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– ¡Pero tú, tú, tú! -balbuceó, no pudiendo articular mi nombre.

Sollozó y pareció estar indignada, reprochándome por un momento. No le di oportunidad de continuar: Mi silencio fue total. Terminó afectándola. Me invitó a entrar y nos sentamos en su sala.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -dijo, ya más calmada-. ¡No puedes quedarte! ¡Soy una mujer casada! ¡Tengo tres hijos! Y soy feliz en mi matrimonio.

Disparando las palabras como si salieran de una ametralladora, me dijo que su marido era muy confiable, no de mucha imaginación, pero un hombre bueno; que no era sensual, que ella debía tener mucho cuidado porque se fatigaba fácilmente cuando hacían el amor, que él se enfermaba fácilmente y que a veces por ese motivo faltaba al trabajo, pero que había logrado darle tres hijos hermosos, y que después de haber nacido el tercero, su marido, cuyo nombre parecía ser Herbert, había renunciado por completo. Ya no funcionaba, pero a ella no le importaba.

Traté de tranquilizarla, asegurándole repetidas veces que había ido a visitarla por un momento, que no era mi intención alterarle la vida o molestarla de ninguna manera. Le describí lo difícil que había sido dar con ella.

– He venido a despedirme de ti -dije- y a decirte que eres el amor de mi vida. Quiero hacerte un regalo, como símbolo de mi agradecimiento y de mi afecto eterno.

Parecía haberla afectado profundamente. Me dio esa sonrisa abierta como antes lo hacía. La separación de los dientes le daba un aire de niña. Le dije que estaba más hermosa que nunca, lo cual para mí era la verdad.

Se rió y dijo que se iba a poner a dieta y que si hubiera sabido que venía a verla, lo hubiera hecho desde hacía tiempo. Pero que empezaría ahora, y que la próxima vez que la viera la encontraría tan esbelta como siempre había sido. Reiteró el horror de nuestra vida juntos y cuánto le había afectado. Hasta había pensado, a pesar de ser católica devota, en suicidarse, pero en sus hijos había encontrado el consuelo que necesitaba; lo que habíamos hecho habían sido locuras de la juventud, que nunca pueden borrarse, pero que pueden barrerse debajo de la alfombra.

Cuando le pregunté si había algún regalo que pudiera hacerle como muestra de mi afecto y agradecimiento, se rió y dijo exactamente lo que había dicho Patricia Turner: que ni tenía en qué orinar, ni nunca lo tendría, porque así me habían hecho. Insistí en que me nombrara algo.

– ¿Me puedes comprar una camioneta en donde quepan todos mis hijos? -me dijo, riéndose-. Quiero un Pontiac o un Oldsmobile con todo los extras.

Lo dijo a sabiendas, porque en su corazón sabía que por nada del mundo podía yo hacerle tal regalo. Pero lo hice.

Manejé el coche del vendedor, siguiéndolo cuando le entregó la camioneta al día siguiente, y desde el coche estacionado donde estaba yo escondido escuché su sorpresa; pero congruente con su ser sensual, su sorpresa no fue una expresión de alegría. Fue una reacción corporal, un sollozo de angustia, de confusión. Lloró, pero sabía que no lloraba por el regalo. Expresaba un anhelo que tenía eco dentro de mí. Me caí en pedazos en el asiento del coche.

A mi regreso por tren a Nueva York y en mi vuelo a Los Ángeles, persistía el sentimiento de que se me estaba acabando la vida; se me iba como la arena que trata uno de retener en la mano inútilmente, y no me sentía ni cambiado ni liberado por haber dado las gracias y haberme despedido. Al contrario, sentía el peso de ese extraño afecto más profundamente que nunca. Quería ponerme a llorar. Lo que se me vino a la mente una y otra vez fueron los títulos que mi amigo, Rodrigo Cummings, había inventado para los libros que nunca fueron escritos. Se especializaba en escribir títulos. Su predilecto era «Todos moriremos en Hollywood»; otro era «Nunca vamos a cambiar»; y mi favorito, por el cual pagué diez dólares, era «De la vida y pecados de Rodrigo Cummings». Todos esos títulos pasaron por mi mente. Yo era Rodrigo Cummings y estaba atorado en el tiempo y el espacio y sí, amaba a dos mujeres más que la vida misma, y eso nunca cambiaría. Y como mis amigos, moriría en Hollywood.

