una danza de dolor, gritando obscenidades.
– La piedra no quería dejarme ir y me agarró por el culo -me dijo en tono de mansedumbre.
Experimenté una sensación de alegría sin igual. Reí con fuerza. Noté que mi regocijo era equiparable a mi claridad mental. Me hallaba sumergido en un estado de gran perceptividad. Todo cuanto me rodeaba era claro y cristalino. Antes había estado soñoliento o distraído a causa de mi silencio interno. Pero luego, algo en la súbita aparición de don Genaro había creado un estado de suma lucidez.
Don Genaro continuó frotándose las nalgas y saltando durante un rato más; luego cojeó hasta mi coche, abrió la puerta y subió con dificultad al asiento trasero.
Automáticamente me volví para hablar con don Juan. No lo vi en ninguna parte. Empecé a llamarlo en voz alta. Don Genaro salió del coche y se puso a correr en círculos, gritando también el nombre de don Juan en un tono chillón y frenético. Sólo entonces, al observarlo, me di cuenta de que me remedaba. Yo había tenido tal ataque de miedo al verme a solas con don Genaro, que inconscientemente corrí tres o cuatro veces en torno al coche, gritando el nombre de don Juan.
Don Genaro dijo que teníamos que recoger a Pablito y Néstor, y que don Juan nos estaría esperando en algún punto del camino.
Habiendo superado mi susto inicial, le dije que me alegraba de verlo. Hizo bromas sobre mi reacción. Dijo que don Juan no era como un padre para mí, sino más bien como una madre. Hilvanó graciosas observaciones y juegos de palabras sobre "madres". Yo reía tanto que no me había dado cuenta de que habíamos llegado a casa de Pablito. Don Genaro me indicó parar y bajó del coche. Pablito estaba parado junto a la puerta de su casa. Vino corriendo y subió en el coche para sentarse a mi lado.
– Vamos por Néstor -dijo como si tuviera prisa.
Me volví en busca de don Genaro. No estaba. Pablito, en tono suplicante, me instó a apresurarme.
Fuimos a casa de Néstor. También él esperaba junto a la puerta. Bajamos del coche. Sentí que los dos sabían qué cosa pasaba.
– ¿A dónde vamos? -pregunté.
– ¿No te dijo Genaro? -preguntó a su vez Pablito, incrédulo.
Les aseguré que ni don Juan ni don Genaro me habían mencionado nada.
– Vamos a un sitio de poder -dijo Pablito.
– ¿Qué vamos a hacer allí? -pregunté.
Ambos dijeron al unísono que no sabían. Néstor añadió que don Genaro le había dicho que me guiara al sitio.
– ¿Veniste de casa de Genaro? -preguntó Pablito.
Repuse que había estado con don Juan y que hallamos a don Genaro en el camino y don Juan me dejó con él.
– ¿A dónde fue don Genaro? -pregunté a Pablito.
Pero Pablito no supo de qué hablaba yo. No había visto a don Genaro en mi coche.
– Fue conmigo a tu casa -dijo.
– Creo que traías al nagual en tu coche -dijo Néstor, asustado.
No quiso ir en la parte trasera y se hizo caber junto a Pablito y a mí en el asiento de adelante.
Viajamos en silencio, a excepción de las breves órdenes que Néstor daba para indicar el camino.
Quise pensar en los sucesos de esa mañana, pero de algún modo sabía que cualquier intento de explicarlos era una infructuosa entrega de mi parte. Traté de trabar conversación con Néstor y Pablito; dijeron que dentro del coche iban demasiado nerviosos y no podían hablar. Disfruté su cándida respuesta y no los presioné ya.
Más de una hora después, dejamos el coche en un ramal y ascendimos la ladera de una abrupta montaña. Caminamos en silencio otra hora o algo así, con Néstor a la cabeza, y nos detuvimos al pie de un enorme acantilado, casi vertical, de unos sesenta metros de altura. Con ojos entrecerrados, Néstor escudriñó el suelo, buscando un sitio adecuado donde sentarnos. Tuve la penosa conciencia de que se conducía con torpeza. Pablito, que se hallaba junto a mí, pareció varias veces a punto de adelantarse y corregirlo, pero se contenía y se relajaba. Finalmente, tras un titubeo momentáneo, Néstor eligió un sitio. Pablito suspiró aliviado. Supe que el sitio elegido por Néstor era el correcto, pero ignoraba cómo lo supe. Me envolví en el seudoproblema de imaginar qué sitio habría yo escogido de haber ido guiándolos. Pablito, obviamente, se daba cuenta de lo que yo hacía.
