Tercamente, llevé mi propuesta a otro profesor, uno más joven. Pero no me dio más ayuda que el primero. Se rió de mí abiertamente. Me dijo que el trabajo que quería escribir era un trabajo del nivel del Ratón Mickey y que de ninguna manera era antropología.
– Hoy día -dijo afectando un aire profesorial-, los antropólogos se ocupan de asuntos que son vigentes. Los médicos y farmacéuticos han investigado interminablemente todas las plantas medicinales del mundo. Ya no hay nada que hacer allí. La colección de datos que sugieres pertenece a principios del siglo pasado. Ya van doscientos años. ¿Te das cuenta de que existe algo que se llama progreso?
Continuó, dándome una definición y justificación para el progreso y la perfectibilidad como dos temas de discurso filosófico, que según él, eran muy vigentes en la antropología.
– La antropología es la única disciplina que existe -continuó-, que claramente puede dar sustancia al concepto del progreso y de la perfectibilidad. A Dios gracias, existe todavía un rayo de esperanza a pesar del cinismo de nuestro tiempo. Sólo la antropología puede demostrar el verdadero desarrollo de la cultura y de la organización social. Sólo los antropólogos pueden demostrar a la humanidad, sin dejar duda alguna, el progreso del conocimiento humano. La cultura sufre cambios y sólo los antropólogos pueden presentar muestras de sociedades que caben dentro de claros cuchitriles en la línea del progreso y la perfectibilidad. ¡Eso es antropología! No una babosada de trabajo de campo, que no viene siendo trabajo de campo, sino sencillamente, una masturbación.
Eso fue un golpe a la cabeza para mí. Como último recurso, me fui a Arizona para hablar con antropólogos que estaban realmente haciendo trabajo de campo allí. Para entonces, estaba ya listo a abandonar la idea. Comprendía lo que los dos profesores querían decirme. Y no podría haber estado yo más de acuerdo. Mis intentos de hacer trabajo de campo eran de lo más burdos. Pero yo quería hacer algo, no simplemente ser rata de biblioteca.
En Arizona, conocí a un antropólogo muy experimentado en el trabajo de campo, que había escrito muchísimo, tanto sobre los yaquis de Arizona como también los de Sonora, México. Era extremadamente simpático. No se burló de mí ni me dio consejos. Sólo hizo el comentario de que las sociedades indígenas del suroeste eran muy aisladas y que aquellos indios desconfiaban de los extranjeros y hasta los aborrecían, sobre todo aquellos de origen hispano.
Uno de sus colegas de menos edad fue más abierto. Dijo que me valdría más leer los libros de los herbalistas. Era una autoridad en este tema y, según él, lo que había que explorar sobre las plantas medicinales del suroeste ya se había clasificado y presentado en varias publicaciones. Hasta llegó a decir que las fuentes de los curanderos indígenas del momento eran precisamente esas publicaciones, porque había desaparecido el conocimiento tradicional. Terminó por decir que si por casualidad existían aún prácticas tradicionales de curación, los indios no se las iban a divulgar a un extranjero.
– Dedícate a algo que valga la pena -me aconsejó-. Investiga la antropología urbana. Hay mucho dinero en los estudios sobre el alcoholismo entre los indios en las grandes ciudades, por ejemplo. Vaya, eso es algo a lo que se puede dedicar cualquier antropólogo con facilidad. Ve y emborráchate con algunos indios en un bar. Entonces haces estadísticas de lo que te digan. Convierte todo en números. Eso, la antropología urbana, ésa sí es una disciplina que vale la pena.
No me quedaba otra opción que aceptar los consejos de estos experimentados y conocidos científicos sociales. Decidí volar de nuevo a Los Ángeles, pero otro antropólogo amigo mío me comentó que iba a viajar en coche por Arizona y Nuevo México, visitando todos los lugares donde había trabajado anteriormente, y así renovando sus relaciones con las personas que le habían servido de informantes antropológicos.
– Eres más que bienvenido, si quieres acompañarme -dijo-. No voy a trabajar. Voy a visitarlos, tomar unas copas con ellos, hablar barbaridades. Les compré regalos: mantas, bebidas, chaquetas, munición para sus rifles de calibre veintidós. Mi coche está repleto de maravillas. Por lo general manejo sola cuando voy a verlos, pero siempre corro el riesgo de dormirme. Tú puedes hacerme compañía, mantenerme despierto, y manejar un poco si me emborracho.