Le conté todo esto a don Juan en mi informe de lo que yo consideraba mi seudo-éxito. Lo descartó desvergonzadamente. Me dijo que lo que sentía era simplemente el resultado de darle rienda suelta a mis sentimientos y mi autocompasión, y que para despedirse y dar las gracias, y que para que valga y se sostenga, los chamanes debían re-hacerse a sí mismos.

– Vence tu autocompasión ahora mismo -me ordenó-. Vence la idea de que estás herido, y ¿qué te queda como residuo irreductible?

Lo que me quedaba como residuo irreductible era el sentimiento de que les había hecho mi máximo regalo a las dos. No con el ánimo de renovar nada, ni de hacerle daño a nadie, incluyendo a mí mismo, pero en el verdadero espíritu del guerrero-viajero cuya única virtud, me había dicho don Juan, es mantener viva la memoria de lo que le haya afectado; cuya sola manera de dar las gracias y despedirse era a través de este acto de magia: de guardar en su silencio todo lo que ha amado.

MÁS ALLÁ DE LA SINTAXIS

EL ACOMODADOR

Estaba en Sonora, en casa de don Juan, profundamente dormido sobre mi cama, cuando me despertó. Me había quedado despierto casi toda la noche reflexionando sobre algunos conceptos que me había estado explicando.

– Ya has descansado bastante -me dijo con firmeza, casi bruscamente sacudiéndome por los hombros-. No le des rienda suelta al cansancio. Tu cansancio, más que cansancio, es el deseo de no fastidiarte. Hay algo en ti que se ofende al sentirse fastidiado. Pero es sumamente importante que exacerbes esa parte de ti hasta que se desmorone. Vamos a hacer una caminata.

Don Juan tenía razón. Había algo en mí que se ofendía inmensamente al sentirse fastidiado. Quería dormir durante días y no pensar más en los conceptos chamánicos de don Juan. Totalmente contra mi voluntad, me levanté y lo seguí. Don Juan había preparado un almuerzo que me tragué como si no hubiera comido durante días y entonces salimos de la casa con dirección hacia el este, hacia las montañas. Había andado tan aturdido que no me había fijado que era muy de mañana hasta que vi el sol, que daba justo sobre la cordillera al este. Quería decirle a don Juan que había dormido toda la noche sin moverme, pero me calló. Me dijo que íbamos a hacer una expedición a las montañas en busca de unas plantas específicas.

– ¿Qué va a hacer con las plantas que va a juntar, don Juan? -le pregunté en cuanto nos dispusimos a caminar.

– No son para mí -me dijo con una sonrisa-. Son para un amigo mío, un botánico y farmacéutico. Hace pociones con ellas.

– ¿Es yaqui, don Juan? ¿Vive aquí en Sonora? -le pregunté.

– No, no es yaqui y no vive aquí en Sonora. Ya lo conocerás uno de estos días.

– ¿Es brujo, don Juan?

– Sí, es brujo -me respondió con tono guasón.

Le pregunté si podía llevar algunas de las plantas a los jardines botánicos de UCLA, para identificarlas,

– ¡Por supuesto, claro! -me contestó.

Ya me había dado cuenta de que cuando me decía «por supuesto», me quería decir todo lo contrario. Era evidente que no tenía la menor intención de darme ninguno de los especímenes para identificarlos. Sentí mucha curiosidad acerca de su amigo brujo y le pedí que me contara más, que me lo describiera, que me dijera dónde vivía y cómo lo conoció.

– ¡So, so, so! -me dijo don Juan como si fuera caballo-. ¡Espera, espera! ¿Quién eres, el profesor Lorca? ¿Quieres estudiar su sistema cognitivo?

Íbamos penetrando en las áridas calinas cercanas. Don Juan caminaba sin parar durante horas. Pensé que la tarea de ese día iba ser simplemente caminar. Finalmente paró y se sentó al costado de la colina donde daba sombra.

– Ya es tiempo que empieces uno de los proyectos mayores de la brujería -dijo don Juan.