– No puedes hacer eso -me susurró.
Reí apenado, como si me hubiera sorprendido en algún acto ilícito. Riendo, Pablito dijo que don Genaro siempre caminaba con ellos dos por las montañas y los turnaba en el papel de guía; así, él sabía que no había manera de imaginar cuál habría sido la propia elección.
– Genaro dice que la razón por la que uno no puede hacer eso, es porque sólo hay decisiones bien hechas o decisiones mal hechas. Si es una decisión mal hecha tu cuerpo lo sabe, y también el cuerpo de los demás; pero si es una decisión bien hecha, el cuerpo lo sabe y descansa y se olvida rapidísimo de que hubo una decisión. Vuelves a cargar tu cuerpo, ves, como una escopeta, para la siguiente decisión. Si quieres usar otra vez tu cuerpo para hacer la misma decisión, no funciona.
Néstor me miró; aparentemente le daba curiosidad el que yo tomase notas. Asintió como para secundar a Pablito y luego sonrió por vez primera. Dos de sus dientes superiores estaban chuecos. Pablito explicó que Néstor no era malo ni sombrío; sus dientes lo apenaban y ésa era la razón de que nunca sonriera. Néstor rió, tapándose la boca. Le dije que podía mandarlo con un dentista para que le enderezara los dientes. Creyeron que mi sugerencia era un chiste y rieron como niños.
– Genaro dice que él solo tiene que vencer la vergüenza dijo Pablito-. Además, Genaro dice que tiene suerte; mientras que todo el mundo muerde del mismo modo, Néstor puede partir un hueso a lo largo con sus dientotes chuecos, y si te muerde un dedo te puede hacer un agujero, como un clavo.
Néstor abrió la boca y me enseñó los dientes. El incisivo y el canino izquierdos habían crecido de lado. Entrechocó los dientes, haciéndolos sonar, y gruñó como un perro. Fingió dos o tres tarascadas en mi dirección. Pablito rió.
Yo nunca había visto a Néstor tan contento. Las pocas veces que estuve antes con él, me daba la impresión de ser un hombre de edad madura. Mirándolo allí sentado, sonriendo con sus dientes chuecos, me maravilló su apariencia juvenil. Parecía tener poco más de veinte años.
Pablito nuevamente leyó a la perfección mis pensamientos.
– Está perdiendo la importancia -dijo-. Por eso se ve más joven.
Néstor asintió y, sin decir palabra, soltó un sonoro pedo. Sobresaltado, dejé caer mi lápiz.
Pablito y Néstor casi se mueren de risa. Cuando se hubieron calmado, Néstor vino a mi lado y me mostró un aparato hecho en casa, que producía un sonido peculiar al ser aplastado con la mano. Explicó que don Genaro le había enseñado a hacerlo. Tenía un fuelle diminuto, y el vibrador podía ser cualquier clase de hoja que se colocara en una ranura entre las dos piezas de madera que eran los compresores. Néstor dijo que el tipo de sonido producido dependía de la hoja que se usara como vibrador. Quiso que lo probara y me mostró cómo aplastar los compresores para producir cierto sonido, y cómo abrirlos para producir otro.
– ¿Para qué te sirve? -pregunté.
Ambos cruzaron una mirada.
– Es su cazador de espíritus, pendejo -dijo Pablito, cortante.
Su tono era malhumorado, pero sonreía amistosamente. Ambos eran una mezcla extraña e inquietante de don Genaro y don Juan.
Me absorbió un horrible pensamiento. ¿Estaban don Juan y don Genaro jugándome una treta? Tuve un momento de supremo terror. Pero algo cedió dentro de mi estómago e inmediatamente me calmé de nuevo. Supe que Pablito y Néstor usaban a don Genaro y don Juan como modelos de conducta. Yo mismo había descubierto que cada vez me portaba más como ellos.