Me sentía tan desdichado que le dije que no.
– Lo siento, Bill-dije-. Este viaje no tiene sentido para mí. No veo la razón para seguir con la idea de hacer trabajo de campo.
– No te rindas tan fácilmente -me dijo Bill en tono paternal-. Entrégate a la lucha y, si te vence, entonces déjalo, pero no así tan apaciguadamente. Ven conmigo a ver si te gusta el suroeste.
Rodeó mis hombros con su brazo. No pude menos que notar cuán inmenso y pesado era su brazo. Era alto y fornido, pero en los últimos años su cuerpo se había vuelto rígido. Había perdido su aire de niño grande. Su cara redonda ya no estaba llena, joven como lo había estado. Ahora parecía preocupado. Creía que se preocupaba porque estaba perdiendo el cabello, pero por momentos me parecía algo más. Y no era que estuviera más gordo; su cuerpo tenía una pesadez que era imposible explicar. Lo noté en su manera de andar, de levantarse, de sentarse. Parecía que Bill luchaba contra la gravedad con cada fibra de su ser, en todo lo que hacía.
Sin prestar atención a mis sentimientos de derrota, emprendí el viaje con él. Visitamos cada lugar donde había indios en Arizona y Nuevo México. Uno de los resultados finales de este viaje fue que descubrí que mi amigo antropólogo poseía dos facetas definidas. Me explicó que sus opiniones como antropólogo profesional eran muy mesuradas y congruentes con el pensamiento antropológico del momento, pero en lo personal, su trabajo de campo antropológico le había presentado experiencias de gran riqueza de las que nunca hablaba. Estas experiencias no eran congruentes con el pensamiento antropológico del momento porque eran sucesos imposibles de catalogar.
Durante el curso de nuestro viaje, invariablemente iba a tomar unos tragos con sus exinformantes, luego de lo cual se sentía muy relajado. Entonces yo tomaba el volante y manejaba, mientras él iba de pasajero sorbiendo de su botella de un Ballantine's añejo de treinta años. Era entonces cuando Bill hablaba de los sucesos que eran imposibles de catalogar.
– Nunca creí en los fantasmas -dijo un día abruptameme-. Nunca me metí en eso de apariciones y esencias flotantes, voces en la oscuridad, ya sabes. Mi crianza fue muy pragmática, muy seria. La ciencia siempre ha sido mi brújula. Pero, trabajando en el campo, toda clase de mierda rara empezó a filtrarse hacia mí. Por ejemplo, una noche acompañé a unos indios en una búsqueda visionaria. Hasta iban a iniciarme penetrando los músculos de mi pecho, algo así de doloroso. Estaban preparando un temascal en el bosque. Me había resignado a someterme al dolor. Hasta me eché unos tragos para fortalecerme. Y entonces, el hombre que iba a servirme de intercesor con la gente que en realidad estaba encargada del rito, dio un grito de horror y señaló con el dedo a una oscura figura misteriosa que venía hacia nosotros.
»Cuando esta figura misteriosa se me acercó -siguió Bill-, vi que era un indio anciano vestido de la manera más estrafalaria que te puedas imaginar. Traía las vestimentas de los chamanes. El hombre que me acompañaba esa noche se desmayó desvergonzadamente al ver al anciano. El viejo se me acercó y me apuntó al pecho con el dedo. El dedo no era más que pellejo y hueso. Me balbuceó algo incomprensible. Ya a estas alturas, los demás habían visto al anciano y comenzaron a acercarse. Él se volvió hacia ellos y se quedaron paralizados, estupefactos. Los regañó por un momento. Su voz era inolvidable. Era como si hablara desde un tubo, o como si tuviera algo atado a la boca que le sacaba las palabras. Te juro que vi a aquel hombre hablando desde adentro de su cuerpo, y la boca emitía las palabras como si fuera un aparato mecánico. Después de regañar a los hombres, el anciano continuó caminando delante de mí, delante de ellos y desapareció en una oscuridad que se lo tragó.