En aquel momento me sobrevino otro cambio en mi nivel de conciencia. La mente se me enfocó en un pensamiento, o en un sentimiento de angustia. Supe entonces que había hecho un pacto con unas personas para morir con ellas, y no podía recordar quiénes eran. Sentí, sin duda alguna, que estaba mal que muriera solo. Mi angustia se volvió insoportable.
Don Juan volvió a hablarme.
– Estamos solos -me dijo-. Ésa es nuestra condición, pero el morir solo no es morir en un estado de soledad.
Empecé a respirar profundamente, sorbiendo aire para borrar la tensión. Al respirar, se me aclaró la mente.
– La gran cuestión con nosotros los machos es nuestra fragilidad -siguió-. Cuando empieza a acrecentarse nuestra conciencia, crece como una columna, justo en el punto medio de nuestro ser luminoso, desde abajo hacia arriba. Esa columna tiene que llegar a bastante altura antes de poder uno contar con ella. En este momento preciso de tu vida, como chamán, fácilmente puedes perder dominio sobre tu nueva conciencia. Cuando haces eso, se te olvida todo lo que has hecho y visto en el camino del guerrero-viajero, porque tu conciencia regresa a la conciencia de tu vida cotidiana. Te he explicado que la faena de todo chamán es de reclamar para él todo lo que ha hecho y lo que ha visto en el camino del guerrero-viajero cuando entraba en otros niveles nuevos de conciencia. El problema con cada chamán es que se olvida fácilmente, porque su conciencia pierde el nuevo nivel y se cae al suelo en un abrir y cerrar de ojos.
– Comprendo exactamente lo que me está diciendo, don Juan -le dije-. Quizás sea ésta la primera vez que he llegado a la plena realización de por qué me olvido de todo y recuerdo todo después. Siempre creía que mis cambios eran debidos a una condición patológica personal. Ahora sé por qué suceden esos cambios, pero no puedo expresar en palabras lo que sé.
– No te preocupes por las palabras -dijo don Juan-. Tendrás, al momento debido, todas las palabras que quieras. Hoy tienes que actuar desde tu silencio interior, desde lo que sabes sin saberlo. Sabes a la perfección lo que tienes que hacer, pero este conocimiento todavía no lo tienes completamente formulado en tus pensamientos.
Al nivel de sensaciones o pensamientos concretos, sólo sentía la vaga sensación de que sabía algo que no formaba parte de la mente que tenía. Tuve, en seguida, el sentimiento más claro de haber dado un enorme paso hacia abajo; algo pareció caerse dentro de mí. Fue casi como una sacudida. Supe en ese instante que había entrado en otro nivel de conciencia.
Don Juan me dijo que era obligatorio que un guerrero-viajero se despidiera de todos los que dejaba atrás. Debe decir sus adioses en una voz fuerte y clara para dejar grabados su grito y sentimientos en esas montañas para siempre.
Permanecí en espera durante mucho tiempo, no por vergüenza, sino porque no sabía a quién incluir en mis agradecimientos. Había absorbido interiormente el concepto de la brujería de que el guerrero-viajero no le puede deber nada a nadie.
Don Juan había metido en mí un axioma de chamán: Los guerreros-viajeros pagan elegante, generosamente y con una ligereza sin par, cualquier favor, cualquier servicio que se les ha rendido. Así se deshacen de la carga de llevar deudas.
Les había pagado, o estaba en proceso de pagarles, a todos lo que me habían honrado con su atención o cuidado. Había recapitulado mi vida a tal extremo que no había dejado piedra sobre piedra. Creía en verdad en aquel tiempo que no le debía nada a nadie. Le comenté a don Juan mis creencias y mi vacilación.
Dijo don Juan que indudablemente había recapitulado mi vida totalmente, pero añadió que estaba muy lejos de estar libre de toda deuda.
– ¿Y qué de tus fantasmas -siguió-, los que ya no puedes tocar?
Sabía a lo que se refería. Durante mi recapitulación, le había contado cada incidente de mi vida. De los cientos de incidentes que le había relatado, había extraído tres como muestras de deudas que había contraído muy temprano, y había añadido a esos tres la deuda que tenía con la persona gracias a la cual había conocido a don Juan. Le había agradecido a mi amigo profusamente, y tuve la sensación de que algo había reconocido mi agradecimiento. Los otros tres sucesos habían quedado dentro del reino de los relatos, relatos de mi vida y de gente que me había otorgado un obsequio inconcebible, y a quienes nunca les había dado las gracias.
Uno de esos relatos tenía que ver con un hombre que había conocido de niño. Se llamaba el señor Leandro Acosta. Era el archi-enemigo de mi abuelo, su verdadera némesis. Mi abuelo lo había acusado repetidas veces de robarse los pollos de su granja. El hombre no era un vagabundo, sino simplemente alguien que no tenía empleo firme ni definido. Era un tipo inconformista, jugador, dominador de muchas artes, hábil curandero, según él, cazador y proveedor de especímenes de insectos y plantas para los hierberos y curanderos locales, y de cualquier ave o animal para los taxidermistas o tiendas especialistas en animales vivos.
Según lo que decía la gente, hacía muchísimo dinero, pero no podía ni guardarlo ni invertirlo. Tanto sus detractores como sus amigos, creían que podía haber puesto el mejor negocio de esa región, haciendo lo que mejor hacía: buscar plantas y cazar animales, pero estaba maldito con una rara enfermedad del espíritu que lo hacía inquieto, incapaz de dedicarse a nada por largo tiempo.
Un día, al hacer un paseo a la orilla de la granja de mi abuelo, vi que alguien me espiaba desde el espeso matorral de la orilla del bosque. Era el señor Acosta. Estaba de cuclillas dentro del matorral de la selva misma, y no hubiera podido verlo sino por mis ojos agudos de ocho años.
Con razón mi abuelo cree que le roba los pollos, pensé. Creí que nadie más que yo se habría percatado; estaba completamente camuflado por su quietud. Lo que había captado, y lo sentí en vez de verlo, fue la diferencia entre el matorral y su silueta. Me le acerqué. El hecho de que la gente lo rechazaba tan violentamente o gustaba de él tan apasionadamente, me intrigaba sobremanera.
– ¿Qué está haciendo aquí, señor Acosta? -le pregunté osadamente.
– Estoy haciendo mi caca mientras contemplo la granja de tu abuelo -me dijo-. Así es que vete antes de que me levante, a menos que te guste el olor a mierda.
Me alejé a unos pocos pasos. Quería saber si en verdad estaba ocupado en lo que había dicho. Lo estaba. Se levantó. Creí que iba a abandonar el matorral, pasar al terreno de mi abuelo y quizás de allí pasar al camino, pero no lo hizo. Comenzó a caminar hacia adentro, hacia la selva.
– ¡Oiga, señor Acosta! -le grité-. ¿Puedo acompañarlo?
Advertí que se había quedado parado; otra vez, era más bien una sensación corporal que de la vista misma, pues el matorral estaba muy espeso.
– Claro que puedes, pero sólo si le encuentras una entrada a la maraña -me dijo.
Eso no presentaba ninguna dificultad para mí. Durante mis horas de ocio, había marcado una entrada con una piedra de buen tamaño. Después de un proceso interminable de ensayo y error había encontrado que existía un pequeño espacio, y si lo seguía a lo largo de tres o cuatro metros, llegaba a un sendero donde podía ponerme de pie y caminar.
El señor Acosta se me acercó y dijo:
– ¡Bravo, mocito, lo lograste! Sí, ven conmigo, si quieres.
Fue el principio de mi asociación con el señor Leandro Acosta. A diario íbamos de cacería. Nuestra asociación se hizo patente, ya que me iba de la casa desde la primera hora de la mañana hasta la puesta del sol, sin que nadie supiera dónde andaba, y un día mi abuelo me reprimió con severidad.
– Tienes que saber elegir a tus conocidos -me dijo-, o vas a terminar como ellos. Yo no tolero que este hombre te afecte de ningún modo. Claro que te va a pasar su ímpetu. Y tu mente se volverá como la de él: inútil. Te lo digo, si no pones fin a todo esto, lo haré yo. Le echo encima las autoridades por haberse robado mis pollos, porque sabes, carajo, que viene a diario y me los roba.